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– Señor, vayamos a dar un paseo. Le conviene tomar el aire.

El desconocido levantó el rostro y fijó sus ojos en Nemesio, haciendo un esfuerzo por comprender.

– Vámonos, señor. Ya llevamos mucho tiempo aquí y eso no es sano. El aire está viciado por tanto tabaco y tanto frito.

– ¡Bah! -replicó el desconocido sacudiendo un manotazo que alcanzó a Nemesio en el estómago-. Déjeme tranquilo, predicador de vía estrecha, santurrón de zarzuela.

La conversación se había reanudado en la taberna, pero en tono más bajo, y los clientes seguían lanzando miradas furtivas a la mesa donde se desarrollaba tan pintoresco diálogo. Un coro de carcajadas celebró el manotazo propinado a Nemesio y del que éste se recobraba con grotescas aspiraciones y boqueadas. Al oír las risotadas, el beodo desconocido se incorporó de nuevo, ayudándose con las manos, miró con ojos llameantes a la concurrencia y dijo:

– ¿Y vosotros de qué os reís, idiotas? ¡Llorar deberíais si usarais de vuestra cabeza! ¡Mirad, 0miraos los unos a los otros, tristes fantasmas harapientos! Os reís de mí y no veis que soy un espejo de vuestra propia imagen.

Los clientes volvieron a soltar la carcajada.

– ¡Buena compañía te has buscado, Nemesio! -gritaron al fondo de la sala.

– ¡Un loco y un borracho! ¡Qué comparsa! -dijo otra voz.

– ¡Sí, burlaos! -prosiguió el beodo extendiendo el dedo y describiendo un ángulo de noventa grados con el brazo, lo cual le hizo perder una vez más el equilibrio, y habría dado con su cuerpo en el suelo de no haberle sujetado Nemesio-. ¡Burlaos de mí si eso os hace sentir más hombres! Pero un día vosotros también os veréis como yo me veo ahora. No siempre fui así. Tengo estudios, leo mucho, pero de nada me ha servido, a fin de cuentas. Yo también llevé una vida alegre, sí, confié en mi prójimo y gasté bromas a costa de los derrotados. Pero por fin cayó la venda de mis ojos.

– ¡Quitadle los pantalones! -exclamó un parroquiano.

Y dos hombretones se levantaron para llevar a término la propuesta. Nemesio Cabra Gómez se interpuso.

– Dejadle hablar -dijo con voz suplicante no exenta de cierta dignidad-. Es un hombre honrado y de gran cultura. Podríais aprender mucho de él.

– ¡Que se calle y no nos amargue la noche!

– ¡Sí, que se vaya!

– ¡No! No me iré -prosiguió el enardecido beodo-. Antes tengo que deciros un par de cosas. Este individuo -señaló a Nemesio- afirma que vuestra conducta licenciosa es la causa de la pobreza que os corroe y hace enfermar a vuestras mujeres y a vuestros hijos. Y yo os digo que eso no es verdad. Todos vosotros padecéis la miseria, el hambre, el analfabetismo y el dolor por culpa de Ellos -señaló, siempre con el dedo extendido hacia un hipotético grupo situado más allá de los muros del local-. De Ellos, que os oprimen, os explotan, os traicionan y, si es preciso, os matan. Yo sé de casos que os pondrían los pelos de punta. Sé nombres de personas ilustres que tienen las manos rojas de sangre de los trabajadores. ¡Ah! No las veréis, porque las cubren blancos guantes de cabritilla. ¡Guantes traídos de París y pagados con vuestro dinero! Creéis que os pagan por el trabajo que realizáis en sus fábricas, pero es mentira. Os pagan para que no os muráis de hambre y podáis seguir trabajando, de sol a sol, hasta reventar. Pero el dinero, la ganancia, ¡no!, eso no os lo dan. Eso se lo quedan Ellos. Y se compran mansiones, automóviles, joyas, pieles y mujeres. ¿Con su dinero? ¡Qué va! ¡Con el vuestro! Y vosotros, ¿qué hacéis? Mirad, miraos los unos a los otros y decidme, ¿qué hacéis?

– ¿Qué haces tú? -preguntó alguien. Ya nadie se reía. Todos escuchaban con fingida indiferencia, con incómodo sarcasmo. El nerviosismo se había apoderado de la concurrencia.

– Olvidaos de mí. Soy una ruina. Quise luchar a mi modo y fracasé. ¿Sabéis por qué? Os lo voy a decir: por confiar en las bonitas palabras y en los falsos amigos. Por abrigar la esperanza de ablandar sus sucios corazones con razonamientos. ¡Vana ilusión! Quise abrir sus ojos a la verdad y fue locura, vaya si lo fue. Ellos los tienen abiertos desde que nacen: todo lo ven, todo lo saben. Yo era el ciego, el ignorante…, pero ya no lo soy. Por eso hablo así. Y ahora, amigos, oíd mi consejo. Oíd mi consejo porque no lo digo yo, sino la amarga experiencia. Es éste: no ahoguéis en vino vuestros padecimientos -su voz se hizo súbitamente firme, encendida-, ¡ahogadlos en sangre! Anegad los estériles surcos de vuestros campos abandonados con la sangre de Ellos. Bañad la mugre de vuestros hijos en la sangre de Ellos. Que no quede una cabeza sobre sus hombros. No les dejéis hablar, porque os convencerán. No les dejéis esbozar un gesto, porque os cubrirán de dinero, comprarán vuestra voluntad. No les miréis, porque querréis imitar sus maneras elegantes y os corromperán. No sintáis piedad, pues Ellos no la sienten. Saben cómo sufrís, cómo mueren vuestros hijos de inanición y falta de asistencia médica, pero se ríen, se ríen en sus lujosos salones, al amor de la lumbre, bebiendo el vino de vuestras cepas, comiendo el pollo de vuestras granjas, adobado con el aceite de vuestros campos. Y se abrigan con vuestras ropas y se refugian en vuestras casas y ven llover sobre vuestras barracas. Y os desprecian, porque no sabéis hablar como Ellos, ni vais al teatro, ni al Liceo, ni sabéis comer con cubertería de plata. ¡Matad, sí, matad! ¡Que no quede ni uno con vida! ¡Matad a sus mujeres y a sus hijos! Acabad…, acabad con Ellos… para siempre…

Calló el beodo y se dejó caer extenuado sobre la mesa, rompiendo el denso silencio que había seguido a sus palabras con un sollozo desgarrador. La concurrencia estaba petrificada y parecía buscar el anonimato, la invisibilidad, en el mutismo y la quietud.

Transcurridos unos segundos, el dueño del establecimiento se acercó a la mesa del beodo, que recibía los cuidados de Nemesio Cabra Gómez, carraspeó y dijo con voz afectadamente firme:

– Salga de aquí, señor. No quiero líos en mi casa.

El beodo seguía llorando entre convulsiones y no respondió. Nemesio Cabra Gómez tiró de él colocándose a su espalda y pasando los brazos por debajo de sus axilas.

– Vámonos, señor, está usted fatigado.

– ¡Que se vaya, que se vaya! -dijeron los parroquianos al unísono. Algunos lanzaban miradas temerosas a la puerta. Otros hacían gestos amenazadores al beodo. Nemesio intentaba resolver la situación por la vía pacífica.

– Calma, calma, por el amor de Dios. Ya nos vamos, ¿verdad señor?

– Sí -murmuró al fin el beodo-, vámonos. Ay…, ayúdeme.

Entre el tabernero y Nemesio Cabra Gómez pusieron al beodo en pie. Éste iba recobrando lentamente las fuerzas y el equilibrio. La clientela aparentaba no prestar atención a lo que ocurría y el beodo y Nemesio cruzaron la taberna sin ser molestados. La noche era fría, seca y sin luna. El beodo experimentó un escalofrío.

– Caminemos un poco, señor. Si nos quedamos quietos nos helaremos -decía Nemesio.

– No me importa. Váyase y déjeme solo.

– Ni hablar. No puedo dejarle así. Dígame dónde vive y le llevaré a su casa.

El beodo negó con la cabeza. Nemesio le obligó a caminar, cosa que el beodo hizo con inseguridad, pero sin caerse.

– ¿Vive usted cerca, señor? ¿Quiere que tomemos un coche?

– No quiero ir a casa. No quiero volver jamás a mi casa. Mi mujer…

– Ella comprenderá, señor. Todos nos hemos propasado alguna vez con la bebida.

– No, a casa no -insistió el beodo con tristeza.

– Caminemos entonces. No se detenga. ¿Quiere mi chaqueta?

– ¿Por qué se preocupa por mí?

– Es el único amigo que tengo. Pero camine, señor.

Pere Parells, con una copa de Jerez y un cigarrillo, fue a dar en un corro formado por dos jovenzuelos imberbes, un anciano poeta y una señora de aspecto varonil que resultó ser la agregada cultural de la embajada holandesa en España. El poeta y la señora comparaban culturas.

– He observado con amargura -decía la señora en fluido castellano que apenas dejaba traslucir un leve acento extranjero- que las clases altas españolas, a diferencia de lo que ocurre en el resto de Europa, no consideran la cultura como un blasón, sino casi como una lacra. Juzgan por el contrario de buen tono hacer gala de ignorancia y desinterés por el arte y confunden refinamiento con afeminamiento. En las reuniones sociales no se habla jamás de literatura, pintura o música, los museos y las bibliotecas están desiertos y el que siente afición por la poesía procura ocultarlo como algo infamante.

– Tiene usted mucha razón, señora Van Pets.

– Van Peltz -corrigió la señora.

– Tiene usted mucha razón. Recientemente, en octubre pasado, di un recital de mis poesías en Lérida y, ¿creerá usted que la sala del Ateneo estaba medio vacía?

– Es lo que digo, aquí se desprecia la cultura por mor de una hombría mal entendida, lo mismo que ocurre, y no se ofenda usted, con la higiene.

– Dos de nuestras más gloriosas figuras, Cervantes y Quevedo, conocieron días de dolor en la cárcel -apuntó uno de los jovenzuelos imberbes.

– La aristocracia española ha perdido la oportunidad de alcanzar renombre universal. En cambio la Iglesia ha sido, en este aspecto, mucho más inteligente: Lope de Vega, Calderón, Tirso de Molina, Góngora y Gracián se acogieron al beneficio del estado clerical -señalo la señora Van Peltz.

– Una lección histórica que debían tomar en consideración los nuevos ricos -apunto Pere Parells con una sonrisa torcida.

– Bah -exclamó el poeta-, con ésos no hay que contar. Van a roncar al Liceo porque hay que lucir las joyas y adquieren cuadros valiosos para darse tono, pero no distinguen una ópera de Wagner de una revista del Paralelo.

– Bueno, no hay que exagerar -dijo Pere Parells recordando para sus adentros algunos títulos de revista que le habían complacido especialmente-. Cada cosa tiene su momento.

– Y así -prosiguió la señora Van Peltz, que no estaba dispuesta a tolerar disgresiones frívolas-, los artistas se han vuelto contra la aristocracia y han creado ese naturalismo que padecemos y que no es más que afán de echarse en brazos del pueblo halagando sus instintos.

Pere Parells, poco adicto a semejantes conversaciones, se despegó del grupo y buscó refugio junto a unos industriales a los que conocía superficialmente. Los industriales habían acorralado a un obeso y risueño banquero y descargaban sus iras en él.

– ¡No me diga usted que los bancos no se han puesto de culo! -exclamaba uno de los industriales señalando al banquero con la punta de su cigarro.

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