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– ¿Y eso?

– Pronto lo verás -dijo bajando la voz y llevándose un dedo a los labios.

– ¿Y qué opina usted -terció el cliente que no estaba dispuesto a interrumpir su conversación- de la guerra de Marruecos?

Cortabanyes me hizo una seña y yo intervine para descargarle del fardo que le había tocado en suerte.

– Feo asunto, en efecto.

– No me diga usted -dijo el cliente aferrándose a su nuevo interlocutor como un náufrago a una tabla-. ¡Es intolerable! Cuatro negrotes de mierda zurrándole la badana a un país que años ha conquistó América.

– Los tiempos han cambiado, señor mío.

– No son los tiempos -protestó el pelmazo con una vehemencia que contrastaba con la indiferencia general-, sino los hombres. Ya no hay políticos como los de antes. ¿Qué fue de Sagasta y de Cánovas del Castillo?

La llegada del rey interrumpió nuestra charla. Los invitados corrieron a hincarse a los pies de los ilustres visitantes y Cortabanyes aprovechó la oportunidad para unirse a nosotros.

– ¿Los ves? Como gallinas cuando el granjero les arroja el alpiste -agitó la cabeza con aire desolado-. Así no iremos a ninguna parte. ¿Te acuerdas de cuando querían linchar a Cambó?

Dije que sí, que lo recordaba. Ahora Cambó era ministro de Hacienda en el gobierno Maura.

El rey saludaba con amabilidad y escuchaba loas y peticiones con aburrida indiferencia, deambulando por el salón con paso grave, los hombros ligeramente abatidos, avejentado en plena juventud, una leve sombra de melancolía en su dulce sonrisa.

– Hay papeles por el suelo. Míralos, no pierdas el tiempo. Ya tendrás ocasión de lloriquear en el funeral.

Cortabanyes se arrodilló y empezó a revisar los papeles esparcidos aquí y allá.

– ¡Pobre Pere! Hacía más de treinta años que nos conocíamos. Era un buen hombre, un hombre íntegro, incapaz de una deslealtad. Aún recuerdo el día que murió su hijo. Mateo, se llamaba… ¡Qué familia más desgraciada! Pere quería que su hijo fuera un perfecto caballero y lo mandó a estudiar a Oxford. Ahorraban al céntimo para costear los estudios de Mateo. En Oxford contrajo una pulmonía que acabó con él. Volvió para morir aquí, en esta misma casa.

– ¿A qué vienen ahora estas historias lacrimógenas? -gruñó Lepprince.

– Mira -dijo Cortabanyes mostrando a titulo explicativo los papeles esparcidos por el suelo-. Esto leía el pobre Pere cuando le mataron.

Lepprince tomó lo que le tendía el abogado: un pliego amarillento por los años y el uso, y empezó a leer.

«Queridos padres: Recibo con alegría la noticia de que se encuentran ustedes bien de salud. Yo no me puedo quejar, aunque los rigores del invierno, que no parecen terminar nunca, impiden que acabe de curar este catarro que me tiene muy molesto. Sí, aquí, como en las novelas, llueve siempre…»

La carta estaba fechada el 15 de marzo de 1889. Lepprince la dejó en el suelo y leyó el principio de la siguiente.

«Querido padre: No deje que ésta llegue a manos de mi madre, pero mi salud empeora y desde hace una semana tengo frecuentes accesos de fiebre. Los médicos dicen que no hay motivos de alarma y todo lo atribuyen a este clima, tan duro. Afortunadamente, falta ya poco para los exámenes y pronto estaré de vuelta para pasar con ustedes las vacaciones. No pueden figurarse cuánto les echo de menos. Solo y enfermo en este país admirable, pero extraño, no hago más que pensar en Barcelona…»

– ¡A1 diablo! -exclamó Lepprince-. Ayúdame a colocar la mesa como estaba.

Volcaron la mesa procurando no hacer ruido. Cortabanyes lloraba ruidosamente.

– Vámonos -dijo Lepprince-. Aquí no está. Sospecho que no ha existido nunca esa maldita carta.

VI

Pasó la primavera y el verano deslumbrante, plomizo y húmedo atenazó la ciudad y el alma de sus habitantes. El clima repercutió en la frágil constitución de María Rosa Savolta, cuyo avanzado estado de gestación la hizo más sensible a los rigores del estío. El quebranto de salud agravó su hipertensión. Dejamos de frecuentar la mansión y únicamente nos veíamos en las excursiones dominicales. Pronto cesaron éstas y perdimos contacto con los Lepprince. María Rosa Savolta no salía de casa y, en ella, raramente de su alcoba. De vez en cuando sobresaltaba a la servidumbre con su espectral aparición, silenciosa, doliente, con el rostro inmutable y los ojos fijos, estupefactos. Recorría la casa arrastrando los pies, enfundada en un largo peinador, desgreñada y pálida, con el fatalismo sobrecogedor con que un pez recorre los bordes de su pecera. Nosotros, María Coral y yo, alejados de los Lepprince, quedamos desvinculados de la sociedad, encerrados en nuestro estrecho mundo de relaciones corteses y de lazos intangibles y ambiguos. Así nació en mí un hirviente rencor contra las circunstancias en que me hallaba, rencor que por entonces no lograba justificar y que ahora, con la perspectiva y serenidad que dan los años transcurridos, veo claro: la resultante de muchos sentimientos acallados y de muchas ilusiones olvidadas demasiado pronto. Día a día aumentaba mi exasperación. Empecé a ser grosero con María Coral y a usar con ella de una ironía tan burda como hiriente. A1 principio María Coral fingía ignorarme; luego saltó. Tenía el genio vivo y las réplicas le brotaban sin esfuerzo. Discutíamos por naderías y nos insultábamos hasta quedar exhaustos. Una noche de junio, verbena de San Juan, los acontecimientos se precipitaron.

Sucedió que nos peleamos y le arrojé a la cara cuantos reproches me vinieron a las mientes. Estaba muy excitado y la batalla dialéctica se inclinaba a mi favor: María Coral resollaba, tenía los ojos húmedos y los hombros alicaídos. Parecía un boxeador en decadencia. Por último, con la voz rota, me suplicó que me callara, que no le hiciese más daño. Yo debía de tener nublado el cerebro, porque arremetí con nuevos bríos. María Coral se levantó de su silla y abandonó el saloncito. La seguí por los pasillos, entró en su habitación, cerró la puerta y corrió el cerrojo. El diablo me dominaba: tomé carrerilla y cargué mi hombro contra la puerta. Cedió la hoja, saltaron astillas y se desprendieron los goznes. María Coral estaba en pie, frente a la cama, dando evidentes muestras de temor. La tomé en mis brazos, la abracé y la besé. ¿Con ánimo de humillarla? ¡Quién sabe! Ella no se resistió, no hizo el menor movimiento, como ausente o como muerta. Me arrodillé a sus pies y enlacé su cintura. Entonces me rechazó de un rodillazo que dio conmigo en tierra. De un brinco me incorporé de nuevo. María Coral se había tendido en la cama, con los brazos y las piernas separados, los párpados sellados, la respiración agitada. Si yo hubiera tenido un ápice de lucidez habría recogido velas y habría salido quietamente de la alcoba, porque todas las bazas estaban en mi mano, pero yo no discurría con cordura. Me aproximé a la cama, me incliné y puse la mano sobre su ansiado cuerpo yacente. María Coral no se movió.

– Ya te dije que si lo intentabas no me opondría -masculló entre dientes-, pero ya sabes lo que vendrá después.

Retiré la mano y la miré fijamente.

– ¿Cómo puedes decir esto? ¿Acaso nada ha cambiado desde aquella tarde? ¿Todos estos meses de convivencia no han debilitado un milímetro tu decisión?

– Yo no he cambiado. Tú sí, al parecer. Decide pues.

– ¿Cómo es posible tanto egoísmo? ¿Crees que no me debes nada?

– ¿Intentas pasarme la factura?

– No. Sólo quiero que veas hasta qué punto me tratas injustamente. Yo me casé contigo, acepté tus condiciones y las he respetado; cuando estuviste enferma, te cuidé como lo habría hecho un buen marido; vives de mi sueldo. ¿No es suficiente?

María Coral se incorporó, juntó las piernas y se apoyó en los brazos.

– ¿Eso crees? ¿Cómo se puede ser tan idiota? ¿Todavía sigues creyendo que te pagan por tu trabajo y que te ayudan por amistad? ¿Aún no te has dado cuenta de la verdad?

– ¿De qué verdad? ¿Qué insinúas?

María Coral ocultó la cara entre sus rodillas plegadas y rompió a llorar como no la había visto llorar desde su enfermedad.

– ¡Qué tonto y qué ciego y qué desvalido eres, madre mía!

Entonces dijo lo siguiente:

– Todo empezó en el hotel de la calle de la Princesa, donde yo convalecía de aquella enfermedad que no me costó la vida gracias a tu intervención. El médico me había dado de alta y era cuestión de horas que yo abandonase el hotel y me reincorporase a mi trabajo en el cabaret. Lepprince se presentó en la habitación solo, en contra de su costumbre, y después de un largo preámbulo me contó una estúpida historia de soledad, incomprensión y fracaso referida a su mujer. La odia. Se casó con ella por dinero, por el dominio de la empresa, ¿qué creías? Luego vinieron las proposiciones: volver a lo de antes, instalarme en un pisito, pasarme una renta. Yo no accedí de buenas a primeras. Estos últimos años han sido duros y he aprendido a negociar. La oferta era generosa, pero insegura: Lepprince es voluble y, tal como andan de revueltos los tiempos, ¿quién me aseguraba que no lo liquidarían a la vuelta de un mes o de un año? Por lo tanto, puse mis cláusulas al contrato: no quería dinero, ni pisito, ni siquiera un establecimiento comercial o un paquete de acciones. Quería un marido bien situado, decente y trabajador. Lepprince se rió mucho y dijo: «Si sólo es eso, cuenta con él.» Cuando pronunció estas palabras ya debía estar pensando en ti. No le ha salido mal el negocio: tú trabajas para él y me mantienes a mí, de modo que me tiene prácticamente gratis. Cuando te presentaste como mi futuro marido sentí verdadera curiosidad. ¿Qué clase de hombre sería el que aceptaba un trato tan vergonzoso? Por mi cabeza pasaron tres posibilidades: un cínico, un tonto de remate y un desesperado, acosado por las deudas. Lo que jamás supuse es que fueras un idealista que creía en el amor. Cuando me di cuenta de la verdad, tuve lástima de ti e incluso, hasta hoy, un cierto respeto. En estas condiciones, como muy bien comprenderás, nunca podría ser tuya. En estos meses he procurado no amargarte la existencia y ocultarte la verdad. Ahora ya no tiene remedio, puesto que ya sabes cómo soy. La lista de los hombres que han pasado por mi vida es incontable. Tuve que salir de mi pueblo natal para que no me lapidaran. Me uní a los forzudos del circo. Por la comida que me daban tenía que trabajar y darles satisfacción a ambos. Solían turnarse, una noche cada uno, pero a menudo venían borrachos y no respetaban la prelación. Con frecuencia me pegaban. Luego vino Lepprince y luego muchos más. Con uno solo, entre todos, mis relaciones no han sido innobles: contigo. Por eso establecí las condiciones que conoces y por eso lloré en el jardín del balneario. Mi vida es un infierno. Cuando sales de casa camino del trabajo te llevas contigo mi paz. A los pocos minutos llega Lepprince acompañado de Max. Unas veces sólo se queda una hora; otras, más: habla por los codos de sí mismo, de sus negocios, de sus aspiraciones políticas y, últimamente, de su hijo, con el que está muy ilusionado. En estas ocasiones, suele comer aquí, dormir la siesta y leer y escribir cartas por la tarde. Hasta se trae un secretario. Si se hace tarde y teme que vuelvas, llama a sus hombres y hace que te den trabajo extra. Ya ves qué sencillo es todo cuando se tiene dinero y poder. Creo que si, a pesar de todas estas precauciones, te hubieras presentado de improviso, Max te habría liquidado de un pistoletazo. Esa gente no tiene corazón.

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