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– Al menos, amiga mía -le dijo a María Coral-, recemos para que Dios proteja a esos locos.

– Usted rece si quiere, señora; yo me voy con mi marido -fue la respuesta.

Y en dos saltos se plantó junto al coche, se encaramó al asiento posterior y allí se quedó, hecha un ovillo, por ser lugar propio para valijas y no para personas. Lepprince, muy alegre, daba vueltas a la manivela de arranque y yo aferraba el volante con ambas manos. Nos habíamos quitado las chaquetas y a la primera sacudida de la máquina rodó por el suelo mi canotier. Lepprince gritó «¡Hurra!», lanzó al aire su gorra inglesa y se subió al estribo cuando ya el automóvil empezaba a caminar. El chauffeur me gritó algo desde el suelo, pero no puede oír lo que decía. Lepprince cayó de cabeza dentro del coche y empezó a agitar las piernas pidiendo socorro, muerto de risa. Yo pugnaba por mantener firme la dirección, pero el coche daba vueltas y vueltas en redondo. Tan pronto veía a María Rosa Savolta hincada en su pañuelito, con las manos entrelazadas y los ojos gachos, como al chauffeur gesticulando y profiriendo consignas mecánicas. Lepprince había recobrado por entonces su posición normal y agarró el volante, con lo cual, tirando yo de un lado y él de otro, el auto empezó a correr en zig-zag, persiguiendo al chauffeur como si tuviera inteligencia propia, y en una de sus piruetas chafó mi canotier. Luego, sin que mediara intervención alguna, dio un ronquido asmático y se paró. Lepprince saltó al suelo y lo puso de nuevo en marcha. Yo le decía:

– Oh, no. ¡Oh, no! Ya está bien por hoy.

Pero él respondía:

– Nada, nada, un poco más.

Eso decía cuando el coche le dio un empellón y empezó a moverse, lentamente al principio y más rápido después, llevando a María Coral y a mí como únicos ocupantes.

– ¡Haz algo, Javier, para este trasto! -me gritaba María Coral acurrucada en el asiento posterior.

– ¡Eso quisiera yo! -le contestaba, y procuraba no enfilar en dirección a los árboles en espera de que a maquinaria se detuviera por sí misma. Lepprince y el chauffeur corrían detrás del coche unas veces y otras delante, tropezando el uno con el otro y gritando a un tiempo. Sólo Max, bajo un pino, sobre la hierba fresca, parecía dormitar ajeno a la tragedia que se desarrollaba en el calvero.

Por fin, con gran sorpresa por mi parte, logré hacer que el vehículo siguiera el itinerario que yo, aproximadamente, le fijaba. Cuando se detuvo salté gozoso al suelo y ayudé a bajar a María Coral. Lepprince llegó jadeando.

– ¡Lo he logrado! -le dije. Procuraba disimular el temblor nervioso que me agitaba. Él se rió.

– Has empezado bien. Yo no lo hice mejor la primera vez. Ahora es cuestión de practicar y perder el miedo.

He relatado con cierto detalle este incidente en apariencia trivial porque tuvo en el futuro una importancia que a su debido tiempo se verá.

Durante la comida y en el viaje de regreso mi hazaña constituyó el único tema de conversación. Lepprince estaba de un humor excelente, a María Rosa Savolta se le había pasado el susto y María Coral, según percibí observándola de reojo, me admiraba. A lo largo de aquellos meses primaverales, en nuestras frecuentes salidas al campo, seguí adiestrándome en el manejo del automóvil hasta que llegué a dominar, si se me permite la inmodestia, los rudimentos de la conducción.

– ¿Un artefacto de relojería? -preguntó el juez.

El experto emitió un silbido y se frotó las manos.

– No, eso no. Aún es precipitado sacar conclusiones, pero me inclino a creer que fue una bomba Orsini, ya sabe: esas esferas con detonadores que entran en acción al chocar con un cuerpo sólido. Son de muy fácil manejo, sin mecha ni mecanismo; cualquier aficionado las puede utilizar. Son las más populares. Nunca fallan -concluyó en tono propagandístico.

El inspector se asomó al balcón. No había un alma en las aceras salvo el policía que montaba guardia frente al portal. A lo lejos sonaba el tin-tan de un trapero.

– La lanzarían desde la calle. La víctima tenía el balcón abierto.

– ¿Por qué había de tenerlo? Hace frío de madrugada -observó el juez.

El inspector se encogió de hombros y dejó sitio al juez, que midió la distancia que separaba el balcón de la calzada.

– Hay bastante distancia, ¿no cree?

– Sí, eso es cierto -admitió el inspector-. A menos que utilizasen una escalera, cosa poco probable.

– O que la echasen subidos a la capota de un coche -apuntó el experto-. Un coche o mejor un automóvil.

– ¿Por qué mejor un automóvil? -preguntó el juez.

– Porque un coche no es seguro. Los caballos podrían moverse y hacer perder el equilibrio al que estuviera encaramado, con grave riesgo de caerse al suelo con la bomba en las manos.

– Es verdad, bien dicho -reconoció el juez con entusiasmo-. Habrá que reconstruir los hechos. En cuanto a los motivos, ¿qué opina usted, inspector?

El inspector miró al juez de soslayo.

– ¡Cualquiera sabe! Sus enemigos, sus herederos, los anarquistas. Hay miles de posibilidades, maldita sea.

El oficial del juzgado, que había llegado en el ínterin, levantaba un croquis. El experto juzgaba su obra con una sonrisa de superioridad. Los camilleros se habían llevado el cuerpo de la víctima. El médico forense se despidió prometiendo tener listo su dictamen a la mayor brevedad. Acabado el croquis, se retiraron el juez y el oficial. El inspector y el experto se quedaron solos.

– ¿Qué tal un cafetito? -propuso el inspector.

– De primera.

Ya en la calle se toparon con dos individuos que bregaban con el policía de guardia.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el inspector.

– Estos caballeros insisten en subir a la casa, señor inspector. Dicen que son amigos del muerto.

El inspector estudió a los recién llegados. Uno era joven, elegante y seguro de sí mismo. El otro, un hombre maduro, gordo y desaliñado, no cesaba de temblequear y hacer aspavientos.

– Soy el abogado Cortabanyes -dijo el último y este caballero es don Paul-André Lepprince. Somos amigos del señor Parells.

– ¿Cómo se han enterado del suceso?

– Su viuda nos acaba de telefonear y hemos venido a toda prisa. Le ruego que disculpe nuestros modales y nuestra intromisión, pero ya puede figurarse lo que nos ha afectado la inesperada noticia. ¡Pobre Pere! Hace apenas unas horas estuvimos hablando con él.

– ¿Unas horas?

– El señor Parells asistió a una recepción, en mi casa -dijo el señor Lepprince.

– ¿Y no les dijo nada ni advirtieron algo sospechoso en su conducta?

– No sé, no sabríamos decirle -gimió Cortabanyes-. Estamos muy consternados.

– ¿Podemos subir a ver a la viuda? -preguntó el señor Lepprince, que no parecía en absoluto consternado.

El inspector meditó.

– Está bien, suban a ver a la viuda, pero no entren en la casa. La viuda está en el piso de enfrente. Allí hay un guardia que se lo indicará. Yo me ausento unos minutos. A mi regreso hablaremos. Espérenme.

El policía que montaba guardia en el rellano torció el gesto al ver aparecer a Lepprince y a Cortabanyes. Tenía instrucciones de no dejar pasar a nadie sin autorización expresa de sus superiores y así se lo hizo saber a los recién llegados. Éstos le dijeron que habían -sido citados por el inspector para ser interrogados. Eran las últimas personas que habían visto con vida al difunto. Ante las dudas del policía, le apartaron cortés pero firmemente y se colaron de rondón en el piso de la víctima. Una vez en el despacho del viejo financiero, Cortabanyes empezó a temblar.

– No puedo, no puedo -sollozó-. Es superior a mis fuerzas.

– Vamos, Cortabanyes, ya me hago cargo, pero no podemos desaprovechar esta oportunidad. Ayúdame a enderezar la mesa. Mira, no hay manchas de sangre ni nada por el estilo. Empuja, hombre, que yo solo no puedo…

Empujaron el tablero de la mesa y ésta recuperó su posición original. Los cajones no estaban cerrados con llave y Lepprince empezó a revolverlos mientras el abogado le contemplaba paralizado, lívido, con la boca entreabierta.

¡Pobre Parells! ¡Quién había de decirme que cuando nos despedimos aquella noche nos estábamos despidiendo para siempre jamás! Por razones que aún tardaría mucho en comprender, nunca me tuvo simpatía, pero ello no impidió que yo le tuviera en alta estima, no sólo por su inteligencia, sino por su personalidad distinguida, su trato cortés, su cultura… Ya no quedan hombres como él.

Coincidimos por última vez en la fiesta que dio Lepprince, aquella fiesta memorable a la que asistió el rey. María Coral y yo habíamos sido invitados. Cuando acudimos, cohibidos, timoratos y expectantes, no sabíamos que aquel acontecimiento socia l marcaría el fin de una etapa en nuestras vidas. Después de la fiesta, nada volvió a ser como antes. Pero allí, en los lujosos salones de la mansión, entre perfumes, sedas y joyas, rostros conocidos, industriales y financieros, la sórdida realidad parecía muy lejana y sus peligros conjurados.

– ¿A Deauville? Es usted muy amable, señor, pero tendrá que consultar con mi marido.

– Por el amor de Dios, María Coral -la reprendí en uno de los escasos momentos en que nos vimos libres de moscones-, ¿quieres dejar de comportarte como una cocotte ?

– ¿Una cocotte ? -dijo ella, que suplía su ignorancia con una perspicacia muy considerable-. ¿Quieres decir una putilla fina?

Yo asentí sin desarrugar el entrecejo.

– ¡Pero, Javier, si es lo que soy! -respondió alegremente, devolviendo con una sonrisa el guiño de un general caduco y pisaverde.

La exótica belleza de mi mujer no había dejado de causar efecto apenas pusimos el pie en la casa. Los más provectos y sesudos caballeros remedaban en su presencia, con ridícula extravagancia, los modales desenvueltos del calavera de opereta. Yo sentía una mezcla de vanidad y celos que me sacaba de mis casillas.

– ¿Qué, cómo va esa vida, hijo? Muy solicitado te veo -dijo Cortabanyes, que venía en mi busca con un cliente pegado a los talones.

– Ya ve usted -dije yo señalando a María Coral, que por entonces departía con un canónigo-, perdiendo el tiempo y la dignidad.

– ¡Ah, quien puede perder es que algo tiene! -recitó el abogado-. ¿Y ese trabajo, qué tal anda?

– Lento, pero inexorable -respondí en son de broma.

– Pues habrá que acelerarlo, hijo. Esta noche se prevén acontecimientos trascendentales.

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