Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– En estas condiciones, bien podría haberse salvado, ¿no?

– En mi opinión, sí. Me inclino a creer que no murió a causa de la bomba. Un ataque al corazón me parece más verosímil. La bomba no era muy grande. Vea el techo: ni el artesonado ni la lámpara han resultado dañados.

Se oyó una voz en el pasillo que preguntaba:

– ¿Se puede?

Dos hombres hicieron su entrada sin esperar respuesta. Uno era de mediana edad; el otro anciano. El anciano, de enmarañada barba cana y gruesas gafas de concha, llevaba un maletín de médico. El de mediana edad vestía de negro. Éste era el juez y aquél el forense.

– Buenos días, señores, ¿qué ha pasado? -dijo el juez, que debía de ser nuevo en Barcelona.

El médico forense se arrodilló junto al cadáver y lo anduvo toqueteando. Luego pidió por el lavabo.

– No hubo manera de dar con el oficial del juzgado -comentaba el juez-. Se fue hace dos horas a tomar un café y aún no había vuelto cuando salí para aquí. ¡Este país no tiene arreglo!

– Doctor, ¿de qué murió? -preguntó el inspector al médico cuando éste regresó secándose las manos con su pañuelo.

– ¿Yo qué sé? De un bombazo, supongo.

– Pero no hay señales de violencia en el cuerpo.

– ¿Ah, no?

– ¿No ha venido el fotógrafo? En Inglaterra siempre se hacen fotografías del lugar de autos -decía el juez.

– No, señor, no tenemos fotógrafo. Esto no es una boda.

– Oiga usted, aquí soy yo el que dice lo que se ha de hacer. Soy el juez.

Uno de los camilleros asomó la cabeza.

– ¿Nos podemos llevar el fiambre o hemos de esperar a que se descomponga?

– ¡Caballero, más respeto! -reprendió el juez.

– Por mí, está listo -dijo el forense.

– Al menos, hagan un dibujo, un croquis -dijo el juez.

– Yo no sé hacer la o con un canuto -dijo el inspector-. ¿Y usted? -preguntó al experto en explosivos.

– No, no -respondió éste distraído. Había sacado unos tubos del bolsillo y los rellenaba con polvo y esquirlas con ayuda de una diminuta espátula.

– No se puede tocar nada mientras no venga el oficial -protestó el juez viendo que los camilleros estiraban el cadáver por los brazos.

– No nos vamos a pasar aquí toda la mañana -replicaron los camilleros.

– Si yo lo digo, sí -concluyó el juez-. He de levantar acta.

La orquesta atacó la «Marcha real» y Su Majestad don Alfonso XIII hizo su entrada en el salón acompañado de su esposa, la reina doña Victoria Eugenia, y de su séquito y escolta. El rey vestía uniforme de caballería y las luces refulgían en los entorchados. Los invitados, puestos en pie, le tributaron un cálido y prolongado aplauso. Lepprince se destacó de la concurrencia y corrió a rendir pleitesía. El rey, con campechana sonrisa, le estrechó la mano y le palmeó la espalda.

– Majestad…

– Qué casa más bonita tienes, chico -dijo don Alfonso XIII.

Lepprince besaba la mano de doña Victoria Eugenia. María Rosa Savolta, paralizada por una súbita timidez, no conseguía despegarse del núcleo de los asistentes hasta que su marido le hizo gestos imperiosos. Avanzó la timorata joven e hizo reverencias a las augustas personas. Acto seguido, el séquito rompió filas y los reyes y sus acompañantes se mezclaron con los comensales.

– Me ha hecho usted un gran honor viniendo a mi casa -dijo Lepprince dirigiéndose al rey con un familiar «usted», que le pareció menos engolado que el «vos» en una conversación privada.

– ¡Querido amigo! -respondió el monarca colgándose de su antebrazo-, no creas que ignoro que con mi presencia te hago ganar votos para las elecciones municipales de noviembre. Pero a mí también me interesa tu mediación para atraerme a los catalanes. No sé cómo andará mi popularidad por estos andurriales -y los dos se rieron de buena gana.

– ¿Hace mucho que están ustedes casados? -preguntaba doña Victoria Eugenia a María Rosa Savolta-. ¿No tienen ningún pequeño?

– Estoy esperando, Majestad -respondió María Rosa Savolta pudibunda-, y quería rogaros que apadrinarais a nuestro hijo.

– ¡Pues no faltaría más! -exclamó la reina-. Luego hablaré con Alfonso, pero cuenta con ello. Yo tengo dos niños.

– Lo sé, majestad. Lo he visto en las revistas ilustradas.

– Ah, claro.

Menudearon por aquellas fechas nuestras visitas a la mansión de los Lepprince. La primavera estaba ya muy avanzada, si bien los rigores del verano aún no se hacían sentir. Yo me sentía feliz en compañía de Lepprince y de aquellas dos mujeres tan distintas entre sí y tan hermosas. Creo que no me habría cambiado por nadie si tal cosa hubiera estado en mi mano. Entre los gratos recuerdos de aquel período, amalgamados ahora en un solo instante dichoso, hay uno que me ha quedado grabado con singular nitidez. Lepprince, siempre inquieto, siempre a la busca de nuevas emociones y nuevos paisajes, nos había propuesto salir al campo un domingo. Íbamos a ir, como entonces se decía, de pic-nic .

– Estamos demasiado tiempo encerrados entre cuatro paredes -argumentó para vencer las objeciones de su esposa-, necesitamos aire puro, contacto con la naturaleza y un poco de ejercicio físico.

Así quedó convenido. Ellos llevarían la comida y nos pasarían a buscar por nuestro domicilio a las diez de la mañana.

A la hora convenida estaba la limousine en la puerta de nuestra casa y en ella Lepprince y su mujer. Montamos y el automóvil arrancó. A poco de abandonar la ciudad empezamos a subir y subir pendientes pronunciadas que hacían rugir a la limousine, pero no alteraban su paso. Yo iba sentado en una banqueta abatible de espaldas a la marcha, y vi, por el cristal trasero del vehículo, que otro coche nos seguía. No le di ninguna importancia en un principio, ni lo comenté con los demás. Al cabo de una hora, sin embargo, y a pesar de las vueltas y revueltas y de lo intrincado del trayecto, el seguidor no cejaba en su empeño. Algo alarmado se lo hice notar a Lepprince.

– Sí, ya sé que nos sigue un coche. No hay motivo de alarma, si bien me permitiréis que no revele de qué se trata, pues es una sorpresa que os tengo reservada.

No dije más y observé la campiña. Íbamos por un bosque de pinos y encinas, muy tupido, entre cuyo follaje se colaban los rayos del sol. Cuando el bosque clareaba se podía divisar tras la montaña un extenso valle muy frondoso cercado por otras montañas y otros bosques. Iniciamos el descenso y llegamos al valle. Ya en él dimos algunas vueltas hasta encontrar un calvero cubierto de hierbas, matas y tréboles. Su aspecto nos satisfizo: era llano y amplio y en uno de sus lindes brotaba un manantial de agua helada, pura y sabrosa. Corrimos a llenar nuestros vasitos metálicos y a probar aquel agua que parecía medicinal. En esa operación nos cogió la llegada del coche seguidor y comprendí a qué sorpresa se refería Lepprince, porque el misterioso automóvil no era otro que la antigua conduite-cabriolet roja de Lepprince.

– Ah, vaya, era ése -grité alborozado, saludando al automóvil como si de un viejo amigo se tratara-. ¿Y quién va en él?

– ¿No lo adivinas? -dijo Lepprince.

Max.

Los dos automóviles reposaban en un extremo del calvero. A unos metros de distancia el chauffeur procedía a desplegar un mantel y colocar sobre el blanco lino los platos, cubiertos, vasos, botellas y tarteras. Max, sentado debajo de un pino, con el bombín cubriéndole la cara, descabezaba un sueño. Los demás paseábamos por el prado, buscando un trébol de cuatro hojas, siguiendo el vuelo de los pájaros y observando alguna que otra curiosidad: una oruga, un escarabajo. Chirriaba un grillo en el ramaje y borboteaba la fuente; la espesura, mecida por el viento suave, producía un murmullo de sinfonía sacra y lejana. María Rosa Savolta manifestó estar agotada y se sentó en la hierba, no sin que antes su marido hubiera extendido un pañuelo que la protegiera de la suciedad, de la humedad y de los bichos.

– ¡Qué placidez! -exclamó Lepprince, de pie junto a su esposa, abriendo los brazos como si quisiese abarcar en ellos el paisaje. María Rosa Savolta, protegida del sol por su sombrilla, levantó el rostro para contemplar a su marido. La luz diáfana tamizada por el filtro de la hierba daba a su figura un aire de místico éxtasis.

– Es verdad -asentí-. Los que vivimos en la ciudad hemos perdido el sentido de plenitud que da la naturaleza.

Pero Lepprince era mudable y no podía remansar su atención por mucho tiempo. Pronto sacudió la cabeza, hizo chasquear la lengua y gritó:

– Eh, Javier, basta ya de arrobamientos. ¿No te dije que tenía una sorpresa para ti?

Diciendo esto hizo una seña convenida y el chauffeur, que había terminado los preparativos para la comida, montó en el automóvil rojo, lo puso en marcha y lo hizo avanzar lentamente hasta nosotros.

– Sube -dijo Lepprince cuando el chauffeur hubo detenido la máquina y se hubo bajado.

– ¿Adónde vamos? -le pregunté.

– A ninguna parte. El juego estriba en que conduces tú.

Vi una expresión socarrona en sus ojos, mezclada de cariño e insolente reto. Una expresión característica en él.

– Está usted bromeando -dije.

– No seas pusilánime; hay que probarlo todo en esta vida. Especialmente las emociones fuertes.

Jamás pude negarme a nada de cuanto me pedía Lepprince. Subí al asiento del conductor y esperé sus instrucciones. María Rosa Savolta, que seguía nuestros movimientos con bonachona complacencia, pareció advertir entonces la índole de nuestras intenciones.

– ¡Eh! ¿Qué vais a hacer?

– No te asustes, ricura -gritó su marido-, quiero enseñar a Javier a manejar este artefacto.

– ¡Pero si nunca lo ha hecho!

Yo saqué de donde pude una sonrisa de resignación y me alcé de hombros, dando a entender que no obraba por mi voluntad.

– ¡Nos reiremos un rato, ya verás! -dijo Lepprince.

– ¡Os mataréis! ¡Eso es lo único que haréis! -y se volvió a María Coral en busca de ayuda-.Diles algo, a ver si te hacen más caso. Son unos cabezones.

– Déjelos, ya son mayores para ser juiciosos -respondió María Coral, que parecía excitada ante la perspectiva de aquel improvisado espectáculo circense.

Entre tanto, Lepprince me daba instrucciones y el chauffeur también, ambos contradiciéndose y dando por sentado que yo conocía una extraña jerga. Viendo que no lograba disuadir a su marido, María Rosa Savolta decidió adoptar una nueva actitud.

52
{"b":"87582","o":1}