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– Pues yo no voy -concluyó María Coral.

Por supuesto, fuimos a la hora convenida. Yo me sentía un tanto violento y temía una imprevisible salida de María Coral. Sin embargo, mis temores se revelaron infundados, pues nada sucedió. Lepprince nos recibió con campechanía y María Rosa Savolta se mostró cordial y sencilla. Besó a María Coral en ambas mejillas y me comentó, delante de todos, que había sabido elegir una esposa «encantadora, muy bella y muy distinguida». Miré horrorizado a María Coral creyendo que aprovecharía el cumplido para proferir algún denuesto tabernario, pero no fue así. La gitanilla enrojeció, bajó los ojos humildemente y se mantuvo ausente y tímida toda la noche. Lepprince me llevó aparte y me ofreció una copa de jerez seco.

– Cuéntame cosas…, estoy ansioso por conocer de vuestra vida.

Estábamos en un cuarto de proporciones reducidas en el cual Lepprince había instalado su gabinete.

Colgado de una de las paredes había un cuadro que reconocí de inmediato: era la reproducción genuina que antaño había ornado la chimenea del piso de la Rambla de Cataluña. El mismo puente sobre el mismo río, y la misma paz.

– Ahora que trabajas para mí -continuó Lepprince- te veo menos que antes, cuando trabajabas para Cortabanyes.

– Ya ve usted -dije yo-, todo sigue su curso, como este río -señalé hacia el cuadro-. Mansamente la vida se desliza por sus cauces.

– No pareces animado.

– Sí, lo estoy. No me puedo quejar de nada. Y todo gracias a usted.

– No digas bobadas.

– No son bobadas. Nunca podré olvidar lo que le debemos María Coral y yo.

– No quiero ni oír hablar de eso. Además, si algo me debéis, ahora tendréis la oportunidad de pagarme con creces.

– ¿Hay algo que podamos hacer por usted? Cuente con ello.

Se trataba, en resumidas cuentas, de su mujer. María Rosa Savolta, si bien dichosa en su matrimonio, no podía olvidar los pasados sinsabores: la muerte dramática de su padre y los peligros que había corrido Lepprince habían dejado huella en su alma aún tierna. Sufría, de vez en cuando, decaimientos que la sumían en un marasmo de atonía; las pesadillas le turbaban el descanso y los miedos infundados la sobresaltaban de continuo. La cosa, por el momento, no revestía mayor trascendencia, pero Lepprince, siempre atento al bienestar de su esposa, temía que de seguir en aquel estado de agitación, los síntomas se agravasen y condujesen a María Rosa Savolta a un estado rayano en la insania.

– ¡Cielo santo! -exclamé yo al oír esta palabra.

– No hay que alarmarse prematuramente. Puede ser una cosa pasajera provocada por una acumulación de circunstancias aciagas.

– Eso espero. ¿Qué ha dicho el médico?

– No he querido que la viera, por ahora. Supondría para ella un duro suplicio someter su cordura a los fríos análisis de un profesional. En cualquier caso, desconfío de las modernas terapéuticas: acosar al enfermo para que adquiera conciencia de su mal, ¡qué crueldad! ¿No es mil veces más humanitario dejarle en la ignorancia de su dolencia en espera de que la ternura y la tranquilidad hagan su efecto bienhechor?

Convine en que así era.

– Pero -añadí- ¿qué papel desempeñamos nosotros en esto?

– Un papel de vital importancia. Sois jóvenes, recién casados, una pareja que sólo infunde alegría y ansia de vivir. Además, pertenecéis por origen a un círculo ajeno a la empresa, a los Savolta y a todo ese núcleo de la buena sociedad barcelonesa que ha sido escenario de sus padecimientos. Sois un aire nuevo, purificador. Por eso confío en vosotros como su mejor medicina. ¿Puedo contar contigo?

– Cuente usted con ambos para lo que sea.

– Gracias, no esperaba otra cosa. Ah, un último ruego: ella no debe notar nada, ni sospechar siquiera que tú estás al corriente de lo que te acabo de contar. No reveles nada a María Coral; ya sabes cómo son las mujeres: incapaces de guardar un secreto. Vuestro trato debe ser en todo momento afectuoso, pero nunca compasivo.

El mayordomo nos llamó a la mesa. María Rosa y María Coral llegaron al comedor cuando nosotros ya llevábamos un rato aguardando. María Rosa Savolta se disculpó:

– He mostrado la casa a nuestra invitada. Cosas de mujeres.

– Es una casa muy bonita -dijo María Coral- y está decorada con gusto exquisito.

«Vaya», pensé, «¿de dónde habrá sacado esta chica esos modales?» Y me reía en secreto imaginando la cara de María Rosa Savolta de haber presenciado los gestos que provocó su invitación. Pero eso son detalles marginales.

Lepprince había recuperado su aspecto habitual, desenfadado, y bromeaba y llevaba con ligereza el peso de la conversación. Terminada la cena, despidió a los criados y él mismo, en un saloncito contiguo, sirvió el café con una torpeza divertida y un tanto exagerada para provocar la hilaridad de los presentes. Su mujer insistía en ayudarle, pero él la rechazaba con fingida dignidad profesional, me guiñaba el ojo, se reía por lo bajo y daba rienda suelta al buen humor que sus responsabilidades cotidianas le obligaban a encubrir. Una vez cumplidas las funciones de anfitrión, encendió un cigarro, profirió una exclamación de bienestar y reanudó la conversación interesándose por algunos pormenores de mi trabajo. Yo se los expliqué y él dijo:

– No creas que haces una labor baldía, Javier. En noviembre, como tú sabes, habrá elecciones municipales y es muy probable que me presente.

– ¡Vaya, eso seria estupendo! -exclamé.

– Incluso es posible que tengamos que hacer un viaje a París tú y yo para recoger algunos documentos relativos a mi filiación.

Creí desmayarme. ¡A París! Las mujeres protestaron ante semejante discriminación y Lepprince, cogido entre dos fuegos, acabó riendo y pidiendo clemencia. No le dejaron en paz hasta que prometió estudiar la posibilidad de que los cuatro hiciéramos el viaje. Las dos mujeres aplaudieron entusiasmadas.

Se había hecho tarde. María Rosa Savolta dio muestras de cansancio, dejó caer su taza de café, se azoró, rogó que la excusáramos y, tras despedirse cariñosamente de mí y besar una vez más a María Coral, se retiró a sus habitaciones acompañada de su solícito marido. Al quedarnos solos, comenté a María Coral:

– Son una pareja encantadora, ¿no te parece?

– Bah -replicó ella.

– ¿Qué te ocurre? Pensé que te agradaba la conversación.

– Ese hombre me crispa los nervios. ¿Quién se cree que es? Todo lo sabe, todo lo contesta. No es más que un pueblerino, créeme. Un pueblerino adinerado con ganas de impresionar. Y su mujer, vamos, no me negarás que es insoportable. No me digas. Más cursi que un…

– ¡María Coral! No digas esas cosas…

La vuelta de Lepprince interrumpió nuestra disputa. Venía sonriendo y se disculpó en nombre de su mujer por aquella brusca marcha.

– María Rosa está delicada y le conviene descansar. Os ruega que la perdonéis y me ha encargado que os despida en su nombre.

Intercambiamos fórmulas. Lepprince nos acompaño al vestíbulo. En el jardín nos esperaba la limousine negra y al volante el chauffeur adormecido. En el camino de regreso a casa, comenté con María Coral:

– Es extraño, no he visto a Max en toda la noche. ¿Le habrán despedido?

Quizá fue sólo una falsa impresión, pero me pareció que el chauffeur prestaba una atención irónica a mis palabras.

En el rellano encontraron a otro policía que se cuadró como había hecho el que montaba guardia en la calle. De las dos puertas que daban al rellano, una aparecía cerrada y la otra abierta de par en par. El inspector se asomó a la puerta abierta y olfateó un tufillo acre que identificó en seguida. Volvió al rellano y consultó de nuevo el reloj.

– ¿A qué hora fue? -preguntó al policía.

– No lo sé con exactitud, señor inspector. A1 pronto no se nos ocurrió mirarlo. Estábamos de patrulla cuando nos pareció oír una explosión. Corrimos hacia aquí y vimos salir humo de la ventana y gritos, unos gritos tremendos. Llamamos al sereno para que nos abriera el portal, pero el sereno no comparecía, de modo que abrimos descerrajando la cerradura con las culatas. Subimos y encontramos esto. Había muerto. Le llamamos a usted y avisamos a una ambulancia. No tengo idea de cuánto tiempo debió transcurrir, pero no serían más de veinte o treinta minutos en total.

– ¿De dónde procedían los gritos?

– De la casa, señor inspector, de la misma casa. Vivía un matrimonio de cierta edad con una criada. La criada no está. La mujer resultó ilesa y chillaba.

– ¿Sigue ahí la mujer?

– No, señor. Pasó a casa de unos vecinos -señaló la puerta cerrada-. Nos pareció que podíamos dejarla ir, porque parecía muy alterada. ¿Quiere que la traiga?

– No, por ahora no. ¿Ha regresado la criada?

– No, señor inspector. No volverá hasta dentro de unos días. Al parecer se fue a su pueblo el sábado, para no sé qué celebración. La matanza del cerdo, supongo.

– Está bien. Siga de guardia. Vamos a entrar.

Aparte del tufillo dejado por la pólvora, la casa no presentaba señal alguna de violencia. Los jarrones y demás adornos que había en el recibidor y en el pasillo estaban intactos.

– Sin duda fue una bomba de poca potencia -comentó el hombre que acompañaba al inspector-, de otro modo la onda expansiva habría quebrado las porcelanas.

El inspector hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Llegaron ante una gruesa puerta oscura al fondo del pasillo.

– ¿Es aquí?

– Sí, eso creo.

– La puerta es de roble. Ha resistido -dijo el acompañante del comisario tanteando las bisagras apreciativamente-. Buena construcción. Ya no se hacen cosas así.

El inspector abrió la puerta y los dos hombres entraron. Los camilleros se quedaron en el pasillo. La habitación, que debió de ser un despacho, presentaba un aspecto lamentable. Los muebles habían sido derribados, los cuadros estaban caídos, la alfombra, quemada en el centro, renegreaba por los bordes; el papel de las paredes, arrancado por la fuerza de la explosión y la metralla, colgaba en jirones dejando al descubierto lenguas de yeso. Bajo la mesa de caoba, casi cubierto de papeles, había el cuerpo exánime de un hombre. El inspector se inclinó sobre él.

– No tiene sangre en la cara ni en las ropas.

El hombre que le acompañaba, y que debía de ser un experto en explosivos, medía distancias con una cinta.

– Seguramente vio la bomba y echó el cuerpo hacia atrás. La bomba estalló en el suelo, aquí donde la alfombra casi ha desparecido. La onda expansiva derribó la mesa y el cuerpo quedó debajo, protegido por el tablero.

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