Apenas pusimos el pie en nuestra nueva morada, María Coral se afanó en hacer los arreglos pertinentes para dotar a nuestra convivencia de la libertad y seguridad que sus deseos me imponían. No sin rabia por mi parte -pues sus arreglos desbarataban una esmerada distribución del mobiliario- procedió al traslado de mi cama (¿por qué no de la suya?) de la alcoba común a un trastero umbrío. Me cedió generosamente la mitad de un armario de dos cuerpos y me permitió apropiarme de una butaquita, un par de sillas y una lámpara de pie. Me irritó su desprecio por la unidad armónica de la casa, pero reflexionando llegué a la conclusión de que así era mejor. Nuestras relaciones siguieron siendo tranquilas como una balsa de aceite. Ahora nos veíamos menos; casi nunca, a decir verdad, pero su presencia en la casa resultaba palpable a pesar de sus esfuerzos: un sonido, un perfume, una luz en el filo de la puerta, una canción tras un tabique, un suspiro, una tos.
Reanudé mi trabajo en la pequeña oficina que Lepprince había habilitado en un piso del Ensanche, no muy lejos del despacho de Cortabanyes. El trabajo era monótono, metódico y en muchos casos aburrido. Por toda compañía, una solterona que mecanografiaba en receloso silencio las fichas que yo le pasaba manuscritas y un mozo impúber que recorría la ciudad trayendo al anochecer los periódicos, revistas, panfletos y octavillas que obtenía Dios sabe dónde.
Así transcurrían las horas de oficina. Las demás, igual que antes, con ligeras variaciones. Una tarde llegué casa y oí a María Coral que me llamaba desde su habitación. Pedí permiso para entrar y su voz quejumbrosa dijo: «Pasa.»
Estaba en la cama, sudorosa y trémula. Se había puesto enferma y su aspecto me recordó al que presentaba la noche que la encontré medio muerta.
– ¿Qué tienes?
– No sé, me encuentro muy mal. Como hace calor he debido de dormir destapada y coger frío.
– Llamaré a un médico.
– No, no lo llames. Ve a comprar unas hierbas y dame una infusión.
– ¿Qué clase de hierbas?
– Cualquier clase. Todas son buenas. Pero no llames al médico. No quiero saber nada con los médicos.
– No seas inculta. Las hierbas y los potingues no sirven para nada.
María Coral cerró los ojos y apretó los puños.
– Si me quieres hacer el favor que te pido, me lo haces -dijo entre dientes-, pero si vienes a insultarme y a darme lecciones, ya te puedes ir a tomar viento.
– Está bien, no te acalores: te traeré tus hierbas.
Fui a una herboristería, pregunté a la dueña por una infusión eficaz contra el catarro y me dio un cucurucho de hojitas trituradas y resecas que olían bien, pero que no inspiraban ninguna confianza. De vuelta, las puse a hervir en un cazo y le di la mixtura a María Coral, quien, al acabarla, cayó en un sopor jadeante y empezó a transpirar con tal intensidad que temí que se licuara. La tapé con un par de mantas y me quedé junto a su cama, leyendo, hasta que recuperó la respiración normal y se sumió en un sueño tranquilo. Hacia la medianoche se despertó con un respingo que hizo saltar el libro de mis manos y casi da conmigo en el suelo. Empezó a gemir y a manotear, y aunque tenía los ojos muy abiertos no veía nada, como pude comprobar agitando la mano ante sus pupilas dilatadas. Me senté en el borde del lecho y la sujeté por los hombros. María Coral hundió su cabeza en el mío y empezó a llorar. Lloró sin tregua un rato larguísimo, luego se serenó y siguió durmiendo. Velé su sueño hasta la madrugada y entonces me quedé dormido yo también. Al despertarme vi que María Coral no estaba en la cama. La busqué por toda la casa y di con ella en la cocina. Comía una rebanada de pan y un trozo de queso sentada en una banqueta.
– ¿Qué haces aquí? -le pregunté muy sorprendido.
– Me desperté con hambre y vine a picar algo. Tú dormías como un bendito en la butaca. ¿Pasaste ahí toda la noche?
Le dije que sí.
– Has sido muy amable, gracias. Ya estoy bien.
– Quizá, pero es mejor que vuelvas a la cama y no te desabrigues. ¿De veras no quieres que llame a un médico?
– No. Ve a tu trabajo y yo me cuidaré sola.
Me fui a trabajar. Cuando regresé María Coral no estaba en casa. Llegó tarde, me saludó fríamente y se encerró en su cuarto sin darme ninguna explicación. No quise preguntarle nada. Al fin y al cabo, tampoco habría podido responder a lo que a mí me intrigaba, es decir, el motivo de su llanto. ¿Una pesadilla?, ¿un desahogo natural provocado por el brebaje? Preferí olvidar aquel incidente; sin embargo, durante mucho tiempo, siempre que recordaba la imagen de María Coral la veía en aquella situación, llorando sobre mi hombro.
Nemesio Cabra Gómez abandonó el sendero y se adentró entre arbustos y zarzas. El paraje no era particularmente agreste, pero la noche le confería un aditamento de riesgo y grandeza que la luz diurna minimizaba. Nemesio caía y se levantaba dejando jirones de sus ya malparadas ropas en las ramas y los matojos. El terreno ascendía en una cuesta pronunciada y el improvisado escalador empezó a jadear y a toser, pero no se detuvo. La noche, muy fría y húmeda, no dejaba intersticios a la luna. Con ayuda de las manos y las rodillas, Nemesio trepó por la ladera de la montaña y llegó a una explanada ante la que se detuvo. Se acurrucó entre la vegetación y esperó hecho un ovillo, tiritando de frío y de miedo, hasta que sus ojos enrojecidos percibieron en el horizonte una indecisa claridad. Entonces se levantó; cruzó la explanada y se pegó al muro de piedra rojiza sin ser visto por los centinelas. El castillo dormía. La claridad iba en aumento. Rozando el muro exterior, llegó a una poterna cerrada y flanqueada por almenas en las que las siluetas de dos hombres arrebujados en sus capotes empezaba a perfilarse contra el gris de la mañana. Atravesó a gatas el espacio abierto y se incorporó una vez ganado el cobijo de la muralla… Pocos metros más allá se iniciaban los fosos terroríficos de Montjuic. Por el sendero que llevaba a la poterna riel castillo avanzaba un capellán montado a mujeriegas en un pollino. Se identificó y los centinelas le abrieron el portón. Nemesio, desde su escondrijo, vio llegar dos teches de caballos: uno transportaba paisanos; el otro, militares. Ya se había levantado la mañana y la ciudad se hizo visible a los ojos del oculto. Frente a sí veía los muelles del puerto, a su derecha se extendía el industrioso Hospitalet, cegado por el humo de las chimeneas; a su izquierda, las Ramblas, el Barrio Chino, el casco antiguo, y más arriba, casi a sus espaldas, el Ensanche burgués y señorial. Dentro, el castillo se animaba: sonaban voces de mando, toques de clarín y redoble de tambores, corridas, taconazos, el cling-clang de los pestillos, candados, cadenas y rejas. Una portezuela lateral se abrió y el cortejo hizo su aparición. Delante desfilaba la tropa; le seguía la recua de los condenados y cerraban la marcha el capellán y las autoridades. El hombre del chirlo avanzaba con aire grave, los ojos en tierra, concentrado en sus pensamientos. Julián le seguía, muy pálido, los ojos hundidos y el andar vacilante, como si sus guardianes, sabedores de su próximo e inexorable fin, no hubieran cuidado de sanar su herida. El jovencito que Nemesio había visto llorar en la Jefatura ya no lloraba; se habría dicho que no era de este mundo: caminaba como un autómata y sus ojos desorbitados parecían embeber el aire azul de la mañana. Nemesio no pudo contenerse, se puso en pie abandonando su refugio y gritó. Nadie le prestó atención y el grito fue acallado por el grave redoble de tambores. Vendaron los ojos a los condenados, el sacerdote pasó junto a ellos musitando una plegaria, el pelotón ya formado. Un oficial dio las órdenes pertinentes, hubo una descarga cerrada y Nemesio se desmayó.
Al recobrar el sentido, el sol estaba muy alto. Por entre las zarzas, sin sentir los pinchos, llegó al sendero. Se sentó en un poyo. Allí lo encontró, ya de noche, un carretero que subía víveres para la guarnición del castillo. Viéndolo medio desnudo y ensangrentado, con la vista perdida en el infinito y la boca colgante, lo tomó por un enfermo. Dio aviso a la guarnición y un piquete salió en su búsqueda. El médico dictaminó demencia y Nemesio Cabra Gómez fue conducido, sin haber pronunciado una palabra inteligible, al Sanatorio de San Baudilio de Llobregat. Más de un año había de pasar allí solo, corroído por el remordimiento y las imágenes que acababa de presenciar. Más de un año había de transcurrir hasta que el comisario Vázquez, revisando el archivo del asunto Savolta y estableciendo las intrincadas relaciones que le conducirían al destierro, recordó a aquel extraño personaje y le fue a visitar.
María Rosa Savolta dio un gritito y dejó caer la taza de café sobre la alfombra. Sin inmutarse, Lepprince pulsó un botón repetidas veces. A poco acudió el mayordomo enfundado en un batín y luchando por desprenderse la bigotera que se le había enredado en las orejas.
– ¿Llamaba el señor?
– Recoja esto -dijo Lepprince simulando no ver la bigotera.
El mayordomo retiró la taza, la cucharilla y el plato y cubrió con una servilleta la mancha humeante y parduzca. Salió y regresó con un nuevo servicio de café, hizo una reverencia y volvió a salir.
– Perdóname, ¡qué torpe soy! No sé lo que me ocurre; a veces se me va la cabeza. Estoy desolada.
– No tienes por qué disculparte, mujer -atajó vivamente Lepprince-. Estas cosas le ocurren a cualquiera.
Al decir esto me lanzó una mirada furtiva y yo, recordando sus palabras, desvié la conversación. Estábamos en la espléndida torre que Lepprince había comprado en la ladera del Tibidabo. La invitación nos llegó una tarde por correo y nos causó, a María Coral y a mí, una lógica sorpresa. Pero no había confusión posible: los señores de Lepprince tenían el honor de invitar a los señores de Miranda el próximo miércoles a cenar en su casa, etcétera. María Coral manifestó que no iría.
– No estoy dispuesta a representar esta comedia. Buenas noches, señora, espléndida cena, señora -remedó paseando por la salita y moviendo exagerada y groseramente las caderas-. ¡Mierda seca!
– No te pongas así. La cosa no es para tanto. Lepprince nos quiere ver y nos invita, nada más. Hace un siglo que no sabe de nosotros. Bien pensado, hemos quedado mal con él; al fin y al cabo, le debemos mucho, ¿no crees?
– No empieces a revolcarte como una marrana. Tú te ganas tu jornal honradamente.
– Tonterías -repuse sin alzar la voz, tratando de ser convincente-. Por mis propios méritos jamás habría logrado una posición semejante a la que gozamos. Además, en esta ocasión no se trata de hacer planteamientos radicales, sino de aceptar una invitación, pasar una tranquila velada y adiós muy buenas.