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– ¿Desea desayunar el señor?-me preguntó un camarero.

– Sí, por favor.

– ¿Chocolate, café o té?

– Café con leche, si el café es bueno.

– Excelente, señor. ¿El señor desea croissants , tostadas o bollería fina?

– Un poco de todo.

– ¿Desayunará solo el señor, o sirvo también el desayuno de la señora?

– Sólo el mío… No, aguarde, traiga lo mismo para la señora.

Mientras elegía mi desayuno había visto aparecer a María Coral, todavía soñolienta y malhumorada. Pero su aspecto no logró engañarme: había bajado a desayunar conmigo. Me levanté, acerqué su silla para que se sentara, le informé de lo que nos iban a traer y me sumergí en la lectura del periódico. El mal trago de la noche había sido superado; no obstante, flotaba en el ambiente una carga eléctrica que presagiaba nuevas angustias. Decidí precipitar los acontecimientos. Después de comer propuse a María Coral subir a nuestros aposentos «a echar una siestecita». Ella me miró muy fijamente.

– Sé lo que quieres -respondió-. Ven a dar un paseo y hablaremos.

Deambulamos en silencio por el jardín y, al llegar al límite, nos sentamos en un banco de piedra. La piedra estaba fría, las hojas de los árboles murmuraban, piaba un pájaro; nunca olvidaré aquella escena. María Coral me dijo que había meditado al respecto y que la situación exigía una puesta de puntos sobre las íes. Declaró haberse casado conmigo por interés, sin que mediase sentimiento alguno en su decisión. Tenía la conciencia tranquila porque suponía que yo no era víctima de un engaño y que también la había desposado como medio de obtener algún provecho; asimismo, lo que de reprobable pudiera tener aquella boda quedaba compensado por el hecho de que, al contraerla, había evitado que sus angustiosas circunstancias la condujeran a trances mil veces peores.

– Hemos empezado al revés -añadió-. Las personas se conocen primero y se casan después. Nosotros nos hemos casado sin apenas conocernos.

Partiendo de esta base, y por encima del formalismo de nuestro vínculo, debíamos proceder como personas sensatas. Una intimidad improvisada sólo podía conducirnos a tensiones y recelos; sería caldo de cultivo de odios y rencores. Por otra parte, ella se consideraba una mujer decente (lo dijo con humildad, bajando los ojos, y un leve rubor pasó por sus mejillas tersas). Entregarse a mí le hubiera parecido una suerte de prostitución.

– Sé que mi vida no me autoriza a exigir respeto. Es cierto que trabajé como acróbata en los más nauseabundos locales, pero, al margen de mi trabajo, siempre fui digna.

En sus ojos brillaba la necesidad de ser creída. Una lágrima se asomó a sus párpados como un inesperado visitante, como la primera brisa de la primavera, como las primeras nieves, como la primera flor que brotó en la tierra.

– Si me uní a Lepprince fue por amor. Yo era una niña y su personalidad y su riqueza me deslumbraron. No supe estar a su altura. Me desvivía por complacerle, pero veía la irritación en sus gestos y sus palabras y sus miradas. Cuando me puso en la calle, lo acepté como justo. Fue el primer hombre de mi vida… y el último, hasta hoy. Siempre te respetaré si me respetas. Si quieres mi cuerpo, no te lo negaré, pero ten por seguro que me habrás envilecido si me tomas; y es muy posible que te abandone: De ser así, tú serás responsable de lo que ocurra luego. Decide tú: eres el hombre y es lógico que mandes. Date cuenta, sin embargo, que lo que ahora decidas lo tendrás que cumplir.

– Acepto tus condiciones -exclamé.

Se inclinó y besó mi mano. Así transcurrieron aquellos días en el balneario. Entonces los califiqué de placenteros; ahora los juzgo felices. Mejor así. Hay sucesos felices cuando acontecen y amargos en el recuerdo, y otros, insípidos en sí, que al transcurrir el tiempo se tiñen de un nostálgico barniz de felicidad. Los primeros duran un soplo; los segundos llenan la vida entera y solazan en la desgracia. Yo, personalmente, prefiero éstos. El pacto establecido entre María Coral y yo se cumplió con meticulosidad: Nuestras relaciones eran de una concreción geométrica, aunque por mi parte al menos no hubo violencia ni esfuerzo en la observancia de las cláusulas. María Coral resultó una compañera callada, discreta, con la que apenas crucé media docena de comentarios casuales al día. Solíamos pasear por separado y, si en el laberinto del jardín coincidíamos, nos deteníamos brevemente, intercambiábamos una frase y reanudábamos nuestro paseo independiente. Las frases a que aludo eran, no obstante, cordiales. Comíamos y cenábamos juntos por mera conveniencia social y porque a María Coral le resultaba cómodo que yo eligiera el menú: la carta, con sus nombres en francés, le producía desconcierto.

– Me pregunto si antes de ahora has comido algo más que bocadillos de chorizo -le dije un día.

– Tal vez, pero al menos no intento aparentar que sólo he comido caviar y langosta -recibí por réplica.

Yo me reía de sus bruscas salidas, pues era en esos instantes cuando María Coral mostraba lo mejor de sí misma, su verdadera personalidad de niña pobre y asustada. Tenía entonces diecinueve años. Ella no se daba cuenta, pero nadie hasta entonces la había comprendido como yo la comprendía. Y, por mi parte, aunque no quería confesármelo, abrigaba la esperanza de que la opaca ternura que por ella sentía tuviera, un día no lejano, su recompensa. El ambiente del balneario, tan sosegado, era propicio a este tipo de ensoñaciones. La calma imperaba con omnipresencia indiscutida; María Coral y yo éramos los únicos miembros jóvenes de aquella achacosa comunidad. Muchos clientes, según supe por un camarero, no abandonaban nunca sus habitaciones; algunos, ni el lecho, esperando consumirse para siempre. Y salvo nosotros dos, ninguno llegaba en sus paseos al final del jardín, si no era en silla de ruedas o del brazo de un miembro del servicio, solícito. Entre aquellos seres desguazados, trabé amistad con un viejo matemático que se declaró inventor de varios ingenios revolucionarios incomprensiblemente ignorados por el gobierno. Divagaba sobre el movimiento continuo y su aplicabilidad a la extracción del agua de las capas freáticas por el propio impulso de ésta. La incoherencia de sus argumentos y un cierto balbuceo de su voz daban a esos términos una dimensión lejana y poética, de cuento infantil. También descubrí a un polvoriento político radical, empeñado en hacerme admirar sus escandalosas aventuras de faldas que sin duda eran producto de su imaginación en el largo retiro del balneario, fruto de la soledad, como germina la enredadera en las agrietadas paredes de un claustro abandonado. Una tarde, poco antes de la puesta del sol, nos hallábamos en la terraza el viejo político y yo, medio adormecidos. El jardín estaba desierto en apariencia. De pronto, de un macizo de cipreses recortados en arco, surgió María Coral que paseaba sola, con aire decidido. El político se caló los quevedos, se mesó la perilla y me dio con el codo.

– Joven, ¿ha visto usted ese pimpollo?

– Esa dama, caballero, es mi esposa -le respondí.

V

Despuntaba el alba y el cielo limpio, sin nubes, esparcía una luz tenue y concreta sobre las calles desiertas. El automóvil se detuvo en el chaflán y dos hombres enfundados en sus gabanes contra el relente matutino descendieron y consultaron al unísono sus respectivos relojes. Sin pronunciar una palabra los dos hombres se dirigieron hacia un policía uniformado que montaba guardia frente al portal de una casa. El policía se cuadró en presencia de los recién llegados. Uno de los hombres sacó una petaca y ofreció tabaco y papel a los demás. El policía aceptó y durante un rato liaron sendos pitillos.

– ¿Ustedes lo vieron? -preguntó el que había ofrecido tabaco al policía.

– No, inspector. Oímos la explosión y vinimos corriendo.

– ¿Algún testigo?

– Por ahora no, inspector.

Tras las ventanas de las casas vecinas, rostros curiosos escrutaban ocultos por visillos y persianas. El sereno hizo su aparición con andares vacilantes. Era obeso y entrado en años y arrastraba el chuzo como si fuera una pieza suelta de su tosca estructura. Tenia los bigotes lacios, tristes, teñidos de nicotina, los ojos abotargados y huidizos y la nariz bermeja.

– A buena hora llega usted -le dijo el hombre que había ofrecido tabaco.

El sereno callaba y ocultaba el rostro bajo la visera de su gorra.

– Déme su nombre y su número. Le va a caer un buen paquete.

– Me quedé un poco dormido, señor. A mi edad…, ya se sabe -se disculpaba el sereno.

– ¿Dormido? ¡Borracho, querrá decir! ¡Si apesta usted, hombre, si apesta usted!

Mientras el inspector apuntaba los datos del réprobo funcionario hizo su aparición una estrepitosa ambulancia de la que descendieron dos enfermeros adormilados. Abrieron la puerta trasera del vehículo y sacaron unas angarillas que procedieron a montar en la acera con gestos cansinos. Cuando tuvieron montado el utensilio lo tomaron de los extremos y se dirigieron al grupo arrastrando los pies.

– ¿Es aquí?

– Sí. ¿Quién les avisó? -quiso saber el inspector.

– Servidor -dijo el policía.

– ¿Hay alguien herido? -preguntó uno de los enfermeros rascándose el mentón sin afeitar.

– No.

– ¿Entonces por qué nos han hecho venir?

– Hay un muerto. Sígannos -dijo el inspector entrando en el zaguán.

El regreso a Barcelona nos enfrentó a una realidad casi olvidada. Nada más bajar del tren, sensibilizado por la ausencia, percibí una cierta tensión en el ambiente, fruto de la crisis. La estación estaba abarrotada de pedigüeños y desocupados que ofrecían solícitos sus servicios a los viajeros. Niños harapientos corrían por los andenes tendiendo sus manos, vendedores ambulantes voceaban mercancías, la guardia civil controlaba el tráfico de los vagones y hacía formar en míseras escuadras a los inmigrantes. Damas de caridad seguidas de criados que acarreaban espuertas repartían bollos entre los necesitados. En las paredes y tapias se leían inscripciones de todo signo, la mayoría de las cuales incitaban a la violencia y a la subversión. En el camino a casa presenciamos una reducida manifestación de obreros que reclamaban mayores emolumentos. Apedrearon un automóvil del que salió una dama con el rostro ensangrentado, chillando histéricamente, a refugiarse en un portal.

Mi estancia en el balneario había sido un interludio; ahora, de nuevo en Barcelona, la tragedia se reanudaba con la misma violencia y el mismo odio, sin alegría y sin objetivo. Tras años y años de lucha constante y cruel, todos los combatientes (obreros y patronos, políticos, terroristas y conspiradores) habían perdido el sentido de la proporción, olvidado los motivos y renunciado a los logros. Más unidos por el antagonismo y la angustia que separados por las diferencias ideológicas, los españoles descendíamos en confusa turbamulta una escala de Jacob invertida, cuyos peldaños eran venganzas de venganzas y su trama un ovillo confuso de alianzas, denuncias, represalias y traiciones que conducían al infierno de la intransigencia fundada en el miedo y el crimen engendrado por la desesperación.

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