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– Quítate del paso -ordenó el policía.

– ¿Qué ocurre? -pregunto Nemesio.

– Traen a unos detenidos peligrosos -le confió el otro.

Nemesio aguardó conteniendo la respiración. Desde su rincón veía la puerta de entrada y, estacionado frente a ella, un coche de carrocería metálica sin aberturas. Del coche al interior del edificio, una doble hilera de agentes armados formaba pasillo. Sacaron del coche celular a los detenidos. Nemesio quería huir, pero el policía lo tenía firmemente asido por el brazo. Reinaba un silencio sólo interrumpido por el tintinear de los grilletes. Los cuatro detenidos hicieron su entrada. El más joven lloraba; Julián había perdido la boina, tenía un ojo amoratado y manchas de sangre en la zamarra, apretaba una mano esposada contra el costado y las piernas se le doblaban al andar; el hombre del chirlo parecía sereno, aunque profundas ojeras circundaban sus párpados. Nemesio creyó morir.

– ¿Qué han hecho? -susurró al oído del policía que le vigilaba.

– Parece ser que mataron al Savolta -fue la respuesta.

– Pero Savolta murió a la medianoche de Fin de Año.

– ¡Cierra la boca!

No se atrevió a decir que él estaba con los detenidos a esa hora en el estudio fotográfico donde Julián le había llevado por la fuerza. Temió verse implicado en el asunto y obedeció callándose. Pero fue inútil, porque el hombre del chirlo le había visto. Tocó con el codo al Julián, que levantó los ojos del suelo y miró a Nemesio.

– ¡Nos vendiste por fin, hijo de la gran puta! -chilló Julián con una voz que parecía brotarle de las entrañas.

El policía que le custodiaba le dio un golpe con la culata del mosquetón y Julián cayó al suelo.

– ¡Llévenselos! -ordenó un individuo de paisano.

La triste comitiva pasó junto a Nemesio. Dos policías arrastraban por las axilas a Julián, que iba dejando un rastro de sangre a su paso. El hombre del chirlo se detuvo a la altura del confidente y le dirigió una sonrisa helada y despectiva.

– Debimos haberte matado, Nemesio. Pero nunca pensé que hicieras esto.

Los guardias le obligaron a seguir. Nemesio tardó unos instantes en recobrarse. Se soltó violentamente del policía que le sujetaba y corrió escaleras arriba. En el pasillo se tropezó con el comisario Vázquez.

– ¡Comisario, esos hombres no fueron! Se lo puedo asegurar. Ellos no mataron a Savolta.

El comisario lo miró como si viera una cucaracha paseándose por su cama.

– Pero… ¿aún no te has ido? -dijo enrojeciendo.

– Comisario, esta vez tendrá que oírme quiera o no quiera. Estos hombres no fueron, estos hombres…

– ¡Llévenselo de aquí! -gritó el comisario apartando a Nemesio y prosiguiendo su camino.

– ¡Comisario! -imploraba Nemesio mientras dos fornidos policías lo llevaban en volandas hacia la puerta-. ¡Comisario! Yo estaba con ellos, yo estaba con ellos cuando mataron a Savolta. ¡¡Comisario!!

Cortabanyes se reunió con Lepprince en la biblioteca. Éste paseaba nervioso, con el rostro grave y el gesto brusco. Aquél a cuestas con su pesada digestión, escuchaba las explicaciones apoltronado en un butacón, atento a las palabras del otro, con el labio colgante y los ojos entreabiertos. Cuando Lepprince hubo concluido, el abogado se restregó los ojos con los puños y tardó en hablar.

– ¿Sabe más de lo que dice o dice más de lo que sabe? -preguntó.

Lepprince se detuvo en mitad de la biblioteca y miró de hito en hito a Cortabanyes.

– No lo sé. Pero no es momento de retruécanos, Cortabanyes. Sepa lo que sepa, es peligroso.

– Si no tiene nada concreto entre manos, no. Está viejo y solo, ya te lo he dicho. Dudo mucho que a estas alturas emprenda una aventura que no le reportaría ningún bien. Si sólo sospecha, se callará. Hoy estaba excitado, pero mañana verá las cosas de modo diferente. Le conviene no armar jaleo. Le convenceremos de que pida el retiro y se conforme con la grata tarea de cortar cupones.

– ¿Y si no son meras sospechas lo que le ronda por la cabeza?

Cortabanyes se mesó los escasos cabellos de su occipucio irregular.

– ¿Qué puede saber?

Lepprince reanudó los paseos. La calma del abogado le restauraba la confianza, pero le sacaba de quicio.

– ¡Y a mí qué carajo me preguntas! ¿Crees que nos lo va a decir? -se quedó inmóvil, con la boca abierta, la vista fija y una mano levantada-. ¡Espera! ¿Recuerdas…? ¿Recuerdas la famosa carta de Pajarito de Soto?

– Sí, ¿crees que la pueda tener Pere Parells?

– Es una posibilidad. Alguien tuvo que recibirla.

– No, no es probable. Hace ya mucho tiempo de aquello. ¿Por qué se habría callado Parells durante tres años y ahora…? Porque ahora los negocios van mal -se contestó a sí mismo como tenía por costumbre-. Es una hipótesis. Aunque lo dudo. Ante todo, y eso ya lo hemos discutido mil veces, no es seguro que haya existido tal carta. Sólo tenemos el testimonio de aquel loco que se lo confió a Vázquez.

– Vázquez le creyó.

– Sí, pero Vázquez está muy lejos.

Lepprince no añadió nada y los dos hombres guardaron silencio hasta que Cortabanyes dijo:

– ¿Qué piensas hacer?

– Aún no lo he decidido.

– Yo te aconsejaría…

– Ya sé; calma

– Y, sobre todo, nada de…

Llegaba un gran revuelo del salón contiguo. La orquesta enmudeció, se oían trompetas y piafar de caballos en el jardín.

– Ya están aquí -dijo Lepprince-. Vamos con los demás, luego seguiremos hablando.

– Oye -dijo el abogado antes de que Lepprince alcanzara la puerta de la biblioteca.

– ¿Qué quieres? -contestó Lepprince con impaciencia.

– ¿Es imprescindible que sigas teniendo a Max pegado a tus talones?

Lepprince sonrió, abrió la puerta y se reunió con sus invitados. La voz del mayordomo reclamando atención impuso un silencio expectante en el que resonó el anuncio pomposo:

– ¡Su Majestad el Rey!

Cenamos en el comedor del hotel y, acabada la cena, dimos una vuelta por los salones. En uno se bailaba a los acordes de una orquesta que interpretaba valses, pero como la clientela del balneario había ido a curar enfermedades más que a divertirse, los danzantes eran pocos y patosos. En otro salón, en el que ardía una chimenea, cotorreaban señoras de complicados peinados y desproporcionados buches. Un tercer salón estaba destinado al juego. Al reintegrarnos a nuestros aposentos, lo artificioso de la situación se hizo patente, nuestros movimientos se volvieron torpes y remoloneamos por el saloncito sin ton ni son. Por fin María Coral rompió el silencio con unas simples y lógicas palabras que, pronunciadas en aquellas circunstancias, sonaban a declaración de principios:

– Tengo sueño. Me voy a dormir.

Era una iniciativa y me dispuse a secundarla sin replicar. Tomé del armario mi pijama y mi bata y me metí en el cuarto de baño. Allí me cambié con calma, dando tiempo a que María Coral hiciera lo mismo. Acabados mis arreglos encendí un cigarrillo y lo fumé creyendo que me ayudaría a meditar, pero no fue así: se consumió dejando mi cabeza tan vacía como lo había estado en las últimas semanas. En el cuarto de baño hacía frío; notaba las extremidades anquilosadas y un cierto estremecimiento medular. Era una imprudencia seguir allí, sentado en el borde de la bañera, huyendo de nada en ninguna dirección. Decidí afrontar los hechos e improvisar una conducta digna sobre la marcha, abrí la puerta y salí. El dormitorio estaba oscuro. La luz que salía del cuarto de baño me permitió distinguir la silueta del lecho. Apagué la luz y avancé a tientas. Tuve que rodear la cama palpando los bordes porque María Coral ocupaba el lado próximo a la puerta del baño y no era cosa de pasar por encima. Su respiración me pareció regular y profunda y deduje que dormía. Me dije que así era preferible, me quité la bata y las pantuflas y me deslicé entre las sábanas, cerré los ojos y traté de dormir. Me costó bastante; antes de caer vencido por el sueño, tuve tiempo de pensar un buen montón de banalidades: que no había dado cuerda al reloj, que no sabía si Lepprince había pagado el hotel de antemano, que no tenía noción de cómo administrar las propinas al servicio, que no había enviado mis mudas a lavar. No sé cuánto debió de durar aquel sueño, pero sin duda fue breve y ligero porque desperté bruscamente, con la cabeza clara y los nervios tensos. Junto a mí sentía la presencia de un cuerpo cálido, mis dedos asían los frunces de un camisón sedoso. Un tipo u otro de acción se imponía, pero Dios y el diablo parecían haber desertado del campo de batalla. Existen momentos en la vida en los que uno sabe que todo depende de la intuición y habilidad repentinas, y ese momento era el presente y yo tenía en la cabeza un borrón en el lugar de las ideas. Oí las campanas de un reloj lejano: las dos. Experimenté el mismo desamparo que un excursionista perdido en la intrincada espesura y que, al límite de sus fuerzas, ve caer la noche y reconoce haber pasado antes por aquel mismo lugar. Al final conseguí conciliar el sueño.

Contra todo pronóstico, al despertar me sentía de buen humor. Era una mañana radiante; los rayos de luz entraban por las rendijas de las cortinas formando círculos en el suelo, como en un escenario liliputiense. Brinqué de la cama, pasé al cuarto de baño, me afeité, aseé y vestí, eligiendo con esmero las prendas más adecuadas para ese día solemne de primavera. Cuando hube terminado regresé al dormitorio. María Coral seguía dormida. Tenía una forma inusual de dormir, tendida boca arriba y tapada hasta la barbilla, con las manos sobresaliendo por encima del cobertor. Recordé la postura de los perros que se tumban panza al aire y levantan las patas para ser acariciados por sus dueños en la tripa. ¿Sería ésa la ocasión? Vacilé, y en estos casos, ya se sabe, una vacilación equivale a una renuncia. O a una derrota. Descorrí las cortinas y el sol invadió la estancia sin perdonar rincón. María Coral entreabrió los ojos y emitió unos ruidos quejosos, mitad gruñido, mitad resuello.

– Levántate; mira qué día tan bueno -exclamé.

– ¿Quién te ha mandado despertarme? -fue la respuesta.

– He creído que te gustaría disfrutar del sol.

– Pues has creído mal. Di que suban el desayuno y cierra las cortinas.

– Cerraré las cortinas, pero no voy a ordenar el desayuno. Yo bajo ahora mismo a desayunar al jardín. Si quieres, te reúnes conmigo, y si no, te apañas.

Volví a correr las cortinas, tomé mi bastón y mi sombrero y bajé al comedor. Las cristaleras estaban abiertas de par en par y algunas personas ocupaban las mesas de la terraza. Sólo unos viejecitos preferían tomar el sol en el interior, cobijados del aire que resultaba fresco y hasta doloroso por su increíble pureza. Una brisa intermitente mecía los arbolillos del parque.

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