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Nos casamos una mañana de abril. A la ceremonia no asistió nadie salvo Serramadriles y unos desconocidos empleados de Lepprince, que firmaron como testigos. Lepprince no acudió a la iglesia, pero nos esperaba en la puerta. Me dio la mano e hizo lo mismo con María Coral. Me llevó aparte y me preguntó si todo había salido bien. Le dije que sí. Él me confesó que temía que la gitana se arrepintiera en el último momento. Ciertamente, María Coral había vacilado antes de dar el sí, pero su voz sonó imperceptible y trémula y la bendición sacerdotal se cerró como una compuerta tras su asentimiento.

Y emprendimos nuestra luna de miel. Fue obra de Lepprince, que la organizó a mis espaldas. Yo no quise aceptar aquel disparate, cuando me dio los billetes del tren y la reserva del hotel, pero insistió con tal firmeza que no me pude negar. Tras un viaje fatigoso llegamos a nuestro destino. En el tren no nos dijimos ni palabra. La gente debía de notar que éramos recién casados, porque nos lanzaba irónicas miradas y, a la primera ocasión, abandonaba el departamento y nos dejaba a solas.

El lugar elegido por Lepprince era un balneario de la provincia de Gerona al que se llegaba en una destartalada diligencia tirada por cuatro pencos moribundos. Constaba de un hotel señorial y unas pocas casas circundantes. El hotel tenía un extenso jardín bien cuidado, al estilo francés, con estatuas y cipreses. Terminaba en un bosquecillo que atravesaba un sendero por el cual se llegaba a la fuente termal. La vista era espléndida y agreste, y el aire, purísimo.

Nos recibieron con una cordialidad desmedida. Era la hora del té y en el jardín había mesas de hierro forjado y mármol, protegidas con parasoles de colorines, donde grupos y familias merendaban. Se respiraba un sosiego que ensanchaba el alma.

Nuestros aposentos estaban en el primer piso del hotel y, a juzgar por lo que luego pude ver, eran los más suntuosos y los más caros. Constaba la suite de alcoba, baño y salón. Éste y la alcoba tenían ventanales que daban a una terraza donde florecían rosales en tiestos de cerámica azul. El mobiliario era regio y la cama, más ancha que larga, estaba cubierta por un dosel del que pendía la mosquitera. En cada una de las piezas había un ventilador eléctrico que renovaba el aire y agitaba tiras de papel que ahuyentaban a los insectos procedentes del parque.

María Coral se quedó deshaciendo el equipaje y yo salí a dar un paseo por el exterior. Al pasar junto a las mesas, los caballeros se incorporaban y me saludaban, las señoras inclinaban las cabezas y las jovencitas miraban tímidamente sus humeantes tazas de té, como si leyeran en los posos de la infusión un romántico futuro. Yo correspondía muy divertido a los ceremoniosos saludos con sombrerazos de mi panamá.

La mujer de Pere Parells y otras señoras señalaban a los invitados que caían en su campo visual y secreteaban acompañando sus garrulerías con risas maliciosas o con severos gestos de repulsa, según la índole de los comentarios. La entrada del viejo financiero les hizo callar.

– Vámonos -dijo Pere Parells a su mujer.

– ¡Cómo! -exclamaron las señoras-, ¿se van ya?

– Sí -dijo la esposa de Pere Parells levantándose. Los años le habían enseñado a no preguntar y a no contradecir. Su matrimonio era un matrimonio feliz. En el vestíbulo preguntó a su marido si pasaba algo.

– Ya te lo contaré. Ahora vámonos. ¿Dónde tienes tu abrigo?

Una criadita trajo varios abrigos hasta que los señores identificaron los suyos. La criadita pidió disculpas por su torpeza, pero era nueva en la casa, alegó. Pere Parells aceptó el incongruente pretexto y pidió un coche. La criadita no sabia qué hacer. Pere Parells le sugirió que buscase al mayordomo. El mayordomo tampoco sabía qué hacer. Por aquella zona no pasaban coches. Tal vez en la plaza encontrarían un punto o parada.

– ¿Y no podría ir alguien a buscar uno?

– Disculpe el señor, pero todo el servicio está ocupado en la fiesta. Yo mismo iría gustoso, señor, pero tengo terminantemente prohibido abandonar la casa. Lo siento, señor.

Pere Parells abrió la puerta y salió al jardín. La noche era estrellada y la brisa se había calmado.

– Daremos un paseo. Buenas noches.

Cruzaron el jardín. Un individuo montaba guardia junto a la verja. El viejo financiero y su esposa esperaron a que el individuo abriera la cancela, pero éste no se movió. Pere Parells intentó hacerlo por sí mismo y comprobó que no podía.

– Está cerrada con llave -dijo el individuo. No parecía un criado, a juzgar por sus modales, aunque vestía como tal.

– Ya lo veo. Abra.

– No puedo. Son órdenes.

– ¿Ordenes de quién? ¿Se han vuelto todos locos? -gritó el viejo financiero.

El individuo sacó un carnet del bolsillo de su chaleco listado.

– Policía -dijo exhibiendo el carnet.

– ¿Qué quiere decir con esto? ¿Estamos detenidos, acaso?

– No, señor, pero la casa está vigilada. Nadie puede entrar ni salir sin autorización -respondió el policía devolviendo su carnet a su chaleco.

– ¿De quién?

– Del inspector jefe.

– ¿Y dónde está el inspector jefe? -aulló Pere Parells.

– Dentro, en la fiesta. Pero no puedo ir a buscarle, porque va de incógnito. Tendrán que esperar. Órdenes -aclaró el individuo- son órdenes. ¿Tiene un pitillo?

– No. Y haga el favor de abrir ahora mismo esta puerta o se acordará de mí. ¡Soy Pere Parells! Esto es ridículo, ¿me entiende? ¡Ridículo! ¿A qué vienen tantas precauciones? ¿Tienen miedo de que nos llevemos las cucharillas de plata?

– Pere -dijo su mujer con calma-, volvamos a la casa.

– ¡No quiero! ¡No me sale de… las narices! ¡Aquí nos quedaremos hasta que abran la puerta!

– Si piensan quedarse un rato, aprovecharé para ir al lavabo -dijo el policía disfrazado de criado-. Estoy que me orino.

El viejo financiero y su esposa regresaron al vestíbulo, hablaron con el mayordomo y éste con Lepprince. Por último, un invitado que deambulaba por los salones con aire solitario y circunspecto, se reunió con ellos.

– Mi esposa está indispuesta y queremos irnos a casa. Supongo que no es ningún delito. Soy Pere Parells -dijo Pere Parells en tono cortante-. Haga el favor de decir que nos abran.

– No faltaría más -dijo el inspector jefe-. Permítame que les acompañe y disculpen las molestias. Estamos esperando la llegada de unas personas cuya presencia nos obliga a tomar estas incómodas precauciones. Créanme que tan molesto es para nosotros como para ustedes.

El policía de la puerta estaba orinando detrás de un arbusto cuando el matrimonio Parells llegó acompañado del inspector jefe.

– ¡Cuadrado, abra la puerta! -ordenó el superior. Cuadrado se abrochó el pantalón y corrió a cumplir las instrucciones. Ya en la calle, Pere Parells experimentó un escalofrío de indignación.

– ¡Qué bochorno! -dijo.

Había policías estacionados en las aceras y en el cruce se veían jinetes con capa, espada y tricornio. Al paso del matrimonio los policías los miraban con recelo. Cerca de la plaza oyeron un ruido sordo y el suelo empezó a trepidar. Se arrimaron a la tapia de una villa. Por la cuesta subían caballos y carrozas. Los policías apostados en las aceras se llevaron las manos al cinto, alertados al menor imprevisto. Los jinetes que montaban guardia en las esquinas desenvainaron los sables y presentaron armas. La comitiva se aproximaba, retumbaban los cascos de las monturas al golpear los adoquines. Sonaban cornetas. Algunos vecinos, sobresaltados por aquella inesperada charanga, se asomaban y eran violentamente rechazados por la policía al interior de las casas. Hasta en las copas de los árboles había hombres armados. La bruma daba un aspecto fantasmal al cortejo.

Pere Parells y su esposa, sobrecogidos y acurrucados contra la tapia, vieron pasar ante sus ojos un regimiento de coraceros y varias carrozas flanqueadas por húsares cuyas lanzas arrancaban hojas de las ramos más bajas de los árboles. Algunas carrozas llevaban las cortinillas bajas; otras no. En una de estas últimas Pere Parells atisbó un rostro conocido. La cabalgata dejó atrás al sorprendido matrimonio envuelto en una nube de polvo. Pere Parells se recobró de su estupefacción y dijo a media voz:

– ¡Esto es el colmo!

– ¿Quién era? -preguntó su esposa con un ligero temblor en la voz.

– El rey. Vámonos.

– Comisario Vázquez, tiene usted que haceme caso. Escuche lo que tengo que decirle y no se arrepentirá. Un crimen es siempre un crimen.

El comisario Vázquez tiró sobre la mesa los papeles que leía y fulminó con la mirada al harapiento confidente que se retorcía las manos y se balanceaba ora sobre un pie, ora sobre el otro, en un desesperado intento de atraer su atención.

– ¿Quién coño ha dejado entrar a este tío en mi despacho? -bramó el comisario dirigiéndose al techo desportillado de la oficina.

– No había nadie y me tomé la libertad… -explicó el confidente adelantándose hacia la mesa cubierta de periódicos, carpetas y fotografías.

– ¡Por los clavos de Cristo! ¡Por la eterna salvación de mi…! -empezó a decir el comisario, pero se detuvo al advertir que estaba empleando la misma terminología que su molesto interlocutor-. ¿Es que no piensas dejarme ni un minuto en paz? ¡Lárgate!

– Comisario, llevo cinco días tratando de hablar con usted.

Sólo faltaban dos días para que expirase el plazo que los conspiradores habían dado a Nemesio Cabra Gómez y éste no había logrado obtener ningún indicio sobre la muerte de Pajarito de Soto. El asesinato de Savolta se había cruzado en su camino y la policía se concentraba en esclarecer este suceso con absoluta exclusión de cualquier otro. También sus esfuerzos por localizar a los conspiradores y prevenirles de la búsqueda que había iniciado el comisario Vázquez en relación con el asunto Savolta habían tropezado con la más cerrada de las negativas por parte de todos los resortes que Nemesio pulsó en aquellos cinco días aciagos.

– ¿Cinco días? -dijo el comisario -. ¡Cinco años me han parecido a mí! Te voy a dar un consejo, paisano: lárgate y no vuelvas. La próxima vez que te vea rondando el edificio te hago encerrar. Ya estás advertido. ¡Fuera de mi vista!

Nemesio salió del despacho y bajó a la planta sumido en negros presagios. Pero pronto sus pensamientos iban a disiparse ante un hecho inesperado. Al llegar al final de las escaleras ya notó Nemesio un remolino desacostumbrado: se oían gritos y corrían agentes en todas direcciones. “Algo sucede se dijo”, “será mejor que me vaya lo antes posible". Y eso trataba de hacer cuando un policía uniformado lo agarró por un brazo y lo rechazó hacia un extremo de la sala.

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