Un saludo afectuoso.
Fdo.: A. Vázquez
Comisario de Policía
Cortabanyes tenía razón cuando me desengañaba: los ricos sólo se preocupan de sí mismos. Su amabilidad, su cariño y sus muestras de interés son espejismos. Hay que ser un necio para confiar en la perdurabilidad de su afecto. Y eso sucede porque los vínculos que pueden existir entre un rico y un pobre no son recíprocos. El rico no necesita al pobre: siempre que quiera lo sustituirá.
No me invitaron a la boda de Lepprince, cosa que, hasta cierto punto, resultaba comprensible. La ceremonia se celebró en la más estricta intimidad, no sólo por respeto a la memoria de Savolta, sino por la inconveniencia de favorecer concentraciones multitudinarias en las que pudiera introducirse algún elemento criminal. Pero yo esperaba seguir viendo a Lepprince después del casamiento, y no fue así. Lepprince tenía estas cosas, incomprensibles y desconcertantes como él mismo. El día en que fui a casa de Savolta y cuando el comisario Vázquez se hubo ido tras comunicarnos su repentina marcha de Barcelona, Lepprince me hizo pasar, de grado o por fuerza, a saludar a sus futuras esposa y suegra. Me arrastró al saloncito del primer piso donde las dos mujeres esperaban su vuelta y me presentó como si de un gran amigo se tratara; reiteró la pomposa denominación de «prestigioso abogado» y me obligó, haciendo caso omiso de las protestas que mi discreción me dictaba, a brindar por su futura felicidad.
De aquel acontecimiento recuerdo la impresión que me produjo María Rosa Savolta. En los meses transcurridos entre la fatídica noche de Fin de Año y ese día, se había producido un cambio singular en la joven, sea por los sufrimientos acumulados, sea por el enamoramiento (que ni sus ojos ni sus palabras ni sus gestos lograban disimular), sea por la perspectiva del inminente y trascendental cambio que iba a trastocar, en bien, su vida: el matrimonio con Lepprince. Me pareció más adulta, más reposada de maneras, lo que traslucía una mayor serenidad de espíritu. Había cambiado la expresión ingenua de la niña recién salida del tibio colegio por el grave empaque de la señora, y el aire lánguido de la adolescente perpleja, por el aura mágica de la ansiosa enamorada.
Pero no quisiera pecar de retórico: ahorraré las descripciones y pasaré directamente a los hechos escuetos.
CARTA DEL SARGENTO TOTORNO AL COMISARIO VÁZQUEZ DE 21-6-1918 DANDO INFORMACICSN SOBRE ALGUNOS PERSONAJES CONOCIDOS
Documento de prueba anexo n. ° 7c
(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)
Barcelona, 21-6-1918
Apreciable y respetado jefe:
Ya me perdonará la demora en escribirse, pero me decidí a seguir su ponderado consejo y he pasado estas últimas semanas aprendiendo a teclear a máquina, cosa que ofrece más dificultades de lo que a primera vista pudiera parecer. Mi cuñado me prestó una Underwood y gracias a ello he podido practicar por las noches, aunque ya ve usted la cantidad de faltas que aún me salen.
Por fin averigüé lo que usted quería saber, de si aún el señor Lepprince sigue teniendo aquel pistolero, y la respuesta es que sí, que se lo ha llevado a su nuevo domicilio y le acompaña dondequiera que va. Otra novedad que puede interesarle es la de que soltaron a Nemesio Cabra Gómez hace varios días. Lo supe por un compañero de Jefatura que me contó que habían detenido a Nemesio porque se dedicaba a la elaboración de cigarros puros con tabaco extraído de colillas que recogía de! suelo y que luego vendía, pegándoles una vitola, como genuinos habanos. A1 parecer, Nemesio invocó su nombre, pero de nada le sirvió, pues lo encerraron. Me dijo el compañero (ése de Jefatura, de quien ya le he hablado) que parece un muerto y que tiene un aspecto demacrado imposible de ver sin sentir lástima. Todo lo demás sigue como antes de irse usted. Tenga cuidado con los moros, que son muy propensos a atacar por la espalda. Respetuosamente a sus órdenes.
Fdo. Sgto. Totorno
Es arduo sobrellevar la soledad, y más cuando a ésta le precede un período de amistad y grata compañía como el que había pasado con Lepprince. De modo que una tarde, harto del vacío que presidía mis horas de ocio tras el trabajo, y saltándome toda regla de urbanidad, acudí a casa de Lepprince, al entrañable piso de la Rambla de Cataluña, cuyos tilos formaban un arco de verdor sobre el boulevard remedando el paisaje del cuadro que ornaba la chimenea del saloncito.
El portero de las patillas blancas acudió a mi encuentro y me saludó con efusividad; su presencia me devolvió la vida, como si en su bocaza, donde brillaba el oro, llevara el símbolo de la alianza. Pero pronto me desencantó: los señores de Lepprince se habían mudado. Se asombró de que yo lo ignorase y de que no hubiese visto el cartel en el balcón que anunciaba: SE ALQUILA. Sentía no poder informarme de más detalles, pues él mismo, después de tantos años de servicio fiel, desconocía el paradero del señor Lepprince, tan generoso, tan amable y tan excéntrico.
– De todas formas -añadió en un intento de consolarme-, le confesaré que casi me alegro, porque es que al señorito le apreciaba yo bien, aunque me daba disgustos, pero a su nuevo secretario, ese alemán o inglés que mató a tanta gente en el teatro, a éste, no lo podía yo ni ver. Esta casa siempre ha sido respetable.
Me había tomado del brazo y paseábamos zaguán arriba, zaguán abajo.
– Me dio un susto el señorito cuando aquella mujer se vino a vivir aquí. Ya sabe a cuál me refiero: ésa que se subía por los cables del ascensor como si fuera un mono salvaje del África o un americano. Claro que yo soy de la condición de que me gusta comprender a todo el mundo. Y así se lo dije a mi señora, le dije que aunque por el trato y la seriedad parece mayor de la edad que tiene, el señorito Lepprince es joven, mujer, le dije, y es natural que tenga la cabeza loca en ciertos aspectos del vivir cotidiano. Usted me entiende, que más ata pelo…, en fin, le dije, que ya nos entendemos, ¿no?
– Sí, claro -respondí si saber cómo desasirme.
– La prueba es que pasó pronto. Pero ese hombrón tan lechoso de tez, no sé cómo decirle…, no me apetecía. Yo sé bien lo que me digo y ya ve que no tengo reparos en hablar claro. Que no es eso, no, señor, no lo es.
Le había conducido hábilmente hasta la puerta y le tendí la mano en señal de despedida. Él la estrechó emocionado y reteniéndola entre las suyas sudorosas y fofas concluyó:
– De todas formas, señor Javier, siento que se haya ido. Le tenía en mucho aprecio, ya lo creo. Y la señora, señor, era una santa. La legitima, quiero decir, usted ya me entiende. ¡Una santa! Ésa sí; ésa sí que me apetecía.
Le conté mi fracaso a Perico Serramadriles y meneó la cabeza como si estuviera maniatado y quisiera desprenderse de sus gafas.
– Se nos murió la vaca, madre mía, se nos murió la vaca -murmuraba.
Tanto repitió lo de la vaca que acabó irritándome y le grité que se callara y me dejara en paz.
– No peleen, caramba -terció la Doloretas-. Vergüenza da oírles. Dos jóvenes como ustedes pensando en el dinero a todas horas; en vez de trabajar y labrarse un futuro, ay, Señor.
CARTA DEL COMISARIO VÁZQUEZ AL SARGENTO TOTORNO DE 31-6-1918 EN LA QUE PIDE SE LE PROPORCIONEN MEDIOS PARA INTERVENIR EN LA VIDA BARCELONESA DESDE SU AISLAMIENTO
Documento de prueba anexo n. ° 7d
(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)
Tetuán, 31-6-1918
Querido amigo:
Acuso recibo de su atenta carta de 21 de los corrientes, cuya lectura me ha sido de gran utilidad. No me cabe duda de la existencia de una conspiración de ilimitado alcance, cuya víctima, en este caso, ha sido el pobre N. Haga lo posible para que la noticia de su detención llegue a mi conocimiento de un modo oficial (un Boletín o un recorte de periódico servirían) a fin de que pueda intervenir gestionando la libertad del sujeto en cuestión. Sentimientos humanitarios me mueven a proceder como lo hago, y usted bien sabe, amigo Totorno, que así es. Si mi influencia vale algo todavía (cosa que cada día se me hace más difícil de creer), la usaré para mitigar en lo posible tanto abuso y tanto desprestigio.
Aplaudo los progresos con la máquina de escribir. La vida es una lucha sin tregua. Ánimo y siempre adelante. Un saludo afectuoso.
Fdo.: A. Vázquez
Comisario de Policía
El trabajo continuaba monótono e improductivo. El verano acudió puntual y no llevaba trazas de irse nunca. Mi casa, por estar situada directamente bajo la azotea del edificio, se veía expuesta al sol a todas horas y más parecía un horno que otra cosa. Por la noche apenas si remitía el calor y, en cambio, aumentaba la humedad: los objetos adquirían una pátina viscosa y yo, acostumbrado al clima seco de Castilla, me ahogaba y derretía. Empecé a padecer de insomnio. Cuando conciliaba el sueño, me asaltaban pesadillas. Solía sentir a mi lado, compartiendo el lecho, la presencia de un oso. No me inquietaba el peligro de dormir con una fiera, pues el oso de mis sueños era pacífico y mansurrón, pero su proximidad, en aquel cuarto de aire calcinado, me resultaba insufrible. Despertaba bañado en sudor y tenía que correr al lavabo y arrojarme puñados de agua al rostro. Sentir el líquido resbalar templado por la espalda y el pecho me solazaba brevemente.
Para evitar la compañía del oso y las duermevelas agitadas y fatigosas, leía sin cesar hasta muy avanzada hora. Cuando al fin se me cerraban los ojos, dormía mal y poco. Por la mañana me levantaba muy cansado y el estado hipnótico me duraba el día entero hasta que, por ironías de la naturaleza, recuperaba la lucidez y el brío al llegar la noche.
Por aquellos días Perico Serramadriles y yo tomamos la costumbre de ir a los baños. Acudíamos a la playa en tranvías rebosantes de gente fea y sudorosa, en las horas que mediaban entre la saudade la oficina a mediodía y el reinicio del trabajo por la tarde, y comíamos allí, bien bocadillos que comprábamos, bien ricas paellas en los barracones, aunque pronto tuvimos que prescindir de éstas pues resultaban caras y la digestión se hacía pesada y nos daba un sopor incompatible con nuestras obligaciones. Más de una tarde nos habíamos quedado dormidos en el despacho los dos a un tiempo, cosa que importaba poco, pues los escasos clientes de Cortabanyes veraneaban y la quietud del despacho tan sólo se veía turbada por las moscas pertinaces a las que la Doloretas fustigaba con un periódico enrollado.