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– Ya lo creo -dijo él.

CARTA DEL SARGENTO TOTORNO AL COMISARIO VÁZQUEZ DE 2-5-1918 EN LA QUE LE INFORMA DE LA SITUACIÓN EN BARCELONA

Documento de prueba anexo n.° 7a

(Se adjunta traducción al inglés del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)

Barcelona, 2-5-1918

Apreciable y distinguido jefe:

Ya me perdonará que me haya demorado tanto en escribirle, pero es que a resultas del accidente que sufrí en el teatro hace un mes y medio quedé imposibilitado para escribir de puño y letra y no me pareció prudente dictar a otra persona esta carta, pues ya sabe cómo es la gente. Al fin aprendí a escribir con la mano izquierda. Ya me perdonará la mala letra que le hago.

Pocas novedades hay por aquí desde que usted se fue. Me retiraron del servicio activo y me han destinado a Pasaportes. El comisario que vino a sustituirle a usted ha ordenado que no se siga vigilando al señor Lepprince. Y todo esto, en conjunto, hace que no sepa nada de él, a pesar del interés que pongo en no perder contacto, como usted me encargó antes de irse. Por los periódicos me he enterado de que el señor Lepprince se casó ayer con la hija del señor Savolta y de que a la boda no asistió casi nadie por deseo expreso de la familia de la novia, ya que tan próxima estaba la muerte de su señor padre. Tampoco han hecho viaje de novios, por el mismo motivo. El señor Lepprince y su señora han cambiado de domicilio. Creo que viven en una casa-torre, pero aún no sé dónde.

El pobrecillo Nemesio Cabra Gómez sigue encerrado. El señor Miranda sigue trabajando con el abogado señor Cortabanyes y ya no se ve con el señor Lepprince. Por lo demás, hay mucha calma en la ciudad.

Y nada más por hoy. Cuídese mucho de los moros, que son mala gente y muy traicioneros. Los compañeros y yo le echamos de menos. Un respetuoso saludo

Fdo.: Sgto. Totorno

La Doloretas se frotó las manos.

– Tenemos que hacer un pensamiento -dijo.

Yo bostezaba y veía por el ventanuco cómo la calle de Caspe perdía color en la homogeneidad del temprano atardecer. Había luces en algunas ventanas de las casas del frente.

– ¿Qué pasa, Doloretas?

– Tenemos de decirle al señor Cortabanyes que ya va siendo hora de encender la salamandra.

– Doloretas, estamos en octubre.

Aproveché aquel improvisado recordatorio para desprender dos hojas atrasadas del calendario y para constatar la fugacidad de los días vacíos. La Doloretas volvió a teclear un escrito cuajado de tachaduras.

– Luego vienen las calipandrias y…, y yo no sé… -refunfuñaba.

Hacía muchos años que la Doloretas trabajaba para Cortabanyes. Su marido había sido abogado y murió joven sin dejar a su mujer de qué vivir. Los compañeros del muerto se pusieron de acuerdo para proporcionar un trabajo a la Doloretas, que le permitiera obtener algún dinero. Poco a poco, a medida que los jóvenes abogados adquirieron más y más importancia, dejaron de necesitar la colaboración esporádica de la Doloretas y la sustituyeron por secretarias fijas, más eficientes y dedicadas. Sólo Cortabanyes, el menos hábil y el más chapucero, siguió dándole trabajos, aumentándole de pizca en pizca su retribución, hasta que la Doloretas se instituyó como un gasto fijo del despacho que Cortabanyes satisfacía de mala gana, pero inalterablemente. No es que fuera muy útil, ni muy rápida, ni los años de trabajo repetido habían creado en ella un mínimo de práctica: cada demanda, cada expediente, cada escrito seguía siendo un arcano indescifrable para la Doloretas. Pero tampoco el bufete de Cortabanyes requería más. Ella, por su parte, jamás dejó de cumplir mal o bien un encargo, jamás quebrantó la lealtad. Nunca pretendió ser un elemento permanente del despacho. Nunca dijo: «Hasta mañana» o «Ya volveré por aquí». Se despedía diciendo: «Adiós y gracias.» Nunca lanzaba indirectas como: «Si tienen algo, ya se acordarán de mí», ni más hipócritamente: «No olviden que me tienen a su disposición», o «Ya saben dónde vivo». Nunca se la vio aparecer sin ser llamada con la frase «Pasaba por aquí y subí a saludarles». Sólo «Adiós y gracias». Y Cortabanyes, cuando preveía un largo escrito por redactar, maquinalmente decía: «Llamen a la Doloretas», «Digan a la Doloretas que venga mañana por la tarde», «¿Dónde demonios se ha metido hoy la Doloretas?». Ni Cortabanyes, ni Serramadriles, ni yo sabíamos qué hacía ni de qué vivía la Doloretas cuando no recibía encargos del despacho. Jamás nos contó su vida, ni sus apuros, si los tenía.

REPRODUCCIÓN DE LAS NOTAS TAQUIGRÁFICAS TOMADAS EN EL CURSO DE LA NOVENA DECLARACIÓN PRESTADA POR JAVIER MIRANDA LUGARTE EL 6 DE FEBRERO DE 1927ANTE EL JUEZ F. W. DAVIDSON DEL TRIBUNAL DEL ESTADO DE NUEVA YORK POR MEDIACIÓN DEL INTÉRPRETE JURADO GUZMÁN HERNÁNDEZ DE FENWICK

(Folios 143 y siguientes del expediente)

JUEZ DAVIDSON. Señor Miranda, celebro que se halle repuesto de la dolencia que le ha impedido asistir a las sesiones del tribunal estos últimos días.

MIRANDA. Muchas gracias, señoría.

J. D. ¿Se halla en condiciones de proseguir su declaración?

M. Sí.

J. D. ¿Podría informarnos de la índole de la enfermedad que acaba de padecer?

M. Agotamiento nervioso.

J. D. Tal vez desee pedir un aplazamiento sine die.

M. No.

J. D. Le recuerdo que comparece ante este tribunal por propia voluntad y que puede negarse a seguir prestando declaración en cualquier instante.

M. Ya lo sé.

J. D. Por otra parte, quiero hacer constar que es intención de este tribunal, en virtud de las atribuciones que le han conferido el pueblo y la Constitución de los Estados Unidos de América, esclarecer los hechos sometidos a su juicio y que la aparente dureza que ha mostrado en ciertas ocasiones responde pura y exclusivamente al deseo de llevar a cabo con rapidez y eficacia su cometido.

M. Ya lo sé.

J. D. En tal caso, podemos seguir adelante con el interrogatorio. Sólo me resta recordar al declarante que se halla todavía bajo juramento.

M. Ya lo sé.

La mente humana tiene un curioso y temible poder. A medida que rememoro momentos del pasado, experimento las sensaciones que otrora experimentara, con tal verismo que mi cuerpo reproduce movimientos, estados y trastornos de otro tiempo. Lloro y río como si los motivos que hace años provocaron aquella risa y aquel llanto volvieran a existir con la misma intensidad. Y nada más lejos de lo cierto, pues soy tristemente consciente de que casi todos los que antaño me hicieron sufrir y gozar han quedado atrás, lejos por el tiempo y la distancia. Y muchos (demasiados, Dios mío) descansan bajo la tierra. Esta depresión nerviosa que me aqueja (y que los médicos atribuyen erróneamente a la fatiga de las sesiones ante el juez) no es sino la reproducción fotográfica (mimética, podríamos decir) de aquellos tristes meses de 1918.

Una brillante mañana de junio Nemesio Cabra Gómez oyó descorrerse los baldones que clausuraban la puerta de su celda. Un loquero de barba negra y bata blanca que sostenía un cabo de manguera en la mano le hizo señas de que se levantase y saliera. El loquero echó a andar y se detuvo a pocos pasos.

– Tú delante -ordenó- y sin trapacerías, o te arreo.

Y blandía el cabo de manguera que producía un silbido de culebra. Caminaron por los tortuosos corredores. Al pasar frente a las cristaleras que daban al jardín, Nemesio Cabra Gómez sintió la quemadura del sol y le deslumbró la luz y se pegó al vidrio a contemplar el cielo y el jardín donde otro internado taponaba hormigueros. El loquero le dio con la porra.

– Vamos, tú, ¿qué te pasa?

– Llevo meses en aquel cajón.

– Pues no hagas tonterías o volverás a él.

Aquella fue la primera noticia que tuvo de que iban a soltarle. Se lo confirmó el doctor Flors. Le dijo que los médicos habían dictaminado su curación y que podía reintegrarse a la vida normal, pero que procurara evitar el alcohol y los excitantes, que no discutiera, que durmiera cuantas horas le pidiera el cuerpo y que visitase a un colega (cuyo nombre y dirección apuntó en una tarjeta) cada vez que se sintiera mal o, en cualquier caso, cada tres meses, hasta que fuera dado de alta definitivamente.

Como la ropa con que había ingresado en la casa de salud estaba del todo inservible y atentaba contra el pudor, el doctor Flors le proveyó de una blusa, unos pantalones, un par de zapatos y un tabardo donados por unas damas de caridad. Hicieron un hatillo con las prendas y le condujeron a la puerta principal.

Una vez libre, se refugió en un bosquecillo y se cambió de ropa. Las prendas que le habían proporcionado eran usadas y de tamaños diversos. La blusa le venía muy holgada y el pantalón, demasiado corto, no pudo abrochárselo. Lo ató con una guita. Los zapatos resultaban estrechos y no llevaba calcetines. El tabardo, en cambio, le pareció excelente, aunque inútil en aquella época del año. Guardó la documentación y los pocos objetos personales que poseía en los bolsillos de su nueva indumentaria y arrojó los harapos tras un matorral. Muy contento regresó al camino y anduvo durante mucho rato hasta que topó con los raíles de un tren de vía estrecha o carrilet y los siguió en busca de la estación. Hallada ésta, esperó la llegada del carrilet, se subió y se metió en el retrete para no pagar billete, pues carecía de dinero.

Una vez en Barcelona, y cuando todos los pasajeros habían abandonado los vagones, se deslizó al andén, cruzó la verja de salida confundido entre un grupo numeroso y se quedó mirando la calle con los ojos húmedos por la emoción de ser dueño de sus actos.

CARTA DEL COMISARIO VÁZQUEZ AL SARGENTO TOTORNO DE 8-5-1918 INSTÁNDOLE A SEGUIR EN LA BRECHA

Documento de prueba anexo n. ° 7b

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)

Tetuán, 8-5-1918

Querido amigo:

No pierda moral. Si se siente desfallecer, piense que la lucha en favor de la verdad es la más noble misión a que un hombre puede aspirar sobre la tierra. Y ésa es, precisamente, la misión del policía.

Infórmeme de si Lepprince sigue teniendo a sus órdenes a ese pistolero alemán llamado Max. No revele a nadie nuestra correspondencia. Celebro su restablecimiento. No hay defecto físico que no pueda superarse con voluntad. ¿No le seria más cómodo escribir a máquina?

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