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– ¿Me considera sospechoso de un doble crimen?

– Tranquilícese, no voy en esa dirección. Pero sigamos con los hechos desnudos: ambas muertes tienen o parecen tener un nexo, la empresa Savolta. Pajarito de Soto acababa de realizar un trabajo remunerado para dicha empresa. Cabe preguntarse, ¿quién puso en relación al periodista con sus últimos patronos?

– Yo.

– Justamente: Javier Miranda. Punto segundo: la relación de Pajarito de Soto con la empresa se llevó a cabo por medio de uno de los hombres clave de ésta. No por medio del jefe de personal, Claudedeu, ni por intervención directa de Savolta, sino por mediación de un individuo de funciones inconcretas: Paul André Lepprince. Voy a ver a Lepprince y ¿a quién encuentro a su lado?

– A mí.

– Demasiadas coincidencias, ¿no le parece?

– No. Lepprince me ordenó buscar y contratar a Pajarito de Soto. Del contacto con ambos surgió un vínculo de amistad que se truncó trágicamente en el caso de Pajarito de Soto y que perdura en el caso de Lepprince. La explicación no puede ser más sencilla.

– Sencilla sería de no existir tantos puntos oscuros.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, que simultáneamente a sus «vínculos de amistad» con Pajarito de Soto mantuviese usted «vínculos de amistad» con la esposa de éste, Teresa…

Me levanté de la silla impulsado por la indignación.

– Un momento, comisario. No estoy dispuesto a tolerar este tipo de interrogatorio. Le recuerdo que está usted en mi casa y que carece de potestad para proceder como lo hace.

– Y yo le recuerdo que soy comisario de policía y que puedo conseguir no sólo una autorización judicial, sino una orden de arresto y hacer que le traigan esposado a la comisaría. Si quiere jugar la baza de los formalismos jurídicos, juéguela, pero no se lamente luego de las consecuencias.

Hubo un mutis. El comisario encendió un cigarrillo y arrojó el paquete sobre la mesa por si yo quería fumar. Me senté, tomé un cigarrillo y fumamos mientras se diluía la tensión.

– No soy una portera fisgona -prosiguió el comisario Vázquez con voz pausada-. No meto las narices en sus pestilentes vidas privadas para enterarme de si son cornudos, homosexuales o proxenetas. Investigo tres homicidios y una tentativa. Por ello pido, exijo, la colaboración de todos. Estoy dispuesto a ser comprensivo y respetuoso, a saltarme las formalidades, la rutina, todo cuanto sea menester para no importunarles más de la cuenta. Pero no abusen ni me irriten ni me obliguen a usar de mi autoridad, porque les pesará. Ya estoy harto, ¿lo entiende usted?, ¡harto!, de ser el hazmerreír de todos los señoritos mierdas de Barcelona; de que el Lepprince de los cojones me dé pastelitos y copitas de vino dulce como si estuviésemos celebrando su primera comunión. Y ahora viene usted, un pelanas, muy satisfecho de sí mismo porque menea el rabo y le tiran piltrafas en los salones de la buena sociedad, y quiere imitar a sus amos y hacerse el gracioso delante de mí, ponerme en ridículo, como si fuera la criada de todos, en lugar de ser lo que soy y hacer lo que hago: velar por su seguridad. Son ustedes idiotas, ¿sabe?, más idiotas que las vacas de mi pueblo, porque al menos ellas saben hasta dónde pueden llegar y dónde tienen que pararse. ¿Quiere un consejo, Miranda? Cuando me vea entrar en una habitación, aunque sea el comedor de Lepprince, no siga comiendo como si hubiera entrado un perro: límpiese los morros y levántese. Me ha entendido, ¿verdad?

– Sí, señor.

– Así me gusta, que recobre la sesera. Y ahora que somos tan amigos y nos entendemos tan bien, conteste a mis preguntas. ¿Dónde está la carta?

– ¿Qué carta?

– ¿Cuál ha de ser? La de Pajarito de Soto.

– No sé nada de…

– ¿No sabe que Pajarito de Soto escribió y envió una carta el mismo día que lo mataron?

– ¿Ha dicho usted “que lo mataron”?

– He dicho lo que he dicho: conteste.

– Oí hablar de la carta, pero jamás la vi.

– ¿Está seguro de que no 1a tiene usted?

– Completamente seguro.

– ¿Y no sabe quién la tiene?

– No.

– ¿Ni cuál es el contenido de la carta?

– Tampoco, se lo juro.

– Tal vez dice la verdad, pero tenga cuidado si miente. No soy el único que va tras esa carta, y tos otros no son tan charlatanes como yo. Primero matan y luego buscan, sin preguntar, ¿entiende?

– Sí.

– En caso de averiguar, de sospechar, de recordar el más mínimo detalle concerniente a la carta, dígamelo sin pérdida de tiempo. Su vida puede depender de que lo haga sin demora.

– Sí, señor.

Se levantó, tomó el sombrero y caminó hacia la puerta. Le acompañé y le tendí la mano, que estrechó fríamente.

– Disculpe mi comportamiento -dije-. Todos estamos nerviosos en estos últimos meses: han sucedido demasiadas cosas horribles. Yo no quiero obstaculizar su labor, como comprenderá.

– Buenas noches -atajó el comisario Vázquez.

Le vi bajar la escalera, entré, cerré con llave y me quedé meditando y fumando los cigarrillos que se había olvidado el comisario, hasta el amanecer. Apenas despuntó el día me dormí. No había dado cuerda al despertador y cuando abrí los ojos eran las once pasadas. Desde un bar llamé al despacho y pretexté un recado urgente. La realidad no difería gran cosa de mi excusa. Bebí un café, leí el periódico y me hice lustrar los zapatos, mientras repetía un confuso monólogo cuyos gestos debían trascender, pues advertí la mirada burlona de los parroquianos. Pagué y salí. Caminando llegué a casa de Lepprince. El portero me dijo que había salido hacía poco más de media hora. Le pregunté si sabía a dónde había ido y me respondió, como si revelase un gran secreto, que había ido a Sarrià, a casa de la viuda de Savolta, a pedir la mano de María Rosa. Nos separamos como conspiradores. Anduve hasta la Plaza de Cataluña y allí tomé el tren. Una vez en Sarrià recorrí las calles empinadas, como había hecho meses antes, cuando enterramos al magnate.

Había guardias en la puerta de la torre. Un privilegio que otorgaban las autoridades en memoria del finado, pues la vigilancia era inútil: los terroristas tenían otras dianas ante sus puntos de mira. Me dejaron pasar cuando me hube identificado. El mayordomo se deshizo en excusas para que desistiera de ver a Lepprince.

– Se trata de una pequeña reunión familiar, íntima. Hágase cargo, señor.

Insistí. El mayordomo accedió a comunicar a Lepprince mi presencia, pero no me garantizó que concedieran audiencia. Esperé. Lepprince no tardó ni un minuto en salir a mi encuentro.

– Algo grave debe suceder cuando me interrumpes en un momento tan… privado, por llamarlo así.

– Ignoro si es grave lo que le voy a contar. Ante la duda, preferí pecar por demasía.

Me hizo pasar a la biblioteca. Le referí la visita de Vázquez y su tono incisivo, si bien soslayé la ira del comisario por lo que pudiera tener de ofensivo para Lepprince.

– Hiciste bien en venir -dijo éste cuando hube concluido mi relato.

– Temí no encontrarle luego y que fuera demasiado tarde.

– Hiciste bien, ya te digo. Pero tus temores son infundados. Vázquez sufre de alucinaciones, producidas, con certeza, por un exceso de celo. Es lo que llamaríamos en Francia «deformación profesional».

– También lo llamamos así en España -dijo una voz a nuestras espaldas:

Nos volvimos y vimos al comisario Vázquez en persona. El mayordomo, tras él, esbozaba silenciosos aspavientos, dando a entender que no había podido impedirle la entrada. Lepprince hizo gestos al criado indicándole que se podía retirar. Nos quedamos solos los tres. Lepprince tomó de un estante una caja de cigarros habanos que ofreció al comisario. Éste los rechazó sonriendo y dirigiéndome una mirada malévola.

– Muchas gracias, pero el señor Miranda y yo tenemos gustos más bastos y preferimos los cigarrillos, ¿no es cierto?

– Debo admitir que me fumé los que usted se dejó anoche olvidados -dije.

– Muchos eran; debe cuidar su salud… o sus nervios.

Me ofreció un cigarrillo que acepté. Lepprince depositó la caja en el estante y nos dio fuego. El comisario paseó la vista por la biblioteca y se detuvo ante la ventana.

– Esto es mucho más lindo en primavera que la otra vez… en enero, ya saben.

Dio media vuelta y se apoyó en el marco de la puerta entreabierta, mirando al salón.

– ¿Quiere que haga descorrer los paneles para que observe si es posible disparar contra la escalera desde aquí? -dijo Lepprince con su sempiterna suavidad.

– Como podrá suponer, señor Lepprince, ya realicé el experimento en aquella ocasión. Volvió al centro de la estancia, buscó con los ojos un cenicero y sacudió el cigarrillo.

– ¿Puedo preguntar el motivo de su repentina visita, comisario? -dijo Lepprince.

– ¿Motivo? No. Motivos, más bien. En primer lugar, quiero ser el primero en felicitarle por su próximo enlace con la hija del difunto señor Savolta. Aunque quizá no sea el primero en felicitarle, sino el segundo.

Lo decía por mí. Lepprince hizo una leve inclinación.

– En segundo lugar, quiero asimismo felicitarle por su buena estrella, que le hizo salir indemne del atentado del teatro. Me lo refirieron con todo lujo de detalles y debo reconocer que me había equivocado cuando dudé de la eficacia de su pistolero.

– Guardaespaldas -corrigió Lepprince.

– Como prefiera. Eso ya no importa, porque mi tercer motivo para venir a verle ha sido despedirme de usted.

– ¿Despedirse?

– Sí, despedirme; decirle adiós.

– ¿Cómo es eso?

– He recibido instrucciones tajantes. Salgo esta misma tarde para Tetuán -en la sonrisa del comisario Vázquez había un deje de amargura que me conmovió. En aquel instante me di cuenta de que apreciaba mucho al comisario.

– ¿A Tetuán? -exclamé.

– Sí, a Tetuán, ¿le sorprende? -dijo el comisario como si reparara en mí por primera vez.

– La verdad, sí -respondí con sinceridad.

– ¿Y a usted, señor Lepprince, le sorprende también?

– Desconozco totalmente las costumbres de la Policía. Espero, en cualquier caso, que su traslado le sea beneficioso.

– Todos los lugares son beneficiosos o perjudiciales, según la conducta que se observe en ellos -sentenció el comisario.

Giró sobre sus talones y salió. Lepprince se quedó mirando hacia la puerta con una ceja cómicamente arqueada.

– ¿Tú crees que volveremos a verle? -me preguntó.

– ¿Quién sabe? La vida da muchas vueltas.

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