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El comisario retrocedió hasta la puerta.

– Déjeme salir, doctor, es un caso perdido.

– Espere, señor comisario, no se vaya -decía Nemesio Cabra Gómez.

– Vete al diablo -le gritó el comisario

Pero el enfermo se había incorporado y asía con las dos manos los hombros del comisario, que cayó de rodillas. El enfermo acercó su rostro al oído del policía y murmuró unas palabras.

El doctor Flors había entrado y forcejeaba con el loco para liberar al comisario de las tenazas que le inmovilizaban contra el suelo acolchado. Acudieron dos enfermeros y entre los tres redujeron a Nemesio Cabra Gómez.

– Llévenlo a las duchas -ordenó el doctor Flors.

El comisario Vázquez recomponía su traje. Recogió del suelo el sombrero y un botón de la chaqueta.

– Ya le advertí que no valía la pena intentarlo -dijo el doctor Flors.

– Tal vez -respondió el comisario Vázquez.

Recorrieron sin hablar los pasillos que bordeaban el jardín y se despidieron en la puerta del sanatorio. Dos guardias esperaban en un automóvil.

– Gracias a Dios, comisario. Pensamos que no salía.

– Eso quisierais vosotros, que me encerrasen.

Los dos guardias rieron la broma de su superior.

– ¿Dónde vive Javier Miranda? -preguntó de pronto el comisario.

– ¿Miranda? -preguntaron los subalternos-, ¿quién es?

– Ya veo que no sabéis dónde vive. Vamos a Jefatura y allí lo averiguaréis.

Cuando Lepprince reapareció en el palco partió el primer disparo del gallinero. Lepprince se desmoronó. El sargento Totorno se precipitó desde las gradas superiores hacia el lugar de donde procedía el fogonazo. Una figura se escurría en dirección a la salida. El sargento Totorno le cerró el paso y la figura giró sobre sus talones y saltó por las gradas hacia la baranda desde la cual hizo frente al sargento. El caído Lepprince se había incorporado; en cada mano tenía una pistola: no era Lepprince, sino Max, que había sustituido a su amo cuando éste bebía la limonada. Hizo dos disparos contra el hombre que se erguía ante la baranda. El hombre se dobló por la cintura y cayó al patio de butacas. Reinaba una escandalosa confusión en el teatro, la representación se había interrumpido y actores y público procedían a desalojar el local atropellándose y tropezando con los que habían sido derribados y siendo derribados a su vez por aquellos que venían detrás. Del gallinero partió un nuevo disparo hacia el palco de Lepprince. Max había saltado al palco contiguo y respondió al ataque con una andanada de sus dos pistolas que detonaban al mismo tiempo y sin cesar. Una bala perdida hirió a un espectador que comenzó a chillar. Rodó un cuerpo por el gallinero y quedó atravesado en una de las gradas. Los terroristas, que no debían de ser menos de cinco, se vieron encerrados entre los revólveres de Max y el fuego del sargento Totorno que, aun herido, seguía repartiendo balazos imprecisos en todas direcciones. Los terroristas intentaron abrirse camino hacia la salida de socorro. El policía que había traído la limonada se personó en el palco de Lepprince con una escopeta, accionó el gatillo y barrió el graderío con metralla. El sargento Totorno se despatarró. Los terroristas que aún se tenían en pie saltaron por encima del cuerpo del sargento y accedieron al pasillo. Allí los remató Max, oculto tras una columna. El balance de aquella noche fue: tres terroristas muertos. Uno era Lucas «el Ciego», que murió al principio de la refriega de un tiro en el cuello. A otro de los terroristas muertos se le apreció un balazo en el omoplato izquierdo y metralla en el cerebro. Al otro, un impacto en el corazón. Los otros dos terroristas resultaron heridos: levemente uno y de gravedad el otro. Con heridas de pronóstico reservado resultó el bravo sargento Totorno, al que la metralla arrancó dos dedos de la mano derecha. En cuanto al espectador herido por una bala perdida en el glúteo derecho, fue dado de alta a los pocos días e indemnizado por Lepprince.

V

Había ido al cinematógrafo aquella noche y luego, a la salida, me había tomado unos bocadillos y una cerveza y reemprendido el camino a casa con paso cansino, porque hacía buen tiempo y porque nadie me aguardaba ni tenía qué hacer ni prisa en llegar a ninguna parte. Vivía en un piso pequeño, bajo el tejado de un inmueble moderno, en la calle de Gerona, que un amigo de Serramadriles me proporcionó a poco de arribar a Barcelona. El mobiliario era escasísimo y las pocas piezas de que constaba eran de la peor manufactura: sillas bailarinas, mesas oscilantes, un butacón de mimbre y profusión de cretonas comidas por el sol. El dormitorio tenia una cama estrecha, poco más que un jergón, y un armario sin patas, con la luna cuarteada. El otro aposento estaba destinado a comedor, pero yo, que hacía mis comidas en un restaurante barato y vecinal, lo había destinado a sala de lectura, pues raramente recibía visitas y otra utilización habría resultado superflua. Tenía, por último, un trastero vacío, sin ventanas, y un lavabo en el dormitorio, donde asearse. Los restantes servicios sanitarios estaban en un cuarto independiente, en el rellano de la escalera, y los compartía con un astrónomo y una solterona. Una cosa buena, en cambio, sí había: las ventanas de las dos habitaciones daban sobre un huertecillo dedicado al cultivo de flores. A mediados del 19 desapareció el huertecillo y empezaron a edificar; vaya por Dios.

Como decía, llegué a casa tarde, bordeando la medianoche. A1 introducir el llavín en la cerradura noté que la puerta no estaba cerrada. Lo atribuí a un descuido mío, pero bastó para intranquilizarme. Abrí con lentitud: en el comedor había luz. Cerré la puerta de golpe y empecé a bajar las escaleras. Una voz conocida me llamó, a mis espaldas.

– No corra, Miranda, no tiene de qué asustarse.

Me volví. Era el comisario Vázquez.

– Vinimos hace un par de horas. Como no regresaba usted, nos tomamos la libertad de abrir la puerta de su casa y esperarle cómodamente sentados, ¿se enfada?

– No, claro que no. Sólo que me dieron un susto tremendo.

– Sí, lo comprendo. Debimos advertirle de nuestra presencia para evitar que la descubriera por sí mismo, pero ¿qué le vamos a hacer? Ya casi nos habíamos olvidado de usted.

Había vuelto a subir los últimos peldaños y penetré en la casa. En el comedor había dos policías vestidos de paisano, aparte del comisario. Una ojeada me bastó para comprobar que lo habían registrado todo. Yo era muy dueño de protestar e incluso de elevar una queja, pues él había obrado, sin duda, por cuenta propia, prescindiendo de la correspondiente autorización judicial. No obstante, me dije, mi actitud rebelde no podía traerme más que complicaciones y, por otra parte, bien poco me molestaba que hubiesen puesto la casa patas arriba.

– ¿De quién es ese retrato? -preguntó el comisario Vázquez señalando una fotografía enmarcada de mi padre.

– De mi padre -respondí.

– Vaya, vaya, ¿que pensaría su padre de usted si supiera que le visita la policía?

Supuse que quería intimidarme, pero falló y me cedió la ventaja obtenida por la sorpresa.

– No pensaría nada: murió hace tres años.

– Oh, perdón -dijo el comisario-. Ignoraba que fuese usted viudo.

– Huérfano, para ser exacto.

– Eso quise decir, perdón de nuevo.

Ahora la iniciativa era mía: el comisario había hecho el ridículo delante de sus adláteres.

– Lamento no tener nada que ofrecerle, comisario -dije con aplomo.

– No se disculpe, por Dios. Somos sobrios en el cuerpo.

– No disimule delante de mí, comisario. He podido apreciar su buen gusto gastronómico en casa de nuestro común amigo; el señor Lepprince.

Pareció aturdido y yo temí haber ido demasiado lejos en mi ataque personal. Se lo merecía, eso sí. Quería interrogarme prevaliéndose de nuestro conocimiento casual y ello me autorizaba a usar, como él hacía, de nuestras previas relaciones personales. Porque no me cabía duda de que venía más como acusador que como investigador y que buscaba debilitarme mediante su presencia intempestiva y la compañía, innecesaria a todas luces, de sus dos subordinados.

– Hemos venido en visita de amistad -dijo el comisario Vázquez cuando se hubo repuesto-. Naturalmente, no tiene usted por qué admitirnos. Carecemos de orden judicial y, por tanto, nos vemos obligados a apelar a su benevolencia. Claro que huelgan estas explicaciones, siendo usted abogado.

– Yo no soy abogado.

– ¿No? Caramba, no doy una esta noche, no sé qué me pasa… ¿Estudiante, entonces?

– Tampoco.

– En fin, ayúdeme, ¿cómo se definiría usted, profesionalmente hablando?

Era un contraataque fulminante.

– Auxiliar administrativo.

– ¿Del señor Lepprince?

– No. Del abogado señor Cortabanyes.

– Ah, ya… Pensé, ¿comprende usted?, al verle tan a menudo en el domicilio del señor Lepprince… Pero ya veo que me confundo. Un auxiliar administrativo no comería en la mesa de Lepprince, salvo que mediase algo más, ¿cómo diría?, una relación amistosa, tal vez.

– Todo lo dice usted. Yo no digo nada.

– Ni tiene por qué, amigo Miranda, ni tiene por qué. Hace bien en no despegar los labios. Por la boca muere el pez.

– Entiendo que yo soy el pez, pero ¿debo entender también que usted es el pescador, comisario?

– Vamos, vamos, querido Miranda, ¿por qué somos tan hostiles los españoles? Esto es una reunión de amigos.

– En tal caso, haga el favor de presentarme a estos dos señores. Me gusta saber el nombre de mis amigos.

– Estos dos señores han venido conmigo con el único propósito de acompañarme. Ahora que ha llegado usted, se retiran.

Los dos adláteres del comisario dieron las buenas noches y salieron sin esperar siquiera que les acompañase a la puerta. Cuando nos quedamos solos, el comisario Vázquez adoptó una actitud más circunspecta y al mismo tiempo más familiar.

– Parece sorprendido, señor Miranda, por mi súbito interés hacia usted. Sin embargo, nada más lógico que tal interés, no ya en usted, sino en toda persona relacionada con el caso Savolta, ¿no le parece?

– ¿Qué clase de relación tengo yo con el caso Savolta?

– Una pregunta obtusa, en mi opinión, si repasamos los hechos. En diciembre del año pasado muere un oscuro periodista llamado Domingo Pajarito de Soto. De averiguaciones superficiales se desprende una realidad incuestionable: usted es su más íntimo amigo. Pocas semanas después, Savolta cae asesinado y, cosa extraña, usted es uno de los invitados a su fiesta.

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