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Con abril llegaron los chaparrones y el tiempo mudable. Una tarde, cuando Nicolás Claudedeu salía de una reunión, empezó a llover. Un coche de punto se aproximaba y lo llamó. El coche se detuvo y Claudedeu entró. En el coche había otro hombre. Antes de que Claudedeu se repusiera de su asombro, le descerrajó un pistoletazo en el entrecejo. El cochero arreó a los caballos y el coche se perdió al galope, ante los ojos atónitos de los policías que custodiaban a Claudedeu y el espanto de los viandantes. El cadáver del “Hombre de la Mano de Hierro” fue hallado al día siguiente en un vertedero municipal. La represión recrudeció, pero Lucas «el Ciego» no se dejaba prender. Los interrogatorios duraban días, las listas de sospechosos alcanzaban cifras de seis guarismos, las confidencias y delaciones menudeaban. La campaña se hizo extensiva no sólo a los anarquistas, sino al movimiento obrero en general.

TEXTO DE VARIAS CARTAS ENCONTRADAS EN CASA DE NICOLÁS CLAUDEDEU FECHA DAS POCOS DÍAS ANTES DE SU MUERTE

Documento de prueba anexo n. ° 8

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)

«Barcelona, 27-3-1918

Muy señor mío:

Tengo el gusto de comunicarle, a propósito del individuo en cuyos informes Vd. está interesado, que Francisco Glascá antes de la bomba de la calle del Consulado pertenecía al grupo "Acción" y había sido detenido en otras ocasiones por ejercer violencia, actualmente prestaba sus servicios en casa del patrono señor Farigola y era delegado del sindicato del ramo en cuestión. Vive amistanzado con una mujer, según informes del interesado, y tiene una hija llamada Igualdad, Libertad y Fraternidad. Su domicilio lo encontrará usted en la lista que me mandó y de la que, por lo que me dice, debe tener copia.»

Una cuartilla con aspecto de borrador dice: «Procure que las cosas se lleven a cabo con discreción. En último extremo, pero sólo en último extremo, recurra a nuestros amigos V. H. y C. R. Le agradezco el ejemplar del periódico madrileño Espartaco. Es preciso cortar de raíz esos rumores. ¿Qué hay de Seguí? Sea prudente, las cosas andan revueltas. Fdo.: N. Claudedeu.»

«Barcelona, 2-4-1918

Muy señor mío:

Parece ser que los del grupo "Acción" han tomado como una ofensa personal lo de Glascá. Temo que quiera llevar a cabo represalias, aunque dudo que se atrevan a dirigirlas contra Vd. Salgo hacia Madrid mañana sin falta, donde espero entrevistarme con A. F. Ya sabe el poco aprecio que este señor nos tiene, sobre todo a raíz del asunto Jover. Me dijo en su anterior visita que los viajes de Pestaña y Seguí a Madrid están relacionados con la huelga general, y que nuestra actitud y la de otros miembros de la Patronal puede adelantar los acontecimientos e impedirle tomar las oportunas medidas. No quiero ni pensar cómo estarán los ánimos por el ministerio.»

El doctor Flors abrió una puerta e invitó a entrar a su acompañante. No pudo evitar el comisario Vázquez un estremecimiento al trasponer el umbral. La celda era cuadrada y alta de techo, como una caja de galletas. Las paredes estaban acolchadas, así como el suelo. No había ventanas ni agujero alguno, salvo una trampilla en la parte superior que dejaba penetrar una incierta claridad. Tampoco existía mobiliario. El enfermo reposaba en cuclillas, con la espalda erguida apoyada en la pared. Sus ropas estaban hechas jirones y apenas si ocultaban su desnudez, lo que aumentaba su ruindad. Llevaba semanas sin afeitar y se le había caído el pelo en forma irregular dejando al descubierto aquí y allá franjas de cuero cabelludo. Un aire denso y pestilente se respiraba en la celda. Cuando el comisario hubo entrado, el doctor cerró la puerta con llave, y el policía y el enfermo se quedaron solos frente a frente. Lamentaba el comisario Vázquez no haber traído su pistola. Se volvió a la puerta y al mismo tiempo se abrió una mirilla por la que asomó la cara del mico.

– ¿Qué hago? -peguntó el comisario.

– Háblele despacio, sin levantar la voz.

– Tengo miedo, doctor.

– No tema, yo estoy aquí por si algo pasa. El enfermo parece tranquilo. Procure no excitarlo.

– Me mira con los ojos desorbitados.

– Es natural. Recuerde que se trata de un loco. No le contradiga.

El comisario Vázquez se dirigió al enfermo.

– Nemesio, Nemesio, ¿no me reconoces?

Pero Nemesio Cabra Gómez no daba señales de advertir la presencia del visitante, aunque seguía mirando fijo al comisario.

– Nemesio, ¿te acuerdas de mí? Viniste a verme varias veces a la Jefatura, ¿eh? Siempre te dimos café con leche y un panecillo.

La boca del enfermo empezó a moverse con lentitud, desprendiendo un reguero de baba. Su voz era inaudible.

– No sé qué me dice -dijo el comisario al doctor Flors.

– Acérquese más -aconsejó el médico.

– No me da la gana.

– Entonces salga.

– Está bien, doctor, me acercaré, pero no lo pierda de vista, ¿eh?

– Descuide usted.

– Mire, doctor -advirtió el comisario-, tengo dos hombres apostados fuera. Si dentro de un rato no salgo sano y salvo, entrarán y le harán responsable a usted de lo que haya sucedido. Ya nos entendemos.

– Usted quiso ver al paciente. Yo ya le aconsejé que desistiera. Ahora no me venga con historias. El comisario se aproximó a Nemesio Cabra Gómez.

– Nemesio, soy yo, Vázquez, ¿me recuerdas?

Percibió una voz estrangulada, parecida a un gorjeo. Se agazapó y logró entender:

– Señor comisario…, señor comisario…

El sargento Totorno entró en el palco, tosió con discreción y viendo que los dos ocupantes no le prestaban atención, tocó en el hombro a Lepprince.

– Disculpe, señor Lepprince.

– ¿Qué sucede?

– Voy a dar una vuelta por el gallinero, a ver si veo algo anómalo.

– Me parece muy bien.

– De paso estiro las piernas, ¿sabe usted? A mí, esto del teatro…

– Vaya, vaya, sargento.

De los palcos contiguos llegaban siseos reclamando silencio y el sargento Totorno salió golpeando las sillas con el sable. Max tomó los prismáticos y los dirigió a los pisos superiores.

– Aficionados -murmuró aludiendo al sargento.

– Hacen lo que pueden -dijo Lepprince.

– Bah.

Cayó el telón y hubo aplausos y brillaron las luces. Max se retiró al antepalco. Lepprince se puso en pie y encendió un cigarrillo antes de salir. Abrió la puerta que comunicaba con el corredor y un policía uniformado le impidió el paso.

– Deseo ir al bar.

– Órdenes del comisario Vázquez:: no puede abandonar su localidad.

– Tengo sed. Dígale al comisario Vázquez que venga.

– El comisario no está.

– Pues déjeme salir.

– Lo siento, señor Lepprince.

– Entonces, hágame un favor, ¿quiere?

– Sí, señor, a mandar.

– Busque a un acomodador y dígale que me traiga una limonada. Yo se la pagaré aquí.

Volvió al antepalco. Hacia calor. Max, en mangas de camisa, barajaba los naipes.

– Me quedo, si no le importa -dijo.

– ¿Vas a hacer un solitario? -preguntó Lepprince.

– Sí.

– Como prefieras, ¿no te interesa la obra?

– Saldré al final, a ver cómo se acaba.

– ¿Tú qué opinas del adulterio, Max?

– Poco, realmente.

– ¿Lo repruebas?

– Nunca lo he pensado, yo. A mí, esto del sexo…

– Está bien -dijo Lepprince-. Haz tú el solitario y que tengas suerte.

– Muchas gracias.

Lepprince volvió a ocupar su puesto. Sonó una campanilla con repique anunciando el comienzo del acto tercero. Volvió a repicar y las luces se amortiguaron mientras aumentaba el gas de las espitas de las candilejas. La gente se apresuró a toser y carraspear mientras se alzaba el telón. Golpearon la puerta del antepalco, abrió Max: el policía le tendió una bandeja con un botellín y un vaso.

– La fui a buscar yo mismo.

– Muchas gracias. Aquí tiene y se queda con las vueltas.

– De ningún modo.

– Orden del señor Lepprince.

– Vaya, si es así…

Avisado por Max, Lepprince entró en el antepalco y se bebió la limonada.

– ¿Recibió mi llamada, señor comisario?

– Sí, ya ves que aquí me tienes.

– Fue a verle un amigo, ¿verdad, señor comisario?

– Un amigo tuyo, sí.

– Era Jesucristo, ¿sabe?

El comisario Vázquez retrocedió hasta el ventanuco.

– Me parece que delira -susurró al doctor Flors.

– Ya le dije yo…

– Señor comisario, ¿está usted ahí?

– Aquí estoy, Nemesio, ¿qué querías decirme?

– La carta, señor comisario, encuentre la carta. El comisario Vázquez se aproximó de nuevo al enfermo.

– ¿Qué carta, Nemesio?

– Lo dice todo… la carta: encuéntrela y ella le dirá quién mató a Pere Parells. No se lo digo yo, señor comisario. Es Jesucristo quien habla por mi boca. El otro día, ¿sabe?, vi una luz resplandeciente que traspasaba las paredes; tuve que cerrar los ojos para no volverme ciego…, y cuando los abrí, Él estaba delante, como está usted ahora, señor comisario, igual que usted, con el blanco sudario que le regaló la Magdalena. Sus ojos desprendían chispas y su barba tenía puntos luminosos como estrellas y en las manos llevaba sus llagas puestas como cuando se le apareció a santo Tomás, el incrédulo.

– Anda, cuéntamelo de la carta, Nemesio.

– No. Esto es más hermoso que lo de la carta, señor comisario, y más interesante. Yo estaba postrado, sin saber qué hacer, y sólo repetía: «Señor, yo no soy digno de que entréis en mi pobre morada», y Él me mostró sus Divinas Llagas y su Corona de Espinas que parecía el Sol y me habló con una voz que salía de todos los rincones de la celda. Es verdad, señor comisario, salía de todos los rincones de la celda al mismo tiempo y todo era luz. Y me dijo: «Ve a buscar al comisario Vázquez, de la Brigada Social. Dile todo cuanto sabes y él te sacará de aquí.» Yo le repliqué: “¿Y cómo haré para ir a buscar al comisario Vázquez, si no me dejan salir de aquí, Señor, si me tienen preso?” Y Él respondió: «Yo iré a buscarle a Jefatura y le diré que venga, pero tú has de contarle todo lo que sabes.» Y desapareció dejándome sumido en la oscuridad, en la que permanezco desde que se fue.

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