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Nemesio Cabra Gómez se agitaba y se retorcía los dedos haciendo crujir las articulaciones.

– Ten paciencia -dijo el comisario Vázquez-, en seguida estoy por ti.

– ¿Sabe usted cuántas horas llevo aquí sentado?

– Muchas, creo.

Nemesio Cabra Gómez se abalanzó sobre la mesa. El comisario se sobresaltó y se cubrió con el periódico mientras el secretario se ponía de pie y hacía gesto de correr hacia la puerta.

– He meditado mucho en estas horas de angustia, comisario. No me abandone. Sé quién mató a Pajarito de Soto y a Savolta, y sé también quién será el próximo en caer. ¿Le interesa o no le interesa?

Recuerdo el último día que fui a la casa de la Rambla de Cataluña. Lepprince me había invitado a comer. Una vez traspuestos los controles, tomamos una copa de jerez en el saloncito donde ardían troncos a pesar de que la primavera se había hecho dueña de la ciudad e imponía sus colores luminosos y su tibieza exaltante. Luego pasamos al comedor. Mantuvimos una conversación de tipo general, llena de altibajos y silencios. Por último, a los postres, Lepprince me comunicó que se casaba. No me sorprendió el hecho en sí, sino el secreto que había rodeado sus relaciones hasta ese momento. La elegida, no hace falta decirlo, era María Rosa Savolta. Le di mi enhorabuena y no puse otro reparo que la excesiva juventud de su futura esposa.

– Tiene casi veinte años -replicó Lepprince con su dulce sonrisa (yo sabía que acababa de cumplir los dieciocho)-, una sólida formación y una cultura refinada. Lo demás, vendrá por sí solo, con el tiempo. La experiencia suele ser una sucesión de disgustos, fracasos y sinsabores que amargan más de lo que enseñan. Bien está la experiencia para un hombre, que ha de luchar, pero no para una esposa. Dios me permita privarle de la experiencia si ello significa evitarle todo mal.

Alabé sus palabras, de una gran nobleza, y ambos volvimos a sumirnos en una tensa mudez. El mayordomo entró en el comedor, pidió disculpas por la interrupción y anunció la visita del comisario Vázquez. Lepprince le hizo pasar y me rogó que me quedase.

– Disculpe que le recibamos en el comedor, amigo Vázquez -se apresuró a decir Lepprince apenas el comisario hizo su aparición-. Me pareció mejor esto que hacerle esperar o que echar a perder el final de una excelente comida. ¿Quiere unirse a nosotros?

– Muchas gracias, he comido ya.

– Al menos aceptará unos dulces y una copita de moscatel.

– Con mucho gusto.

Lepprince dio las órdenes pertinentes.

– He venido -dijo el comisario- porque creo mi deber tenerle informado de cuanto sucede en relación con… la situación de ustedes.

Al decir ustedes se refería, como entendí, a Lepprince y sus socios. A mí no me había saludado siquiera y mantenía el desdén del primer día, cosa que me afectaba, pero que juzgaba lógica:- en su profesión no cabían las atenciones ni los cumplidos y todo cuanto se interpusiera en su camino (amigos, secretarios, ayudantes y guardaespaldas) lo rechazaba sin miramientos.

– ¿Se refiere a los atentados? -dijo Lepprince-. ¿Hay alguna novedad respecto a la muerte del pobre Savolta?

– A eso me refiero, exactamente.

– Usted dirá, querido Vázquez.

El comisario se demoraba curioseando las vinagreras y leyendo entre dientes la etiqueta de la botella de vino. Me pareció que su displicencia me rebasaba y se hacía extensiva al propio Lepprince.

– Por medio de…, de gentes que colaboran con la policía de un modo indirecto y oficioso he tenido noticia de que se ha desplazado a Barcelona Lucas «el Ciego» -dijo.

– ¿Lucas el qué? -preguntó Lepprince.

– «El Ciego» -repitió el comisario Vázquez.

– ¿Y quién es este personaje tan pintoresco?

– Un pistolero valenciano. Ha trabajado en Bilbao y en Madrid, aunque los informes son confusos al respecto. Ya sabe usted lo que pasa con este tipo de gente: de un bandido hacen un héroe y lo imaginan en todo lugar, como a Dios.

Una camarera trajo un plato, un juego de cubiertos y una servilleta para el comisario.

– ¿Por qué le llaman «el Ciego»? -preguntó Lepprince.

– Una versión atribuye el apodo al hecho de que, al mirar, entorna los ojos. Otros dicen que su padre fue ciego y cantaba romanzas por los pueblos de la Huerta. Pura leyenda, en mi opinión.

– Él, sin embargo, parece tener la vista fina.

– Como un hilo de acero.

– ¿Fue ese Lucas el que mató a Savolta?

El comisario Vázquez se sirvió un par de dulces y dirigió a su interlocutor una mirada significativa.

– ¿Quién sabe, señor Lepprince, quién sabe?

– Siga contando cosas de su personaje, por favor. Y coma, coma, verá qué dulces más delicados.

– No sé si se da cuenta, señor Lepprince, de que hablo muy en serio. Ese pistolero es un hombre peligroso y viene por ustedes.

– ¿Quiere decir por mí, comisario?

– Dije por ustedes, sin especificar. Si hubiese querido decir por usted, lo habría dicho. Esta misma conversación la mantuve con Claudedeu a primera hora de la mañana.

– ¿Hasta qué punto es peligroso? -dijo Lepprince.

El comisario echó mano al bolsillo y extrajo unas cuartillas que tendió a Lepprince.

– Traigo unas notas apuntadas. Yo mismo las extracté del archivo. Déles un vistazo, aunque, a lo mejor, no entiende mi letra.

– Oh, sí, perfectamente. Aquí veo que se le atribuyen cuatro asesinatos.

– Dos asesinatos, propiamente dichos. Los otros dos muertos son policías caídos en una refriega, en Madrid.

– Y se fugó de la cárcel de Cuenca.

– Sí. La guardia civil lo persiguió por las montañas. Al final, no sé por qué, lo dieron por muerto y regresaron al cuartel. Un mes más tarde hacía su aparición en Bilbao.

– ¿Trabaja solo? -pregunté.

– Depende. Los informes de Madrid le atribuyen la jefatura de una banda, sin precisar el número de sus componentes. Otros informes lo describen como un lobo solitario. Esto último parece más acorde con su personalidad de hombre fanático y violento en extremo. Si ha tenido asociados lo habrán sido temporalmente, para un trabajo determinado.

El comisario Vázquez partió un tocinillo del cielo y lo saboreó despacio.

– Una delicia, este pastelito -exclamó.

– ¿Qué me aconseja que haga, comisario? -preguntó Lepprince.

Vázquez retrasó la contestación hasta después de haber terminado los restos del tocinillo.

– Yo sugeriría…, yo sugeriría que nos tuviese al corriente de todas sus actividades, en el sentido de poder mantener en torno a usted una estrecha vigilancia. Convendría preparar todas y cada una de sus salidas, de modo y a fin de que obliguemos a Lucas “el Ciego” a dar un golpe desesperado. Tipos como ése no suelen tener paciencia. Si le damos carnada, él mismo se colgará.

La camarera anunció que el café y los licores estaban servidos en el saloncito. Lepprince inició la procesión, pero el comisario Vázquez pretextó tener prisa y abandonó la casa.

– Le molesta que tenga mi propio guardaespaldas -comentó Lepprince en ausencia del comisario-. Opina que interfiere su labor.

– Y es cierto, desde su punto de vista.

– Desde su punto de vista, tal vez. Pero yo me siento más protegido por Max que por toda la policía española junta.

– Bueno, contra eso nada se puede decir. Yo creo, sin embargo, que son sumamente eficientes.

– En tal caso -concluyó Lepprince-, me siento doblemente seguro. Pero esta discusión no es una discusión taurina. Es mi vida lo que anda en juego y no voy a comprobar en mi propia carne quién es mejor y quién es peor.

El doctor Flors se rascaba la barba con un lapicero.

– Es irregular lo que me pide, comisario. El enfermo se halla en un estado de tranquilidad pasajera que su presencia podría alterar.

– ¿Qué pasaría si se altera?

– Se pondría furioso y nos veríamos obligados a darle unas duchas de agua fría.

– Eso no hace mal a nadie, doctor. Déjeme hablar con él.

– No debo, créame. Soy responsable de la salud de mis pacientes.

– Y yo soy responsable de la vida de muchas personas. No le pido que haga nada por mí, doctor, sino por el bien público, al que represento. Es un asunto grave.

No muy convencido, el doctor Flors acompañó al comisario a través de largos corredores que parecían no conducir a ninguna parte. Al término de cada corredor, el médico giraba en ángulo recto y tomaba un nuevo corredor. Las paredes estaban pintadas de verde, al igual que las puertas, distribuidas irregularmente. De vez en cuando, a la derecha o a la izquierda del corredor, para desorientación del comisario Vázquez, se abría una cristalera que daba sobre un jardín rectangular, en el centro del cual brincaba un surtidor rodeado de rosales en flor. Por el jardín vagaban algunos enfermos con la cabeza rapada, enfundados en largas batas rayadas, y un enfermero que ostentaba, por contraste, una espesa barba negra. El jardín tan pronto aparecía desde un ángulo como desde otro y, en cierta ocasión, el comisario creyó pasar por el mismo sitio por segunda vez.

– ¿No hemos visto antes esta imagen de san José? -preguntó al doctor señalando la imagen que les bendecía desde una hornacina.

– No. Usted quiere decir san Nicolás de Bari, que está en el ala de las mujeres.

– Perdón, me había parido…

– Es natural su confusión. El hospital es un laberinto. Fue pensado así para lograr un máximo de aislamiento entre sus diversas dependencias. ¿Le gusta nuestro jardín?

– Sí.

– Tendré sumo gusto en enseñárselo al término de su visita. Los propios enfermos lo cultivan y cuidan.

– ¿Qué hace aquél? -dijo el comisario Vázquez.

– Extermina insectos dañinos. Busca los nidos y los tapona con cera o barro. La cera es más eficaz, pues los insectos horadan el barro con facilidad y ganan la superficie de nuevo en pocos días. ¿Le interesa la jardinería, comisario?

– Teníamos un huertecillo en mi casa, cuando yo era chico. Y un patio donde mi madre cultivaba flores. Hace mucho de eso, ¿sabe usted?

Enfilaron un pasillo más oscuro que el resto del edificio, a cuyos lados se alineaban espesas puertas sin otra abertura que un diminuto tragaluz protegido por gruesas barras de hierro. Un ronroneo de ultratumba se filtraba por las puertas e inundaba el pasillo. El comisario apretó el paso instintivamente, pero el doctor Flors le indicó que habían llegado.

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