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Bernhard Van der Vich murió en una operación militar en Francia, cerca de la frontera con Suiza. La Cruz Roja lo trasladó a Ginebra gravemente herido. Cuando cruzaban la frontera, su hermana exclamó: “Bernhard, Bernhard, où es-tu ?” Los dos hermanos no se reencontraron: él murió aquella misma noche en el quirófano, y ella, poco después del amanecer. Es posible que todo forme parte de una leyenda forjada en torno a la excéntrica y adinerada familia. Los ricos son distintos al resto de los mortales y es natural que atraigan sobre sí los más disparatados rumores y las más desbocadas fantasías.

MIRANDA. Cuando murieron los hermanos Van der Vich, Savolta y su grupo se habían apoderado ya de todas las acciones, salvo un paquete reducidísimo que quedó depositado en un Banco de Suiza, a nombre de Emma Van der Vich.

JUEZ DAVIDSON. ¿No tuvieron herederos los Van der Vich?

M. No, que yo sepa.

J. D. ¿Producía la empresa beneficios que pudieran considerarse altos?

M. Sí.

J. D. ¿Regularmente?

M. Sobre todo en los años que precedieron a la guerra y durante la guerra.

J. D. ¿Luego no?

M. No.

J. D. ¿Por qué?

M. La entrada de los Estados Unidos en la conflagración hizo perder la clientela extranjera.

J. D. ¿Es posible? Dígame, ¿qué producto o productos se fabricaban en la empresa Savolta?

M. Armas.

Nemesio Cabra Gómez se había puesto pálido. El secretario hizo su aparición con una taza de café con leche grisáceo y una hogaza enharinada. Lo dejó sobre la mesa y volvió a su puesto, donde permaneció con la mirada extraviada. Nemesio Cabra Gómez desmenuzó el pan y sumergió los trozos en el café con leche produciendo una pasta repugnante.

– Si no vienes a contarme lo de Savolta -dijo el comisario Vázquez-, ¿a qué has ve nido?

– Sé quién lo mató -dijo el confidente mostrando el contenido de su boca.

– ¿Pero quién mató a quién?

– A Pajarito de Soto.

El comisario Vázquez meditó unos instantes.

– No me interesa.

– Es un asesinato y los asesinatos interesan a la policía, ¿o no?

– La investigación se cerró hace días. Llegas tarde.

– Habrá que abrirla de nuevo. Sé algo sobre la carta.

– ¿La carta? ¿La carta que escribió Pajarito de Soto?

Nemesio Cabra Gómez dejó de comer.

– Le interesa, ¿eh?

– No -dijo el comisario Vázquez.

Tal como habíamos convenido, acudí aquella tarde a casa de Lepprince. El portero, que ya me conocía de anteriores visitas, al verme de luto se creyó en la obligación de manifestar su condolencia por la muerte de Savolta.

– Mientras el Gobierno no tome sus medidas, no habrá paz para la gente honrada. Fusilarlos a todos es lo que habría que hacer -me dijo.

Una vez en el rellano tuve una sorpresa. El hombre pálido del bombín negro y el largo gabán que había visto en las exequias del magnate estaba allí, ante la puerta de la casa, y me impedía el acceso.

– Desabroche su abrigo -me dijo con acento extranjero y ademán conminatorio.

Le obedecí y él tanteó mi ropa.

– No llevo armas -dije sonriendo.

– Su nombre -me atajó.

– Javier Miranda.

– Esperar.

Chasqueó los dedos y compareció el mayordomo, que aparentó no conocerme.

– Javier Miranda -dijo el hombre del bombín-, ¿pasa o no pasa?

El mayordomo desapareció y volvió a los pocos segundos. Dijo que Lepprince me aguardaba. El hombre pálido se apartó y yo pasé sintiendo su mirada amenazadora en la nuca. Encontré a Lepprince solo en el saloncito donde tantas horas habíamos compartido.

– ¿Quién es? -pregunté señalando en dirección a la puerta.

– Max, mi guardaespaldas. Desertor del ejército alemán y hombre de toda confianza. Perdónale si te ha causado molestias. La situación es delicada y he preferido pasar por alto la cortesía en beneficio de la seguridad personal.

– ¡Es que me ha registrado!

– Aún no te conoce y no se fía ni de su sombra. Es un gran profesional. Ya le daré instrucciones para que no te moleste más en lo sucesivo.

En aquel momento llegaron gritos procedentes del pasillo. Salimos a ver: el guardaespaldas encañonaba con su pistola a un hombre que, a su vez, encañonaba al guardaespaldas.

– ¿Qué significa esto, señor Lepprince? -exclamó el recién llegado sin apartar los ojos del guardaespaldas.

Lepprince se reía por lo bajo de lo ridículo de la situación.

– Déjale pasar, Max. Es el comisario Vázquez.

– ¿Con pistola? -dijo Max.

– Pues no faltaría más -gruñó el comisario-. Quiere desarmarme, este animal.

– Sí, Max, déjale pasar -concluyó Lepprince.

– ¿Puedo pedir una explicación? -dijo el comisario sin ocultar su enfado.

– Deberá disculparle, no conoce a nadie.

– Su guardaespaldas, supongo.

– En efecto. Me ha parecido aconsejable.

– ¿No confía en la policía?

– Desde luego que sí, comisario, pero he preferido extremar las precauciones, aun a costa de parecer exagerado. Creo que las molestias de los primeros días quedarán compensadas por la tranquilidad futura. No sólo mía, sino de ustedes también.

– No me gustan los guardaespaldas. Son pistoleros, amantes de la camorra y trabajan por dinero. No he conocido a ninguno que no acabase vendiéndose. Por lo general organizan más líos de los que evitan.

– Este caso es distinto, comisario. Tenga confianza en mí. ¿Un cigarro?

– Los que tenemos todo el día para dormir velamos de noche, cuando descansa la gente de bien. La ciudad duerme con la boca abierta, señor comisario, y todo se sabe: lo que ha pasado y lo que pasará, lo que se dice y lo que se calla, que es mucho en estos tiempos tan duros. Yo soy amante del orden, señor comisario, se lo juro por mis muertos, que en gloria estén. Y si no basta con mi palabra, Dios hay que lo puede certificar. Me marché de mi pueblo porque allí había demasiada revolución. Ya no se respeta hoy en día la voluntad del Altísimo y Él tiene que mandarnos un gran castigo si no ponemos remedio los hombres de orden y buena voluntad.

El comisario Vázquez encendió un cigarrillo y se levantó.

– Voy a un recado. Espérame aquí, si te apetece, y me sigues contando luego estas ideas tan hermosas.

Nemesio Cabra Gómez se puso en pie.

– ¡Señor comisario! ¿No le interesa lo que sé?

– Por ahora, no. Tengo cosas más importantes que atender.

En la puerta hizo señal al secretario y le dijo por lo bajo:

– Salgo un momento; vigíleme a este pájaro mientras estoy fuera. No le deje marchar. Ah, y le devuelvo su tabaco. Compraré al salir.

Que por orden expresa de mis superiores jerárquicos me hice cargo del «caso Savolta» el 1 de enero de 1918, a raíz del asesinato de aquél. Que el difunto Enrique Savolta y Gallibós, de 61 años de edad, casado, natural de Granollers, provincia de Barcelona, del comercio, era propietario del 70 % de las acciones de la empresa que lleva su nombre, dedicada a la fabricación y venta de armas, explosivos y detonantes, situada en la zona industrial de Hospitalet, provincia de Barcelona, de la cual, a su vez, era director-gerente. Que conocidos los antecedentes de su muerte se atribuyó ésta a las organizaciones obreras, también llamadas sociedades de resistencia, que debieron de llevar a cabo el atentado como represalia por la muerte de un periodista llamado Domingo Pajarito de Soto, acontecida diez o quince días antes y que se achacó en los medios revolucionarios de esta capital a la intervención de uno o varios miembros de la ya citada sociedad. Que las indagaciones condujeron a la detención de…

Pasó enero y luego febrero. Escasamente veía a Lepprince. Fui a visitarle un par de veces, pero topé con una cadena de obstáculos hasta llegar a su presencia: el portero, antaño amable y charlatán en exceso, me paraba, me preguntaba mi nombre y llamaba por la bocina pidiendo instrucciones. En el rellano estaba Max, el guardaespaldas, esperándome: ya no me registraba, pero no quitaba las manos de los bolsillos del gabán. Me hacía entrar en el vestíbulo y avisaba al mayordomo. Éste me volvía a preguntar mi nombre, como si no lo supiera, y me rogaba que aguardase unos minutos. Mi entrevista con Lepprince se veía interrumpida con irritante periodicidad: llamadas extemporáneas, doncellas furtivas que le hacían llegar un papel garrapateado, un secretario rastrero que consultaba dudas, Max que aparecía sin llamar y revisaba los rincones como si buscara cucarachas.

Con todo, seguí frecuentando la casa de la Rambla de Cataluña. A menudo coincidía con el comisario Vázquez. Éste se presentaba de improviso, sostenía una breve escaramuza con Max y penetraba en el salón. Lepprince le obsequiaba con algo: un cigarro, un café con galletas, una copita de licor, y el comisario suspiraba, se desperezaba, parecía relajarse y comenzaba su charla preñada de crímenes, sendas tortuosas y pistas entretejidas. Un día nos comunicó que los sospechosos de la muerte de Savolta estaban ya en Montjuic. Eran cuatro: dos jóvenes y dos viejos, todos ellos anarquistas, tres inmigrantes sureños y un catalán. Yo pensé para mis adentros cuántos y cuán dolorosos palos de ciego no se habrían dado hasta localizar a los cuatro malhechores.

En efecto, unas semanas antes de que Vázquez nos diera la noticia de la detención y encarcelamiento, hallándome yo aburrido, se me ocurrió pasar por la librería de la calle de Aribau con el propósito de matar una hora escuchando al mestre Roca. Pero la librería estaba desierta. Sólo seguía en su lugar la mujer pelirroja, la del mostrador. Avancé hacia la trastienda y ella me impidió el paso.

– ¿Desea el señor algún libro?

– ¿Ya no viene por aquí el mestre Roca? -pregunté.

– No, ya no viene.

– No estará enfermo, espero.

La dependienta miró en todas direcciones y murmuró pegándose a mi oreja:

– Se lo llevaron a Montjuic.

– ¿Por qué? ¿Hizo algo malo?

– Fue a raíz de la muerte del Savolta, ¿sabe a lo que me refiero?

Al día siguiente se inició la represión. El mestre Roca contrajo una enfermedad en Montjuic debido a su avanzada edad. Le soltaron relativamente pronto, pero ya no volvió por la librería ni supe más de él.

– No puede tratarme así, señor comisario, soy un hombre de orden. Mi único propósito fue ayudarle, ¿por qué no me presta un poco de atención?

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