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La casa estaba cerrada y ante la puerta un criado impedía el paso a los visitantes. Aguardábamos a la intemperie, apiñados en la parte delantera del jardín. De vez en cuando distinguíamos siluetas cruzando una ventana. Tras la tapia, en la calle, una muchedumbre se había reunido para rendir el postrer homenaje al magnate. Un frío seco y un aire luminoso y sereno hacían llegar con limpieza el lejano tañido de las campanas. Se oía piafar a los caballos y golpes de cascos en la calzada. Se abrió la puerta de la casa. El criado se retiró y dio paso a un canónigo revestido de ornamentos funerarios. Salieron dos monaguillos y corrieron a formar en hilera. El primero llevaba un largo palo rematado por un crucifijo metálico. El segundo balanceaba un incensario que desprendía volutas perfumadas. El canónigo tenía los ojos clavados en el misal y entonaba un cántico sacro, coreado desde dentro de la casa por voces hondas. Iniciaron la procesión; tras el canónigo marchaban cuatro curas en doble columna. Luego aparecieron los maceros del ayuntamiento con sus vestiduras medievales, sus pelucas y sus clavas doradas, en forma de devanadera. Por último, el féretro en que reposaba Savolta, con festones y brocados. Lo portaban Lepprince, Claudedeu, Parells y otros tres hombres cuyos nombres no sabía. En el balconcito del primer piso vimos a la señora de Savolta, a otras señoras y a María Rosa Savolta enlutadas, con pañuelitos en la mano que viajaban súbitamente a los ojos para restañar una lágrima por el magnate.

Detrás del féretro marchaba un desconocido que vestía un largo abrigo negro y se tocaba con bombín del mismo color bajo el cual caían rubios mechones, casi albinos. Tenía las manos hundidas en los bolsillos y giraba la cabeza de un lado a otro, clavando en todos los asistentes sus ojos azules que destacaban en un rostro blanco como la cera.

El comisario Vázquez entró en su despacho. Su secretario arrojó sobre la mesa unos papeles para ocultar el periódico que leía.

– ¿Quién le ha mandado hacer un paquete? -gruñó el comisario Vázquez-. Lea su periódico y déjese de tonterías.

– Ha llamado por teléfono don Severiano. Le dije que se había usted ausentado por mor de unas diligencias y respondió que llamaría de nuevo.

– ¿Llamaba desde Barcelona?

– No, señor. Una chica, o señorita, que no dijo su nombre, dio aviso de conferencia desde una localidad que no me fue posible retener. Se oía muy mal.

El comisario Vázquez colgó su abrigo de un perchero mugriento y se sentó en su pegajosa silla giratoria.

– Déme un cigarrillo. ¿Alguna otra novedad?

– Un individuo desea verle. Me parece que no se trata de un habitual.

– ¿Qué quiere? ¿Quién es?

– Hablar con usted. No suelta prenda. Es Nemesio Cabra Gómez.

– Bueno. Le haremos esperar un rato, para que tenga ocasión de sintetizar su discurso. ¿Me da o no me da ese pitillo?

El secretario abandonó su mesa.

– Quédese con el paquete. Llevo uno entero en el bolsillo del gabán y, además, no me conviene fumar demasiado, por la bronquitis.

La muchedumbre que colmaba las aceras y la calzada y que se había encaramado a los árboles y a las farolas y a las verjas de las casas vecinas emitió un mugido sordo cuando apareció el féretro. Entre las cabezas descubiertas de la gente sobresalían aquí y allá los caballos de la policía que mantenía el orden con los sables en la mano. Componían la multitud representantes de todas las clases sociales: hombres de alcurnia, vestidos de negro con flamantes chisteras; militares con uniforme de gala; buenas gentes atraídas por el espectáculo ciudadano, y obreros que acudían a dar el último adiós a su patrono. Avanzó la carroza charolada tirada por seis corceles engalanados con plumas, jaeces y gualdrapas de metal oscuro y conducida por cocheros de levita y chambergo también emplumado y lacayos de calzón corto, colgados de los estribos. Cargaron el féretro en la carroza y la banda municipal tocó la Marcha fúnebre de Chopin mientras el carruaje iniciaba un paso lento y la multitud se santiguaba y se estremecía. Ocupaban la presidencia del cortejo las autoridades y les seguían los socios, amigos y allegados del magnate. También se unió a la presidencia el extraño individuo del largo gabán y el bombín negro y otro personaje vestido de gris que dirigió unas palabras quedamente a los más próximos, asintió a las respuestas con la cabeza y se alejó. Era el comisario Vázquez, encargado del caso.

– ¿Qué pinta tiene ese Nemesio Cabra Gómez? -preguntó el comisario Vázquez.

El secretario hizo un mohín.

– Bajito, moreno, delgado, sucio, sin afeitar…

– Obrero en paro, supongo -dijo el comisario.

– Eso parece, sí, señor.

Después de hojear los periódicos y ver que no aludían al suceso de la noche anterior, el comisario Vázquez ordenó que hicieran pasar al confidente.

– ¿De qué quieres hablarme?

– Vengo a contarle cosas de su interés, señor comisario.

– No pago a los soplones -advirtió el comisario Vázquez-. Me molestan y no reportan nada práctico.

– Colaborar con la policía no es malo.

– Ni rentable -añadió el comisario.

– Llevo nueve meses parado.

– ¿Y quién te da de comer? -preguntó el comisario.

Nemesio Cabra Gómez sonrió. Ceceaba ligeramente. Se encogió de hombros. El comisario Vázquez se volvió a su secretario.

– ¿Podemos ofrecer un trozo de pan y un café con leche a un parado?

– Ya no queda café.

– Que vuelvan a colar los posos -dijo Vázquez.

El secretario salió sin abandonar la postura sedente.

– ¿Qué me vas a decir? -dijo el comisario.

– Sé quién lo mató -dijo Nemesio Cabra Gómez.

– ¿A Savolta?

Nemesio Cabra Gómez abrió su boca desdentada.

– ¿Mataron a Savolta?

– Lo traerán los periódicos de la tarde.

– No lo sabía…, no lo sabía. ¡Qué gran desgracia!

Bajo el sol de enero avanzaba la letanía mortuoria de los curas y la carroza y la muchedumbre tras ella. Un estremecimiento general nos sacudía, pues todos teníamos el convencimiento de que uno de los asistentes era el asesino. La iglesia se colmó y también la calle hasta donde abarcaba la vista. Los primeros bancos los ocupaban las mujeres, que ya estaban allí cuando nosotros llegamos. Plañían y rezaban y oscilaban al borde del colapso. Luego se agolpaba en las naves una multitud silente y respetuosa. En la calle, por el contrario, reinaba un gran alboroto. La reunión de todos los financieros barceloneses producía discusiones, altercados, regateos, acercamientos oportunistas, tanteos y sugerencias. Los secretarios no cesaban de anotar y de llevar recados de un lado para otro, abriéndose paso a codazos, febriles por concluir antes que nadie la transacción. Al salir del templo me topé con Lepprince.

– ¿Qué se dice por ahí? -me preguntó.

– ¿Por ahí? ¿Dónde?

– Pues, por ahí…, en los periódicos, en la calle. ¿Qué dice Cortabanyes? Yo no he abandonado la casa en estos dos días, prácticamente. Justo el tiempo de cambiarme de ropa, tomar un baño y comer algo.

– Todo el mundo comenta la muerte del señor Savolta, como es natural, pero no se ha esclarecido nada, si es a eso a lo que se refiere.

– Claro que me refiero a eso. ¿En qué sentido se dirigen las sospechas?

– El atentado vino de fuera. Se descarta que haya podido ser uno de los asistentes.

– Yo no descartaría nada, si fuera policía, pero estoy de acuerdo en que no fue cuestión personal.

– Tiene una idea formada, ¿no?

– Naturalmente que sí. Como tú y como todos.

Claudedeu se unió a nosotros. Lloraba como un niño.

– No lo puedo creer…, tantos años juntos y ahora, miren ustedes… No lo puedo creer.

Cuando se hubo ido, Lepprince me dijo:

– No puedo entretenerme. Ven mañana por mi casa. Después de las ocho, ¿de acuerdo?

– No faltaré -dije.

JUEZ DAVIDSON. Ahora desearía tocar un punto que me parece de peculiar relevancia. Y es el siguiente: ¿conocía usted los entresijos de la empresa Savolta?

MIRANDA. De oídas.

J. D. ¿Quién era el accionista mayoritario?

M. Savolta, por supuesto.

J. D. Al decir «por supuesto», ¿quiere decir que Savolta era propietario de todas las acciones de la sociedad?

M. De casi todas.

J. D. ¿En qué proporción?

M. Un 70 % de las acciones le pertenecían. J. D. ¿Quién poseía el otro 30 %?

M. Parells, Claudedeu y otros vinculados a la empresa poseían hasta un 20 %. El resto estaba en manos del público.

J. D. ¿Siempre había existido este status social?

M. No.

J. D. Explique la historia con brevedad.

– La sociedad Savolta -dijo Cortabanyes- la fundó un holandés llamado Hugo Van der Vich en 1860 0 1865, si mal no recuerdo; yo apenas tuve participación en ello, como no he tenido participación en casi nada de cuanto ha sucedido a mi alrededor. La constitución se realizó en Barcelona y a la empresa se la denominó Savolta porque por entonces Savolta era el hombre de paja de Van der Vich en España y la finalidad de la empresa no era otra que la evasión fiscal.

Cortabanyes tenía miedo. Desde la fiesta de fin de año experimentaba continuos escalofríos y sus dientes castañeteaban sin cesar. Me convocó y empezó a contarme la historia de la empresa como si quisiera descargarse de un peso. Como si fuera el prólogo de una gran revelación.

– Con el tiempo, Van der Vich se fue chiflando y confió en Savolta la gestión de la empresa, cosa que éste aprovechó para irse apoderando de las acciones del holandés hasta que Van der Vich murió de forma trágica, como es de dominio público.

Yo había leído la romántica historia siendo niño. Hugo Van der Vich era un noble holandés que vivía en un castillo rodeado de frondosos bosques. Se volvió loco y adquirió la costumbre de disfrazarse de oso y recorrer a cuatro patas sus posesiones, asaltando a las campesinas y las pastoras. Corrió la leyenda del oso y se organizaron batidas en las que murieron más de treinta osos y seis cazadores. Uno de los osos muertos fue Van der Vich.

– Van der Vich -prosiguió Cortabanyes- dejó un hijo y una hija que siguieron habitando el castillo, al que las gentes atribuyeron fama de encantado. Se decía que por las noches vagaba el alma de Van der Vich y atrapaba entre sus zarpas a cuantos veía, exceptuando a sus hijos, que le dejaban en las almenas miel y roedores muertos para su alimentación. Los hijos vivían incestuosamente amancebados, y en un estado de desidia tal que las autoridades intervinieron y apreciaron en ambos síntomas de locura. El hijo, Bernhard, fue internado en un manicomio en Holanda y la hija, Emma, en un sanatorio suizo. Al estallar la guerra, en 1914, Bernhard Van der Vich logró huir de su encierro y se unió al ejército alemán, donde alcanzó el grado de capitán de dragones.

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