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– No, no -dijo con voz débil-; tan sólo un poco mareada.

Tomé asiento junto a ella. La piedra era fría y resbaladiza.

– Es como si estuviéramos en otro mundo -dije, mirando hacia el borde del precipicio. Pensé en el poderoso y noble Sausi, que tantas veces había salvado mi vida, y me pregunté si el búlgaro habría encontrado su final en un lugar tan remoto y horrible.

– Lo estamos -respondió ella, con su voz algo más firme-. Éste es el hogar del Adversario; pero, incluso aquí deben regir los mismos principios que son comunes a toda la naturaleza. Este barranco con forma de espiral no puede haber sido producido por ningún fenómeno natural. Por muy increíble que nos parezca debemos admitir que ha sido labrado en la roca por los siervos del Adversario. Con tecnología, o con las manos desnudas, no importa cómo, pero esto no es una formación natural. Como tampoco lo es ese inmenso anillo de columnas que empieza varias vueltas más abajo.

– Tú también lo viste -dije.

– Sí. Quizás eso sea su palacio, o quizá no; pero iremos hasta allí. Parece un buen sitio para empezar a buscar a nuestro enemigo. Después de que comprobemos con cuántos recursos seguimos contando.

Se puso en pie, y caminó hacia los restos del Teógides. Yo le seguí en silencio.

Algunos dragones escarbaban entre los hierros retorcidos de lo que una vez había sido la proa del Teógides. Intentaban liberar del amasijo a uno de los caballeros caminantes que había quedado allí atrapado. Tras largos e infructuosos intentos desistieron.

– Es inútil -dijo uno de ellos-. Aunque lográramos sacarlo de ahí, está destrozado. Y el otro aún no lo hemos localizado.

– Seguid buscando -les ordenó Neléis.

Joanot se acercó a nosotros, y dijo:

– Dieciocho almogávares, y quince dragones supervivientes. Eso es todo. Hay dos almogávares gravemente heridos; uno de ellos parece haberse roto la columna. Y uno de los dragones tiene un brazo aplastado. Tus compañeros les han dado una de vuestras pócimas quitadolor, y parecen tranquilos.

– Muy bien -dijo Neléis, asintiendo lentamente, como si meditara cuidadosamente sus palabras-; no vamos a dejar a nadie atrás. No sé lo que vosotros pensaréis, pero yo preferiría estar muerta antes que verme sola e indefensa en un sitio como éste.

– ¿Qué sugieres? -dijo Joanot cruzando los brazos sobre su pecho.

– Improvisaremos unas angarillas, con viguetas y unos trozos de lona; y los llevaremos con nosotros.

– Me parece una excelente idea -dijo Joanot, y la consejera le miró desorientada.

Nos acercamos a uno de los dragones que intentaba poner el telecomunicador nuevamente en funcionamiento, y Neléis le preguntó qué tal iba su trabajo.

– Esta humedad no es lo mejor para este aparato, consejera -dijo el hombre-; he tenido que sustituir varios circuitos, pero creo que podré hacerlo funcionar.

– Es imprescindible comunicarnos con el Paraliena lo antes posible.

El dragón asintió, y volvió a concentrarse en la caja del telecomunicador.

Joanot había regresado junto al kauli y llamó a gritos a dos almogávares. Entre los tres agarraron al demonio plateado por los hombros, y lo arrastraron hacia el borde del abismo. La consejera y yo corrimos junto a ellos para ver qué sucedía.

– ¿Qué haces Joanot? -le preguntó Neléis al valenciano.

Sin dejar de arrastrar al kauli, Joanot dijo:

– Creo que los hombres tienen derecho a divertirse un poco, consejera. Además necesitamos información, y este monstruo nos la va a dar gustosamente. ¿No es cierto?

– ¿Piensas torturar al kauli ? -la expresión de Neléis era casi divertida.

El valenciano se detuvo, y se quedó mirando a la mujer.

– ¿A qué viene esa sonrisa, consejera? -Joanot parecía turbado, como si aquella mujer le hubiera pillado haciendo algo vergonzoso-. Este bicho debe de saber muchas cosas que nos pueden ser muy útiles. Le haremos hablar.

Neléis se encogió de hombros.

– Lo que intentáis hacer es tan ridículo e infantil -dijo-. ¿Queréis hacerle hablar? ¡Si ni siquiera conocéis su idioma!

Joanot miró desorientado hacia sus hombres, y dijo:

– No importa. El lenguaje del dolor es fácil de entender para todos.

Mientras discutían, me acuclillé junto al kauli y lo observé con detenimiento.

Era tan extraño. La textura de la piel de su rostro era exactamente igual a la piel humana; podía distinguir sus poros, y un vello suave como el de una mujer cubría sus mejillas. Sus ojos eran grandes y perfectamente humanos, de largas pestañas negras, igual que su pelo que ahora estaba empapado y manchado de barro. La piel del cuello seguía siendo normal justo bajo las mandíbulas, pero se volvía rígida y adquiría un color plateado conforme descendía hacia la clavícula. A partir de ahí, su piel se convertía en aquella coraza de aspecto metálico, pero que en realidad era de una materia semejante a los élitros de un escarabajo.

Mientras lo estudiaba, el kauli permaneció quieto, pero de repente saltó hacia mí, e intentó atraparme con sus mandíbulas de león.

Al apartarme caí de espaldas en el barro; y Joanot y los almogávares le dieron patadas a aquella criatura en el tórax y en la cabeza, para alejarla de mí.

Uno de los almogávares, Guzmán, se arrodilló entonces junto al kauli, e introdujo su cuchillo por debajo del pliegue del pecho de su armadura; tajó hacia arriba, y empezó a desprender la placa del pectoral izquierdo. El kauli aulló como un alma en pena.

– Vaya -comentó Joanot con una sonrisa-, parece que esto sí lo ha entendido. Creo que empezamos a comunicarnos, consejera.

– Debéis suspender esto inmediatamente -dijo la mujer.

El kauli sacudía la cabeza de un lado a otro, bramaba y lanzaba espuma por la boca como si hubiera enloquecido. Guzmán le había arrancado la placa y la masa muscular del pecho aparecía roja y brillante. Sonó un estampido, y el kauli quedó inmóvil. Un orificio había aparecido en el centro de su cráneo, pero apenas manaba sangre de él.

– ¿Qué ha pasado? -gritó Guzmán-. ¿Quién ha disparado? -Entonces vio a uno de los dragones que bajaba su pyreion humeante-. ¿Has sido tú? ¿Tú has disparado?

El almogávar avanzó resueltamente hacia el dragón con su cuchillo manchado con la sangre del kauli en la mano.

– Ya es suficiente -ordenó Neléis-. Joanot, contén a tu hombre.

Guzmán se plantó frente al dragón, y le amenazó con el cuchillo. La diferencia física entre los dos hombres era más que notable; Guzmán apenas llegaba al pecho del dragón, era canijo y desgarbado; pero le había visto luchar, y sabía de lo que era capaz.

– Basta Guzmán -dijo Joanot, con gesto cansado-; déjalo.

El almogávar se volvió hacia Joanot con los ojos chispeando de furia, pero no bajó el cuchillo con el que amenazaba al dragón.

– No, Adalid -dijo entre dientes-; estoy harto de esta gente. ¿Acaso se creen dioses? ¿Se creen mejores que nosotros? Hemos peleado y hemos muerto por ellos, y aún nos siguen mirando por encima del hombro, ¡como si fuéramos bestias miserables!

Joanot pasó por encima del cuerpo del kauli y se acercó al almogávar que parecía cada vez más fuera de sí. Le tendió la mano, y le pidió que le entregara el cuchillo.

– No te daré mi cuchillo. Yo era amigo de Fabra, ¿sabes, Adalid? Él era mi camarada, y muchas veces salvó mi vida en Túnez y en Sicilia… -Guzmán sollozó, y añadió con rabia-: ¡Y tú ordenaste su muerte por culpa de una de las furcias de esa ciudad! El Capitán nunca lo hubiera permitido, ni que nos trajeran a este infierno. ¿Qué estamos haciendo aquí? ¿Qué lugar infernal es éste, y qué criaturas diabólicas nos rodean? Nuestras almas jamás podrán escapar de esta sima… -El almogávar se dejó caer de rodillas en el barro, le entregó su arma a Joanot, y dijo-: Jamás saldremos de aquí, Adalid.

– Sí lo haremos, Guzmán -dijo Joanot-; te lo prometo por mi honor.

6

No había noche y día en aquel lugar de pesadilla. Prácticamente toda la luz provenía de la extraña fosforescencia de la tromba central. El cielo era tan sólo un torbellino gris oscuro enmarcado por las afiladas cumbres del acantilado.

No había sensación alguna de paso del tiempo, pero nuestros organismos nos decían que estábamos al borde del agotamiento. Neléis decidió acampar allí mismo hasta averiguar si el telecomunicador estaba o no en condiciones de volver a funcionar.

Almogávares y dragones trabajaron juntos en la construcción de una gran tienda, utilizando para ello las viguetas de metal y la cubierta de lona del Teógides. La caja del telecomunicador fue transportada a aquel espacio razonablemente seco, y los dragones siguieron trabajando con ella. Uno de ellos aseguraba haber escuchado una débil señal del Paraliena, y esto significó una pequeña esperanza para todos nosotros.

Sentado al borde de la tienda los veía reparar los componentes dañados, y rezaba para que todo fuera bien y aquel aparato, cuya existencia no hubiera podido ni imaginar unos meses atrás, y que ahora parecía tan importante, funcionara otra vez.

Vi también a Guillem caminando bajo la lluvia, entre aquellos árboles cadavéricos, y me sonreí; aquel hombrecillo flaco y encorvado parecía indestructible.

La consejera Neléis se acercó a mí y me entregó una manta doblada.

– Deberías intentar dormir -dijo-; si no conseguimos reparar el telecomunicador tendremos que ponernos en marcha y en ese caso nos espera una larga caminata.

Le respondí que tenía pánico de volver a dormir, y ella quiso saber por qué.

Le hablé entonces de mi último sueño, que había sido tan nítido y real como las alucinaciones que sufría cuando llevaba el rexinoos en mi interior.

– En el puente del Teógides -seguí contándole- los kauli intentaron atraparme una y otra vez; como si yo fuera su único objetivo.

– No debes pensar en eso -dijo ella mirándome preocupada.

Pero no podía quitar de mi cabeza la posibilidad de que el rexinoos se hubiera reproducido, y que a través de mí el Adversario conociese todos nuestros movimientos.

– Nunca ha sucedido algo así -dijo ella.

– Tampoco tenéis una experiencia tan amplia en esto. Sólo cuatro casos.

– Es cierto -dijo Neléis sentándose a mi lado-; pero tampoco sirve de mucho que te preocupes por algo que no podemos comprobar de ningún modo.

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