Iustitia, Prudentia, Fortinudo, Temperantia, Fides, Spes, Charitas, Patientia, Pietas
La Salaminia había sido cuidadosamente pertrechada para el viaje hacia el mediodía, hasta la ciudad de Samarcanda. Aquélla iba a ser la prueba de fuego para los aeróstatos, que hasta entonces se habían limitado a cortos vuelos por los alrededores de Apeiron, sin alejarse nunca más de unas decenas de leguas de la ciudad.
En esta ocasión el vuelo duraría varias horas, para recorrer una distancia que a pie nos hubiera llevado varias jornadas.
Diez almocadenes almogávares, entre los que estaban Sausi Crisanislao y Ricard de Ca n', realizarían el vuelo junto a una pequeña falange formada por veinte dragones de la ciudad. Aquél era un viaje de reconocimiento, para comprobar la información dada por Ibn-Abdalá sobre la concentración de tártaros en los alrededores de Samarcanda, por lo que los ocupantes del aeróstato se habían reducido al mínimo.
Viajarían también el propio Ibn-Abdalá, y cinco sarracenos que afirmaban conocer la región tan bien como el cadí. Y también iría yo.
– La idea -me había explicado Neléis-, es experimentar las reacciones de los hombres al viajar a bordo de una nave voladora, además de comprobar el funcionamiento y la respuesta de la propia Salaminia.
Es posible, y yo no dudaba de que aquello tuviera su lógica, pero hubiera deseado no ir. Aún me asustaban aquellos gigantescos leviatanes voladores y, lo que era más importante, llevaba varios días estudiando y dibujando uno a uno todos los componentes de la maravillosa máquina analítica, y sentía que estaba cercano al momento en que podría comprender perfectamente su funcionamiento. No deseaba embarcarme precisamente entonces en un nuevo viaje, aunque fuera a durar sólo unas horas.
Pero Joanot me convenció:
– Los almocadenes que irán a bordo de ese barco volador te necesitan, Ramón.
– ¿A mí? -Me extrañaron sus palabras.
– Precisamente a ti. Tú nos has traído hasta aquí; eso lo saben todos y confían en ti, anciano. Son unos hombres valientes, bien lo sabes, pero no es un secreto que ese viaje les asusta mortalmente.
– Lo entiendo, porque a mí también me asusta.
– Es normal, no parece una forma natural de viajar, parece cosa de brujas, pero si no es con esos navíos mágicos, no podremos alcanzar el Remoto Norte de ninguna forma. En un futuro, Ricard y los demás almocadenes, insuflarán valor al resto de los almogávares para que monten en esos aparatos, pero ahora necesitan de tu guía para tener la suficiente confianza como para ir ellos.
– ¿Aunque esté completamente aterrorizado?
Joanot de Curial rió con ganas.
– Tú siempre pareces mortalmente asustado, anciano, pero te meterías de cabeza en un volcán si creyeras que eso iba a servir para algo.
De modo que no tenía muchas opciones, pensé mientras me echaba hacia atrás para contemplar la enorme envergadura del aeróstato.
Había sido sacado del interior del tinglado por un numeroso grupo de hombres que lo sujetaban y dirigían con ayuda de unas largas cuerdas, hasta que su proa quedó sujeta a una especie de torreta de madera. Estaban probando la máquina de vapor, y pude ver los dobles chorros de vapor surgir de los costados de la nave, exactamente igual que si de un leviatán se tratase.
Tenía que admitirlo una vez más: aquella máquina me daba pavor. Vi entonces al grupo de almogávares con Ricard y Sausi a la cabeza. Aunque intentaban demostrar valor, los conocía lo suficiente como para ver el miedo que les embargaba. Miraban la gigantesca nave flotante y hacían chistes para ahuyentar sus temores. Llegué a oír a uno de ellos comparar el tamaño de la Salaminia con el tamaño de su pene, y todos estallaron en carcajadas.
Los sarracenos formaban un compacto grupo un poco más allá. También observaban el aeróstato, pero ninguno de ellos reía. Hablaban su lengua en voz baja, y cuando me acerqué, enmudecieron. Ibn-Abdalá me salió al paso.
– ¿Tú también vendrás con nosotros? -me preguntó el cadí.
– Eso parece -le respondí, mirando de reojo a los otros cinco sarracenos. Y añadí al cabo de un instante-: tu información sobre los tártaros en Samarcanda ha resultado valiosa para los ciudadanos. Te están muy agradecidos.
Ibn-Abdalá hizo un gesto de desinterés.
– Tan sólo dije la verdad.
– ¿Has cambiado de opinión sobre los apeironitas?
– Sólo intento colaborar -dijo rápidamente el cadí -. No me gusta esta gente, pero los tártaros y los gog son los enemigos de mi pueblo.
– No pareces preocupado por subir a bordo de esa máquina -observé.
El sarraceno se volvió a mirarla antes de contestar.
– No va a ser la primera vez, hermano del Libro; yo viajaba a tu lado cuando inconsciente te llevaban hacia la ciudad. Entonces me sacié de todo el miedo posible.
Amanecía cuando llegó un vehículo de vapor arrastrando un flotador con los dragones a bordo. Descendieron por la escalerilla, cargados con todos sus pertrechos, y tuve entonces la oportunidad de observarlos de cerca por primera vez.
Sus armaduras les cubrían todo el cuerpo y eran de un vivo color escarlata. No parecían estar hechas de metal, sino de algún material semejante a la cerámica o al cristal, pero tan fuerte como el acero y tan ligero como la madera. Cuando pregunté sobre este material a la capitana de la falange -una altísima mujer de nombre Mirina-, ésta me explicó que, al igual que los falsos cristales de los aeróstatos, se trataba de un material sintetizado a partir del aceite de piedras.
El yelmo de aquellos soldados parecía una cabeza de dragón con las fauces abiertas. La visera era de un material semejante al del resto de la armadura, pero transparente también como el cristal. Según afirmaba Mirina, protegía perfectamente los ojos del fuego y el calor.
Los dragones cargaban a su espalda dos grandes depósitos cilíndricos. Uno contenía aceite de piedras, y el otro un componente que, combinado con este aceite, se inflamaba al instante. Los dos líquidos pasaban por dos delgados tubos que iban a desembocar a los lados de una pieza metálica sobre la que estaba tallada la esfinge de un dragón, y que recordaba a las gárgolas de las catedrales. Al accionar un mecanismo situado en la panza del dragón, los dos líquidos se combinaban y la gárgola arrojaba un largo chorro de fuego por la boca.
Pero ésta no era la única arma de los dragones. Todos llevaban además una especie de lanza corta y gruesa, de sólo un par de varas de longitud, con un afilado cuchillo sujeto a un extremo. El otro extremo era de madera, y su forma se adaptaba perfectamente a la mano del que lo empuñaba. La parte central de la lanza era un tubo hueco de metal de más de una pulgada de diámetro.
Pregunté a Mirina por la utilidad de aquellas lanzas, y la capitana preparó cuidadosamente su arma y, dirigiendo el extremo del cuchillo hacia arriba, hizo fuego.
El estampido sobresaltó a los almogávares y a los sarracenos, pero no a mí que durante los preparativos del disparo había adivinado de qué se trataba. ¡Por fin algo cuyo origen podía comprender! Aquella lanza era una especie de diminuto trueno [31] de pólvora. Yo mismo había conseguido la fórmula de aquel polvo negro explosivo, y había fabricado una pequeña cantidad de él en el patio de mi alquería de Mallorca. Después había hecho un agujero en el suelo, lo había llenado con aquel polvo, y lo había tapado con una piedra. Al hacerlo estallar con una mecha, la piedra había salido disparada a más de veinte varas de altura. Y al caer estuvo a punto de alcanzarme.
– A esto lo llamamos pyreions explosivos -me dijo Mirina-; o simplemente pyreions; por la piedra que genera la chispa en su interior.
Mirina tendría poco más de treinta años. Alta, fuerte y silenciosa, como casi todos los apeironitas que había conocido hasta entonces. Lucía una corta melena negra al estilo griego, y parecía una amazona salida de algún antiguo poema. El resto de los dragones que formaban la falange, hombres y mujeres por igual, tenían una complexión similar a la de su capitana. Aquella gente conocía perfectamente sus cuerpos, y sabían cómo cuidarlos y desarrollarlos. A su lado, los almogávares parecían canijos y contrahechos; pero, como se vio más adelante, no todo está en el aspecto físico.
Ordenadamente, todos subimos a bordo del aeróstato. Dragones, sarracenos y almogávares se mezclaron por la bodega. A través de las portillas vimos cómo las hélices empezaban a girar. Todo el aeróstato vibró y un murmullo temeroso corrió por entre los almogávares y los sarracenos. Yo intenté demostrar calma y confianza en aquella máquina, pero mi frente se estaba cubriendo de sudor.
Uno de los aeronautas, que vestían una especie de largo guardapolvo gris, vino a mi encuentro y me invitó a presenciar el desamarre desde el puente.
Seguí al hombre de gris a través de la bodega y descendí por la escalerilla hasta la barcaza situada bajo la proa de la Salaminia , el puente, donde Vadinio me esperaba.
En el puente, Vadinio me fue presentando al segundo capitán, que era una mujer joven cuyo nombre era Calionira; al piloto, un muchacho llamado Melampo; y al operador del telecomunicador, un hombre de edad madura, con pelo y barba completamente blancos pero de complexión recia, de nombre Frixo.
Los otros seis aeronautas de la Salaminia eran los mecánicos del motor de vapor, y su lugar estaba en la sentina.
– Es un momento emocionante -me dijo Vadinio-, pero no hay motivos para la preocupación; estos aparatos están sobradamente probados.
Yo fingí que estas palabras me habían tranquilizado por completo, y me concentré en las maniobras de desamarre. A través de las amplias cristaleras del puente vi cómo un hombre, que se había encaramado en la torre de madera, desenganchaba la proa de la Salaminia. La nave dio un pequeño brinco pero seguía sujeta por los fuertes músculos de al menos medio centenar de hombres que mantenían aún las cuerdas de amarre entre sus manos. A una señal de Vadinio estos cabos fueron largados y la Salaminia empezó a elevarse rápidamente hacia el cielo.
Sentí la desagradable sensación de que mi estómago se había escurrido hasta mis pies, y busqué desesperadamente un punto de apoyo al que agarrarme. El murmullo de angustia que me llegó desde la bodega me demostró que, al menos almogávares y sarracenos, estaban pasando por la mismas sensaciones que yo.