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Pero mi mente volvía una y otra vez a mi sueño del mismo modo que la lengua busca el hueco dejado por una muela. Había soñado con el Infierno, pero ahora estaba en el Infierno; en el verdadero; realidad y sueño eran indistinguibles la una del otro.

Había visto a Blanca, mi esposa, y a mis hijos; y ella me había acusado de haberles abandonado. No era cierto; no se puede abandonar lo que nunca se ha tenido.

Cuando vivíamos juntos le fui infiel y ella me perdonó. Al final fui yo quien la abandonó, agradeciéndole de este modo su paciencia conmigo.

Durante el resto de mi vida mi alma sufriría cada vez que mi mente recordara el trato que yo le había dado a los míos. Y ahora que estaba en el Infierno ese recuerdo había sido el más nítido de todos.

Le hablé de estos pensamientos a Neléis, y le expresé mi temor de que ya no fuéramos seres vivos, sino almas purgando en el Infierno los pecados cometidos en vida.

– Yo me siento tan viva como antes -me respondió la consejera-. Los golpes y los arañazos que cubren mi cuerpo me duelen tanto como antes; y además, si nosotros estamos muertos, ¿qué es de esos hombres que murieron durante el combate?

– No lo sé -respondí-; éste es un lugar extraño y nada de lo que han imaginado alguna vez los hombres sobre el Infierno tiene por qué ser completamente cierto.

Neléis meditó unos instantes, y dijo:

– Creo que el Infierno es algo que está dentro de cada hombre, en su mente, y que es diferente para cada uno de nosotros. Sus paredes no son de roca como el acantilado que nos rodea, sino de sentimientos de culpabilidad y deseos reprimidos. Tú abandonaste a los tuyos por aquello en lo que creías, por tu fe. Hiciste lo correcto de acuerdo con tus sentimientos, pero una parte de ti se niega a aceptarlo.

– No es cierto -dije; y le conté a la consejera mi desesperado amor y mi impúdico deseo por una mujer casada; y cómo, cuando ella murió, me vi perdido y no encontré sentido a nada de lo que me rodeaba. Deseaba huir de todo, dejar que el telón cayera sobre lo que había sido mi vida hasta ese momento; cerrar los ojos y amanecer en un nuevo lugar, con una nueva vida. No deseaba la muerte ni la desintegración, tan sólo quería huir, y Dios fue la única puerta que encontré abierta.

Neléis me miraba con una expresión sombría, y me pregunté hasta qué punto entendería mis palabras y mis sentimientos. Le pregunté si ella había estado casada.

– No como tú imaginas… -respondió; y añadió al cabo de un instante-: existe un abismo entre nuestras dos culturas que resultará más difícil de salvar que el de nuestros conocimientos científicos. En Apeiron la relación entre dos personas se entiende de otras formas diferentes a la única aceptada por tu pueblo, pero los sentimientos son iguales. Comprendo y sé lo que es amar como tú has amado; estar aquí es tanto más doloroso para mí cuando me obliga a permanecer separada de la persona a la que amo. El amor es algo que siempre nos hace más vulnerables.

Aquellas palabras sonaron extrañas y turbadoras a mis oídos, y no sentí deseos de seguir hablando de aquel tema. No obstante tenía mucho que aprender de aquella gente, pero consideré que aquél no era el momento de hacerlo.

Vimos regresar a Guillem y pasar frente a nosotros, empapado por la lluvia y manchado de barro, con la rama cortada de uno de aquellos árboles blancos entre sus manos. La rama mediría tres varas de longitud y era bastante recta. El almogávar parecía muy satisfecho con ella.

– Descansa ahora, Ramón -me dijo Neléis-; si no conseguimos establecer contacto con el Paraliena en las próximas horas, tendremos que caminar hasta el anillo de columnas.

¡Caminar hasta el anillo de columnas ! No era una de las decisiones más afortunadas de la consejera. Sobre todo después de comprender la enorme distancia que tendríamos que recorrer para llegar hasta él. Si estaba, como Neléis y yo habíamos creído ver, situado a un par de vueltas más abajo, significaba rodear dos veces aquel inmenso acantilado en espiral. Por supuesto, tan sólo podía hacer estimaciones aproximadas de lo que esto significaba; pero, incluso en las más optimistas, tendríamos que recorrer más de ciento cincuenta millas por terreno difícil y, sin duda, lleno de enemigos.

Pero, ¿qué alternativas nos quedaban? ¿Sentarnos en el barro rojo y esperar mansamente el fin? Me sentía tan solo, tan abandonado y perdido en aquel lugar infernal…

Con estos pensamientos rodando por mi mente, caí de nuevo en un sueño febril, plagado de alucinantes pesadillas; hasta que fui despertado por un almogávar que me sacudía por el hombro. Le miré desorientado, y reconocí a Guillem.

– En pie, viejo -dijo-; nos ponemos en camino.

– ¿No habéis conseguido hablar con el Paraliena ? -pregunté, restregándome los ojos.

– No sé nada de eso. Pero esa mujer nos ha ordenado que empecemos a andar, y el Capitán ha acatado sus órdenes.

Me fijé que un nuevo arco colgaba de su hombro. Guillem lo había hecho con aquella rama de madera albina que había cortado.

Me puse en pie, y distinguí a uno de los fabulosos caballeros caminantes que al fin había sido rescatado de entre los restos del Teógides. Varios dragones trabajaban en él poniendo minuciosamente a punto sus complejos mecanismos interiores.

La consejera supervisaba aquellas operaciones, y yo me acerqué al grupo, y le pregunté a la mujer si no se sabía nada de nuestra nave hermana.

– Creemos haber captado algún sonido proveniente de ella -me explicó Neléis-; pero no estamos seguros, y no podemos perder más tiempo atascados en este lugar, pues nuestros víveres no durarán para siempre. Tenemos que empezar a movernos.

La orden de la consejera era la única posible, esto lo comprendieron todos inmediatamente, y ninguno intentó discutirla; ni siquiera Joanot.

– ¿Funcionará? -pregunté señalando al gigantesco autómata.

– Sí -respondió Neléis-, y será de una gran ayuda para nosotros.

La placa del pecho del caballero caminante había sido retirada, exponiendo a la vista su maravilloso interior. Distinguí una caldera de acero ocupando el lugar que en un ser humano ocuparían los intestinos, y una maraña de tubos de cobre enredándose por todo el pecho; manivelas, engranajes y alambres, todo en compleja disposición.

Los dragones cerraron el pecho del autómata, y uno de ellos se introdujo en la armadura del titiritero y comprobó el funcionamiento de los miembros del gigante.

Con los restos del Teógides había sido fabricado un gran carro. Los tambores del timón habían sido convertidos en las ruedas del carromato, y sobre la improvisada entalamadura se había extendido una amplia porción de la lona de la cubierta.

Las limoneras del atalaje, dos viguetas de metal de la sentina, fueron sujetas a la cintura del caballero caminante, y cuando éste empezó a andar, exhalando vapor por las rendijas de su celada, arrastró tras de sí, sin dificultad alguna, el enorme carruaje. En él había sido dispuesto un espacio para los tres heridos que llevábamos con nosotros, y para los víveres, la pólvora de los pyreions, y el aceite de piedras que era el combustible del autómata y el componente principal del fuego griego.

Pero nuestros efectivos no podían ser más patéticos: dieciséis almogávares y catorce dragones. Una fuerza ridícula para enfrentarse a la amenaza del Adversario.

El caballero caminante iba al frente del grupo, arrastrando tras de sí el enorme carro. Joanot caminaba inmediatamente tras él, con su brazo izquierdo apoyado en el pomo de su espada; avanzaba despacio, con precisión, procurando con habilidad mantener un ritmo uniforme en la marcha. Sabía por experiencia que una salida demasiado rápida es casi siempre la causa del fracaso de una larga caminata.

Nadie decía nada, porque el hablar cansa; y aquellos bravos almogávares confiaban en su líder, y nada tenían que preguntar.

A nuestra derecha, ajeno a nuestra minúscula presencia en sus aledaños, la gigantesca tromba seguía girando ferozmente, lanzándonos consecutivas ráfagas que parecían querer arrancarnos de la ancha terraza espiral por la que descendíamos.

Del fondo del abismo se levantaban sin cesar rebaños de nubes que nos ocultaban la visión de nuestro destino. Un hervor volcánico, donde surgían verticalmente hilos de bruma que, aspirados por el aire ascendente, se esforzaban en unirse, en soldarse a la gruesa manguera del tifón central.

Nuestro camino se vio repentinamente cortado por una espesa y sofocante maleza que crecía entre la pared y el acantilado como una muralla verde y húmeda.

Encontramos un sendero que se internaba en aquella selva, pero era demasiado estrecho para que pasara el caballero caminante y el carro que arrastraba. El camino parecía haber sido abierto por el paso de unas bestias semejantes a caballos; estaba casi cubierto de maleza, y no se distinguía de cualquier otra ruta que hubiéramos podido seguir más que por una estrecha faja de tierra apisonada y alguna que otra raíz cortada.

Joanot se inclinó para estudiar aquellas huellas.

– Se trata de animales algo más grandes y pesados que un caballo -concluyó.

Neléis le preguntó qué íbamos a hacer con el carro, y el valenciano desenvainó su espada y dijo:

– Le abriremos un paso más ancho.

Empezamos así a avanzar muy lentamente. Los almogávares se iban turnando en la vanguardia de la formación, e iban despejando el camino a machetazos de sus espadas. En algunos casos cruzábamos por debajo de raíces enormes, como arcos retorcidos en una pesadilla, o entre rocas cubiertas de musgo, o sobre troncos caídos que servían de puente para salvar zanjas u hondonadas rellenas de grandes helechos. Aquellos árboles eran semejantes a los primeros que habíamos visto tras estrellarnos; eran de corteza blanca y lisa como la piel humana, pero allí, por alguna desconocida razón, habían crecido de una forma desmesurada. La textura de las hojas de árboles y helechos también era extraña; eran de color verde, pero muy gruesas y esponjosas, cubiertas de largos pelos traslúcidos, y exhalaban un nauseabundo olor a corrupción. El roce con aquellos pelos pronto hizo que nos salieran por todo el cuerpo grandes ronchas encarnadas que picaban desesperadamente y nos hicieron temer haber contraído alguna enfermedad.

Los árboles y plantas trepadoras estaban cubiertos de denso musgo, y a veces los almogávares creían golpear con sus espadas un tronco macizo para luego atravesarlo como si fuera manteca, haciéndoles perder el equilibrio. El interior de aquellos troncos huecos siempre estaba lleno de gusanos rosáceos.

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