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Todo el puente saltó a mi alrededor hecho añicos. Los fragmentos de mamparos volaron por todas partes como hojas arrastradas por un vendaval. El barro rojo saltó hacia mí como una ola viscosa, me envolvió, y me arrastró hacia el fondo del puente. De repente me encontré en el exterior, rodando por aquel cieno pegajoso. Tuve retazos de imágenes en las que vi al Teógides aplastado contra el barro, con su morro hundido en él, y su cubierta rajada como la piel de una granada. Sentí una punzada de dolor en mi brazo escayolado cuando mi cuerpo se detuvo al chocar contra la base de uno de aquellos árboles albinos. Quedé tendido boca arriba, con el rostro cubierto de barro, mirando aquel cielo gris y turbulento por entre las retorcidas ramas blancas del árbol.

Una de las ramas se había roto y un líquido rosado, como una mezcla de sangre y savia, goteaba sobre mi rostro. Escuché lejanos ladridos de perros, o algo semejante.

Entonces, el cuerpo de un kauli, con sus alas desplegadas, llenó mi campo de visión. Vi su rostro de ojos hermosos y sonrisa de fiera acercarse lentamente hacia mí. Y todo se volvió oscuro.

5

Corría detrás de Roger de Flor, a través de un oscuro bosque quemado. Esqueletos de árboles trasformados en carbón, un suelo formado de cenizas. Unos perros ladraban salvajemente tras nosotros, acortando la distancia. Tropecé con una raíz y caí de bruces levantando una nube de polvo ceniciento. Los perros se abalanzaron sobre mí. Eran siete, negros como la noche, con un rostro formado por dos ojos rojos y luminosos como brasas ardientes y una fauces amarillas y babeantes. El primero saltó con sus colmillos buscando mi garganta, pero Roger de Flor lo detuvo en el aire, partiéndolo en dos con un tajo de su espada.

Los otros seis mastines retrocedieron espantados mientras las dos mitades del cadáver de su compañero se retorcían sobre las cenizas como dos serpientes agonizantes.

– Esto no va contigo, Roger de Flor -ladró una de las bestias- no es a ti a quien buscamos, sino a ese anciano senil. Apártate y no sufrirás daño.

– Apartaos vosotros, o tendréis el mismo fin que vuestro compañero.

– El no merece tu ayuda, Roger de Flor. Es un embustero, un falsificador que ha engañado a todo el mundo con sus mentiras…

– ¡Eso no es cierto! -grité poniéndome en pie-. Jamás he dicho o hecho algo en lo que no creyera firmemente.

Uno de los perros se adelantó. Una sombra negra de fauces relucientes babeando espuma. Ladró, dirigiéndose a mí:

– Tú eres la principal víctima de tus embustes, y el que los cree más firmemente.

– ¡No! -grité.

Roger de Flor tiró de mi brazo.

– Vámonos, Ramón -dijo-. Salgamos de aquí.

Corrimos, perseguidos por los perros negros, hasta la misma linde del bosque.

Un angosto valle, rodeado de altas y afiladas cumbres, semejantes a los dientes de un dragón, se abría siniestro ante nosotros. Una terrible batalla parecía haberse desarrollado en aquel lugar. Entre los jirones de niebla que resbalaban por el desfiladero asomaban los restos de cuerpos mutilados de hombres y de sus caballos, formando un confuso montón en el que se enredaban los miembros humanos con los de las bestias muertas. Algunas lanzas, clavadas en los cuerpos, sobresalían por todas partes como las espinas de un puercoespín. Era como un río de carne y sangre deslizándose por el centro de aquella quebrada.

El olor era nauseabundo, y sentí deseos de dar media vuelta e internarme nuevamente en el bosque, pero los perros ladraron a nuestra espalda, y Roger me empujó para que venciera mi temor y caminara junto a él por aquel valle de muerte.

Los cuervos revoloteaban asustados a nuestro paso, y eran la única nota de vida en medio de toda aquella mortandad. Roger no parecía impresionado.

– ¿Qué ha pasado aquí? -le pregunté.

– Una batalla, no lejos de Acre. Yo estuve aquí; el destino de Tierra Santa se decidió en este desfiladero. Fuimos derrotados, pero mis hermanos del Temple murieron con honor.

– ¿Cómo puede haber algo de honorable en medio de tanta muerte?

El rostro de Roger de Flor se iluminó y dijo, señalando a lo lejos:

– Mira, ahí tienes tu respuesta.

Me volví, y caí de rodillas sin poder evitarlo. Mis piernas se habían negado a seguir sosteniéndome. A lo lejos, envuelto en una luz que abrasaba mis ojos, caminaba un hombre desnudo entre los cuerpos de los muertos. El hombre tenía sus manos clavadas a una cruz, y arrastraba el tablón tras él como si éste fuera la más liviana de las cargas. A su paso los muertos se levantaban y, formando un compacto grupo, le seguían.

Escuché las voces de los muertos murmurar una plegaria mientras desfilaban tras la impresionante figura del hombre crucificado. Amigos y enemigos, cristianos e infieles, muertos juntos, ahora resucitaban y le seguían.

El hombre cruzó frente a nosotros y Roger de Flor también se puso de rodillas. Tras él se alzaba una ola de vida. La carne regresaba a los miembros desgarrados; las cuencas vacías de los ojos se rellenaban, las heridas se cerraban…

Yo apreté mis manos y recé. No era la primera vez que veía a aquel hombre.

Tres figuras se acercaron a nosotros; una mujer y dos niños. Nos pusimos en pie; el hombre de la cruz y su cada vez más numeroso séquito, ya estaba lejos.

– ¿Ya no nos reconoces, Ramón? -me preguntó la mujer.

No podía creerlo.

– ¡Blanca! -exclamé. Me arrodillé, y abracé a mis dos hijos-. Creía que…

– ¿Que estábamos muertos? -me dijo mi esposa-. Así es, desde hace mucho, para ti. Tú nos abandonaste, Ramón.

Me señaló con un dedo acusador.

– No, no digas eso. No os abandoné; os procuré todo lo que necesitabais.

– Nos abandonaste, y tuvimos que luchar para sobrevivir, para salir adelante. Tú te olvidaste de nosotros, como si nunca hubiéramos existido.

– No, no -tapé mi rostro con las manos y lloré con todas mis fuerzas-… el Señor me llamó… y no pude eludir su llamada…

Era mentira. Mentira. Mentira…

Desperté aterrorizado. La nitidez y materialidad de aquel sueño me recordó las alucinaciones que había sufrido cuando estaba poseído por el rexinoos.

Pero, ¿dónde estaba ahora?

Por un momento pensé que seguía soñando. Un paisaje de pesadilla me rodeaba. Árboles de ramas blancas como huesos. Lluvia incesante. Cataratas de espuma negra derramándose sobre un barro rojo y pegajoso. Lejanos ladridos y aullidos. Una enorme masa de lona y hierros destrozados. Un demonio plateado tendido junto a mí.

¡Estaba en el Infierno!

Joanot estaba de pie junto al kauli, con su espada en la mano, el cuerpo cubierto de cortes y sus ropas destrozadas.

Me incorporé, y vi a varios supervivientes, almogávares y dragones, sentados en el barro. Pero no había ni un sólo kauli vivo a la vista. Sólo cadáveres mezclados con los cuerpos de nuestros compañeros muertos. No podíamos haber tenido tanta fortuna como para que todos esos demonios murieran durante el choque.

Pregunté a Joanot qué había pasado.

– Cuando nos estrellamos, todos levantaron el vuelo y salieron huyendo como patos asustados. Todos menos ése -señaló al kauli que se debatía en el suelo, atado con un cable de acero del timón del Teógídes- . Ése intentó cogerte mientras estabas inconsciente; pero fuimos nosotros quienes le atrapamos a él…

Estábamos en el lugar más horroroso que pueda concebir la mente humana; en medio de una especie de bosquecillo de árboles raquíticos y retorcidos, sin hojas; chapoteando en un barro rojo y pegajoso como la sangre; en el fondo de un acantilado de pesadilla. Las paredes se elevaban como una muralla a partir del punto en el que nos habíamos estrellado, hasta desaparecer entre las capas de niebla. Un lodo rojizo resbalaba sin cesar por aquellas paredes, y se encharcaba a nuestros pies.

No tenía derecho a quejarme; era lo blando y viscoso de aquel terreno lo que nos había salvado la vida.

La consejera Neléis apareció entre los hierros retorcidos y los andrajos de lona destrozada que era todo lo que quedaba del Teógídes.

Caminó hacia nosotros con pasos inseguros; con el rostro y el cuerpo tan cubiertos de lodo que era difícil reconocerla. Pero no había ni un ápice de inseguridad en su voz.

– Capitán Joanot -dijo-; recuenta a tus hombres y a los dragones. Tomo el mando de esta expedición.

Joanot puso sus brazos en jarras, y dijo:

– ¿Esperas que acepte recibir órdenes de una mujer?

Neléis le respondió, inexpresiva tras su máscara de barro:

– Ahora no tenemos tiempo para esas tonterías, capitán. Infórmame sobre el número de supervivientes.

Joanot soltó una risita, pero obedeció; se acercó a los dragones y almogávares, y les fue ordenando que se pusieran en pie y se numerasen.

Mientras tanto, la consejera se acercó a uno de los árboles, y quebró una ramita con sus manos. El líquido rosáceo empezó a gotear inmediatamente de la herida.

– Tiene una textura extraña esta madera -dijo, haciendo rodar la ramita entre sus dedos-. Casi parece piel humana.

– Todo está equivocado en este lugar -dije-. Deberíamos salir de aquí.

La mujer se volvió hacia mí, divertida.

– ¿Qué pasa, Ramón; has perdido tu eterna curiosidad?

Señalé con un gesto al kauli que yacía a nuestros pies.

– Intentó capturarme. No matarme; capturarme -repetí como si este detalle fuera lo más extraño de todo. Una posibilidad terrible se había formado en algún lugar de mi mente, y hacía que incluso mi alma se estremeciera de pavor. ¿Es posible que los médicos de la ciudad no lograran extirparme completamente el rexinoos, y que fuera mi presencia la que había atraído a los kauli ?-. Me quería vivo; ¿por qué?

– No lo sé, Ramón. Pero no podemos abandonar hasta haber acabado con el Adversario. En realidad, tampoco creo que pudiéramos huir, aunque ésa fuera nuestra intención. No sé si te has dado cuenta, pero hemos perdido nuestro medio de transporte.

– ¿Y el Paraliena? -pregunté.

Neléis sacudió la cabeza.

– No sabemos nada de ellos, pero es de temer que su suerte no haya sido mejor que la nuestra. La última vez que lo vimos estaba cubierto de enemigos. -Neléis se tambaleó y si yo no la hubiera sujetado habría caído sobre el barro. Le ayudé a sentarse sobre una piedra, junto a las raíces de uno de aquellos espectrales árboles.

– Lo siento -murmuró.

– ¿Te encuentras mal? -le pregunté-. ¿Estás herida?

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