– Déjame ver… ¡Pero si esto es un hombre…! Luis, te mato si no encargas unos pantalones bajos al niño.
Decía las cosas con una naturalidad y un gracejo que al muchacho le dejó encantado. Maravillado y conmovido desde su silencio, vio moverse a Teresa. Vio que trataba a su padre con una desenvoltura y un ardor que en aquel tiempo resultaban inconvenientes en una señorita bien educada. Tenía maravillosas las pestañas y la risa. Estaba tan enamorada de Luis, que desde aquel momento José tuvo celos. Cuando se marcharon, Teresa, cariñosamente, le pasó a José los dedos entre el cabello, y él se sonrojó, frunciendo el ceño, huraño y conmovido hasta los huesos.
Después de conocer a Teresa, José conoció la finca que tenía esta noche ante los ojos. Era entonces una casa antigua, bastante abandonada, con bodegas y lagares para el pisado de la uva. Teresa hizo de arquitecto y puso toda su cabeza y su actividad en que quedara bonita y acogedora para vivir en ella por lo menos unos años, ya que el chico tenía décimas y lo necesitaba.
En aquella casa conoció José por primera vez lo que era una vida sólida y feliz. La presencia de Teresa imantaba aquella vida de un encanto singular. Pero después fue la misma finca, sus labores, el paisaje que se veía desde el jardín lo que llegó a prender el alma de José. A veces se despertaba sudando y soñando que alguien le obligaba a marcharse de allí.
Fue como una pasión que empezaba a crecer en secreto, y que él unía a las emociones que le provocaba la presencia de su madrastra. De Teresa le gustaban hasta los enfados ruidosos que tenía a menudo por cualquier cosa. Le gustaba verla atormentada por los celos que sentía de Luis. Aquel hombre, mucho mayor que su mujer, no le hacía gran caso. Pasaba todo el tiempo posible lejos de ella. A Teresa le contaban que tenía amantes. Ella llegó a utilizar a José para que averiguase la verdad de tales historias, y el chico, sombrío y sintiéndose a un tiempo muy importante, le contaba todos los chismes que podía recoger en la ciudad acerca de su padre. Luego veía llorar a Teresa, enfadarse con Luis, y encerrarse en interminables charlas con la majorera.
Luis decía que Teresa era una mujer primitiva y sin dignidad alguna.
José vivió varios años interesado por la expresión cambiante del rostro de Teresa. Como todos los seres a los que consume una pasión, ella parecía a veces desgraciada, a veces tan feliz que a José le causaba rubor. No podía soportar verla besar a Luis.
A él, personalmente, Teresa le mimaba y le consentía. Parecía tener una idea muy clara de que los hombres son seres que necesiten ser protegidos y cuidados amorosamente. En la mesa, ella misma les servía los platos, quedándose la última. Este natural servilismo hacia ellos, a Luis le fastidiaba; a José le esponjaba el corazón. Por otra parte, Teresa exigía piropos a su propia persona, y atenciones constantes, exclusivas, que Luis no le concedía siempre. Le parecía que todos los que estaban a su alrededor eran en cierta manera propiedad suya, pero al mismo tiempo y por eso, los defendía briosamente. A José lo defendía delante de Luis cuando el pobre se burlaba de él por su poco aprovechamiento en los estudios.
– Yo te digo que el niño vale. Tú lo vas a hacer un tímido con esa manera de tratarlo.
Teresa fue la primera persona que creyó en él, quizá la única.
José se sintió desposeído cuando nació Marta. No era muy agradable ver a su madrastra extasiada con aquella muñeca, dándole el pecho y jugando con ella. No era agradable tampoco pensar que a aquella niña, el día de mañana, le pertenecería todo lo que José disfrutaba como suyo: la casa, la finca.
Teresa, que siempre tenía intuición para los estados de ánimo de los que ella llamaba los "suyos", se dio cuenta de que José estaba tristón, y por aquella época se empeñó en que su padre le metiese a trabajar en la casa comercial. El muchacho era ya un hombre.
Se había cogido la cara con las manos, pensativo. Apoyaba los codos en sus piernas. Ahora no veía más que la sombra negra, inmóvil, de la higuera recortándose en la luz de la luna sobre el campo.
Las dos cosas más importantes de su vida fueron el encuentro con Teresa, y el encuentro con aquel pedazo de tierra, con esta finca. Durante mucho tiempo estas dos cosas estuvieron confundidas dentro de él. Cuando su madrastra enfermó, José se había desesperado. Quiso quedarse allí, en la finca, con Teresa y por Teresa.
Levantó los ojos de nuevo hacia la casa, hacia el resplandor rojizo entre los árboles. "¿Por ella?" La había olvidado tanto en el paso de los años viviendo a su lado, que tenía que afirmárselo a sí mismo, convencerse de su sinceridad, como había convencido a todos. Se había quedado en la finca cuidando a Teresa, por amor a Teresa.
Enderezó la espalda, la apoyó en el tronco rugoso. Quiso evocar el sonido de la voz de Teresa, la calidez de sus ojos y de su risa, y no pudo. Hacía mucho que dentro de él había muerto aquella mujer, cuyo cadáver se velaba esta noche. Él no podía decirse desde cuándo sucedió esto. Quizá desde que conoció a Pino.
Se dio cuenta de que este amor, en un tiempo tan sincero, tan desinteresado, tan profundo como jamás volvería a sentir otro, se había ido convirtiendo en una máscara bajo la que crecía la pasión por esta casa y el deseo de hacerla suya, de que sus hijos nacieran en ella cuando ya pudiese llamarla de su propiedad. Él no deseaba hijos, por el momento, pero pensaba en ellos siempre, como si alguien le dijese exactamente en qué año de su vida, a voluntad suya, estarían esperándole para admirarle y seguir su obra y respetarle.
Todos los recuerdos de su vida afluyeron a esto, todas las angustias de su niñez y de su adolescencia. Hasta aquel rencor admirativo que guardaba a su padre contribuía a esta pasión; hasta aquella desesperación de juzgar a Luis como la personificación viviente de lo que él no quería ser: bohemio, despreocupado, perezoso y al fin borracho y cínico; y al mismo tiempo de envidiarlo por guapo, por brillante, por ser el amado de una mujer como Teresa, y por tener aquel poder milagroso de herirla con un gesto, de enloquecerla de celos o de hacerla brillar de felicidad.
Esto es, un José serio, trabajador, ahorrativo hasta la avaricia, marido celoso de quien desde el primer momento supo demostrarle celos. Nadie antes que Pino había tenido celos de él jamás. Quizá por eso la quiso. Pino era, como había sido Teresa, una mujer primitiva.
"Esto" era sobre todo, un José enamorado de aquella casa y aquella tierra que habían llegado a constituir una obsesión de su vida, que se parecían los cimientos sobre los que él tendría que construir su familia, su continuación, su seguridad. Quería que los hombres como Luis Camino volviesen la cabeza hacia él, no con ironía, sino con respeto y con admiración, dándose cuenta de su impotencia para ser como era José, firme y sólido como una roca.
Hizo un gesto de impaciencia recordando los histerismos de Pino respecto a la finca. Él no hacía caso de estas cosas propias de mujer. Pensaba que las mujeres se doblegaban con facilidad si se las trata con mano dura y se las satisface sexualmente. Era bien estúpido el viejo don Juan al empeñarse en que él no quería entender a su mujer. Cuando Pino tuviese un hijo defendería aquello que sería patrimonio de su hijo aun mejor que él mismo.
Se sonrió. Volvió al recuerdo de Teresa cuando tenía a su niña pequeña. La había visto enfurecerse como una gata si Luis le daba azotes. Hubiera sido capaz de defenderla hasta la muerte.
Una idea imprudente se le deslizó detrás de este pensamiento, y le puso nervioso. "Hasta la muerte y quizá más allá", se había dicho, y había sentido miedo. Teresa era tan fiera debajo de su dulzura, tan constante en sus afectos… Trató de reírse de sí mismo. Pero al fin y al cabo, desde que encontró a su hermana en el corredor y pasó luego ante el cadáver de la madre, ¿no era esta idea, la idea de que Teresa desde algún lugar ahora veía, observaba, se enfurecía como ella sabía hacerlo, la que tanto le había turbado? Se puso en pie con brusquedad.
La calina encendida de luna ponía un fantástico vaho en el paisaje. Con los ojos bien abiertos José creyó ver sombras blancas. Una sombra blanca, alta, viniendo hacia él sobre las vides enlunadas.
Parpadeó. Se dijo que tenía un miedo de niña histérica. El campo estaba solo, absolutamente solo, bajo el calor y la luna. Se destacaban en negro la silueta de una palmera aislada, dos o tres higueras, una fila de taharales junto al camino. Muy clara la avenida de eucaliptos, la masa compacta del jardín.
La sombra blanca tembló y pareció levantarse y deshacerse de nuevo delante de sus ojos.
Espantado, tardó unos segundos en empezar a andar hacia la casa. Furioso con él mismo se detuvo a los pocos pasos. Se limpió el sudor de la frente. Tenía la sensación de que alguien le estaba mirando, con una mirada que traspasaba su ser entero hasta lo hondo y oculto de su corazón. Aquella mirada escocía ardientemente en su pecho como la picadura de un tábano. Rápidamente, enloquecidamente, empezaba a hablarse a sí mismo en alta voz:
– ¡Este miedo es ridículo! Jamás hice nada de lo que tenga que arrepentirme. He ahorrado para comprar esto. Pero si me asusté al ver a Marta esta noche bien sabe Dios que fue por miedo de que ella pudiese pensar lo que no hay. No le deseo ningún mal. No quiero meterla interna, ni mortificarla. A ella la finca no le importa. Quiere irse; esa es la prueba de que no le importa. Tampoco quiere casarse. Ese tipo era un idiota que sólo buscaba su dinero. Yo lo sabía bien. Yo no soy inhumano.
Se dio cuenta de que en realidad estaba hablando con Teresa. Sus nervios le traicionaban siempre.
La soledad, el silencio le envolvían. Ni los perros ladraban en esta noche demasiado calurosa. Aquella picadura interna escocía. Apretó el paso hasta tropezar con los geranios que bordeaban el jardín separándolo de la finca. Allí sintió que se tranquilizaba. No comprendía siquiera lo que le había pasado. Soltó a media voz una palabra fea mirando hacia la luna.
– Una noche así es capaz de enloquecer a un hombre.
Oyó el gotear de la fuente entre la sombra del jardín, y aquel ruido de agua le refrescó la garganta seca. La luna en su declive enrojecía. Dicen que la luna roja trae viento. Quizá quedaran pocas horas del angustioso tiempo de Levante.
Volvía a ser él mismo. Allí, en la casa tan cercana, Teresa no era nada. Un cuerpo pudriéndose entre el calor y las flores. Allá arriba estaba Pino en su cama, con los ojos abiertos, asustada, esperándole. ¡Qué miedo tenía! ¡Qué miedo! Bien sabía él que ella no era capaz de ningún crimen. Pero vivía horas espantada de la majorera, espantada de que él creyese… La sintió tan próxima como si la estuviera abrazando, respirando su olor, rozando sus mejillas contra los cabellos ásperos. Siempre la deseaba mucho. Casi con desesperación.