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– Porque no creo que a Pino le guste que vaya contigo.

– Con ir al Instituto por la tarde tienes de sobra.

– Tengo que preparar mis clases. He perdido mucho tiempo en estos días. Iré a casa de Anita…

– Acuérdate de lo que me has prometido -dijo al fin José.

– No me verás más con Sixto.

Después de esta conversación, la libertad… Y ahora perdía tanto tiempo sin atreverse a entrar en una tienda, expuesta a que José pasase con su coche y la cogiese vagabundeando por la calle.

Era necesario entrar en un comercio que había ya escogido, y por cuya puerta había pasado varias veces. Era una tienda pequeña, donde infinidad de relojes marchaban acompasados. Un hombre, provisto de una gran lupa, trabajaba detrás del mostrador. A través del escaparate de cristal Marta había contemplado mucho rato a este hombre. Le atraía a la muchacha la soledad y el silencio de la pequeña tienda. El sol hacía brillar la bisutería, y cuando un reloj daba una hora, los otros, acompasadamente, persiguiéndose en intervalos de segundos, la daban también. El hombre había echado alguna ojeada indiferente a aquella cabeza rubia que tan insistentemente estaba aquella mañana pegada a sus cristales. Por fortuna no la miró demasiado. Marta pudo vencer su timidez y meterse en aquel cuartito limpio que olía a metales y que era la tienda. El silencio se hacía muy grande.

Cuando el hombre se quitó la lupa para mirarla interrogativamente, Marta sacó de su carterón de cuero una cajita de plata repujada y la abrió. Con unas manos algo temblorosas fue extendiendo sobre el mostrador de cristal lo que ella llamaba sus baratijas, y que jamás se ponía: dos pares de pendientes de oro, muy infantiles; unas pulseras de plata, gruesas; una cadena de oro, también bastante pesada; un anillito de sello, del mismo metal, con sus iniciales; otro con un pequeño rubí; un medallón gordo, que había recibido como herencia directa de su abuela y que a ella le parecía muy feo, pero que estaba adornado con brillantes, y una medallita de platino con brillantitos pequeños y su cadena. Esto era un regalo de su primera comunión.

Asustada, oyó el frío ruidito de aquellas joyas al extenderlas sobre el mostrador de cristal. Se sentía casi incapaz de hablar. Cada vez le parecían más miserables. ¿Era posible que valiesen algo?

– Quisiera saber cuánto vale esto.

El hombre, al ponerse en pie, resultaba alto, con un largo guardapolvo. Marta tuvo la impresión de que la miraba severamente con aquel ojo que hacía un momento tenía la lupa puesta, y que, aun sin ella, parecía más grande que el otro. Luego examinó cuidadosamente los objetos, volvió a colocarse la lupa, rascó los metales… Al fin pronunció una sentencia algo vacilante:

– Por esto se le podrían dar trescientas pesetas. Incluida la caja.

Marta dijo apresurada, sintiendo que enrojecía:

– Se lo doy sólo por cincuenta duros.

El hombre se enfadó.

– Le estoy ofreciendo trescientas pesetas. Ya se lo he dicho.

– ¡Ah! Sí… Pues, muy bien. Quédeselo.

Marta estaba casi desfallecida de alegría. Era muy fácil vender. Había temido interrogatorios molestos y hasta amenazas de denunciarla a la familia. Pero por fortuna al comerciante no le interesaba su familia ni se dejaba seducir por una rebaja de precio. Se notaba -pensó Marta- que era un nombre honrado; su cara aburrida e indiferente le pareció bañada de una crónica bondad cuando le tendió el dinero.

Trescientas pesetas eran una cantidad fabulosa para ella. Tenía miedo de que se le perdieran, porque jamás había poseído tanto dinero.

Salió como borracha a la calle, que le pareció más hermosa que nunca, más llena de vida, aunque a aquella hora de mediodía se iba quedando desierta. Tenía conciencia de haber dado el primer paso importante para seguir sus planes.

A la hora de comer empezó a atormentarla la duda de que si aquel dinero alcanzaría para un pasaje. No podía tragar. Comía a la fuerza, bebiendo mucha agua para que le pasasen los bocados por la garganta oprimida. Le era imposible hablar o atender a lo que decían sus tíos, que parecían muy contentos de volverla a ver después de su "enfermedad". ¿Era posible que hubiesen creído de veras que ella estuvo enferma quince días? Sólo escuchó cuando comentaron que Pablo se iba aquella misma tarde al Sur.

– Es un loco ese Pablo… No sé qué puede ver para pintar en los barrancos de lava. José le advirtió el otro día que no iba a encontrar alojamiento.

Marta supo que uno de los días que estuvo ella castigada habían hecho todos una excursión a la playa de Maspalomas, en la punta sur de la isla. Habían ido en el coche de José. Marta estaba enterada, naturalmente, de esta excursión, a la que no la habían llevado siguiendo el programa de castigo establecido para ella. Había visto salir a Pino muy veraniega, con zapatos de lona, con gafas negras, y había visto preparar la cesta de la merienda. Ni se le había ocurrido pedir que la llevaran, y cuando Pino volvió con la nariz despellejada, quejándose del calor sufrido, de los pinchos que le habían desgarrado el traje, de la arena que había penetrado en la comida, Marta estuvo riéndose silenciosamente. Pino aborrecía las excursiones campestres.

Pero ahora se enteraba Marta de que también Pablo había ido a la excursión aquella y que estaba entusiasmado.

– Comprendo que quisiera pintar Maspalomas, porque esa playa, con su bosque de palmeras y su laguna de agua dulce, es ideal. Parece una cosa de ensueño… Pero los barrancos de lava, con esos bosques de cactos tremendos, son horribles. Nunca había visto yo cactos más que aquí, tan enormes… Parecen de esos candelabros antiguos, esas lámparas enormes de velas, que se ponían en los salones… ¿Cómo se llaman esos cactos, Marta?

– Son los cardones.

Marta recordaba que a ella los enormes cardones y las enormes rocas de aquellos barrancos le habían dado miedo cuando, de niña, la había llevado el abuelo por aquellos parajes, después de visitar un almacén cercano de empaquetado de tomates. Habían ido a comer a una casita solitaria precisamente en uno de aquellos barrancos… Allí, cerca de la carretera; era una tienda…

– El loco de Pablo dice que se piensa alojar en casa de ese hombre gordo de la tienda donde paramos a comprar gaseosas, y si no puede ser, en unas casuchas de pescadores que hay por allí cerca… Bueno, todos los artistas están chiflados.

– Un día de estos iremos nosotros a verlo entre sus cardones, como dice Marta. Hay que despedirse bien de la isla. Faltan pocos días… Estamos ya a finales de abril.

Marta, haciendo un esfuerzo, se acordó del nombre del aquel hombre gordo de la tienda donde había comido con su abuelo. Debía ser allí donde Pablo quería alojarse. El hombre se llamaba Antoñito. Si sus tíos iban a ver a Pablo, ella deseaba que la llevaran. ¡Cuánto necesitaba ver al pintor! Necesitaba mucho hablarle de sus planes de fuga. Tenía que decírselo a alguien porque, si no, pensaba que se iba a ahogar.

Daniel dijo que Marta tenía muy mala cara. Hones se la llevó aparte, después de comer.

– Quizá hicimos mal en decirle a tu hermano lo del noviazgo… Parece que no le hizo gracia. ¿Te ha dicho algo?

– Sí… no quiere. Pero no tiene importancia.

Había pensado mucho en hacer escenas con los parientes acerca de ello. Pero bien sabía que todo era inútil. A aquellas gentes no les importaba ella lo más mínimo. "¿Me ayudarán cuando me descubran en alta mar con ellos, no me devolverán a mi casa otra vez?" Pablo se iba también el doce de mayo, con ellos. Esto era la única verdadera y grande esperanza. Él se pondría de su parte. Convencería al gordinflón Daniel, a Hones, a todos. Él tenía que saber los proyectos de la chiquilla de antemano…

Pero Pablo también se le había ido. Siempre se estaba marchando a algún sitio.

Por la tarde, antes de ir al Instituto, corrió al puerto, a la Compañía de navegación, para enterarse de si había pasajes de tercera en el barco del día doce de mayo.

– Sí, únicamente de tercera.

– ¿Cuánto cuesta un pasaje hasta Cádiz?

– Se lo dijeron. Era menos de la mitad de aquella cantidad que poseía.

– Quisiera uno.

La miraban con sorpresa. Cuchichearon dos empleados. Un tercero se asomó a verla.

– ¿Para usted? ¿Trae salvoconducto?

– ¿Es necesario para comprar el billete?

– Sí, por estas circunstancias especiales del final de la guerra… No podemos dar pasajes sin salvoconducto.

Marta se sintió angustiada un minuto, como si la hubieran parado de pronto en medio de una carrera loca. Al fin pudo hablar:

– Tardaré unos días… ¿Habrá billete?

– De tercera es fácil que haya pasaje, sí.

Cuando salió a la calle, parpadeando después de la penumbra de las grandes y limpias oficinas, Marta se sintió horrorizada de pensar que algunos de aquellos hombres, que trabajaban tan cerca de la casa comercial de José, conociesen a su hermano y le fueran con el cuento. Había salido de allí a un tiempo oprimida y espoleada por las dificultades. Necesitaba a Pablo para que la ayudase; él sabía cómo había que conseguir el salvoconducto, él le podía facilitar tantas cosas… Pero si él no estaba, lo arreglaría sola. Una persona que se fuga debe saber resolver sus propios asuntos y tiene que arriesgarse…

Metida en las clases, como en una jaula, ansiosa, enfebrecida, daba vueltas a sus ideas dentro de la cabeza, que le ardía, durante toda la tarde.

No se había atrevido a faltar al Instituto; también esto hubiera sido muy fácil de averiguar para José y pensaría tonterías. Sus amigas la molestaban; la charla de ellas se le hacía insoportable, y también las explicaciones de los profesores. Se sentó en los últimos bancos y, cuando pudo, cerca de una ventana desde donde veía el mar, y aquel lejano estruendo, aquella brisa libre, la confortaban.

– ¡Qué poco tiempo tengo! Aún no he hecho nada…

Habló a media voz, sin saberlo, en un momento determinado. Una compañera, a su lado, le contestó que tampoco ella sabía nada y que faltaba muy poco para los exámenes. Marta la miró con aire salvaje, dándose cuenta de que debía estar muy loca para haber hablado así.

– Pero tú eres lista, Marta. Tú siempre sales bien. Espero que me soples en Literatura.

Marta, admirada, se fue calmando. Era muy normal que aquella chica dijera estas cosas. Era una criatura vestida de negro, encorsetada y triste, que jamás había pensado en fugarse y a la que los estudios le parecían una de esas cosas horribles que tiene la vida y que caen sobre uno como cae la lluvia o el calor… ¡Qué extraño le parecía todo a Marta ahora! Ella no estaría allí para los exámenes si todo le salía bien. Pero le pareció de buena suerte lo que le había dicho la amiga y le oprimióla mano. La otra muchacha manifestó un ligero asombro por tal cordialidad, y más tarde quiso empezar a hacerle confidencias sobre un ahijado de guerra del que se había hecho novia y que ahora quería dejarla.

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