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– Niñas, ¿no tienen un libro para mí?-Ésta no es la clase de libros que te conviene, mamá. No son lecturas para ti. Vaya… Vete… Esto no lo puedes entender tú -decía Anita.

Las mujeres que aparecían en estos libros tenían complicaciones que en nada se parecían a esta novela suya con Sixto, en la que por primera vez, pensó débilmente, se veía envuelta. Todas las muchachas entendían las crudas complicaciones de los libros; mientras las cosas sucedieran en papel impreso les parecían naturales, pero es distinto de la vida. En la vida se comprende menos… Callada, apoyada en la ventana, con un aspecto joven, desamparado y risueño, Marta recogía la visión de aquellas caras tiernas, de aquellos ojos puros. Fue una fracción de segundo y se le quedaron grabadas todas, así como estaban, dentro de ella. Se le quedaron quietas, como en una fotografía, en aquel instante en que pensó que en verdad lo extraordinario y lo irreal eran ellas, sus amigas, su dulce buena fe, su adaptación sin esfuerzo a la felicidad bien regida entre normas inatacables. Esta idea a Marta casi la mareó. Luego se olvidó de ella. Tomó un impulso, y, como había hecho infinidad de veces, subió a la ventana. Y así, provocando risas, ella misma cayó dentro del círculo mágico.

El lunes se volvió a ver con Sixto. Ella sabía que era su santo. Había comprado un paquete de cigarrillos para él. Nadaron juntos y sintieron que con la nueva intimidad que ahora tenían el mar era más cálido, y nadar era un goce menos fuerte que subirse otra vez en una barca y remar mar adentro hacia el puerto. No hablaron de noviazgos ni de nada de eso. Sixto le contó a Marta que él en la península se había bañado en un río en pleno invierno, helado.

– Los canarios no sabíamos vivir sin remojarnos. Todos los otros, que estaban acostumbrados al frío, se ponían a tiritar de vernos. Pero nosotros después del baño y de saltar como machangos, teníamos más calor que ellos y menos piojos… Claro que los piojos volvían en seguida otra vez. Esto era lo peor… Pero si quieres que te diga, aparte de eso a mí me gustaba estar en la guerra… Lo malo es que también se tenía miedo…

Un rato más tarde Sixto hizo una observación.

– Yo me fijaba en los labradores de por allá. ¡Son gentes más raras! Se pasan el día mirando al cielo con un río al lado. El agua del río se va sin servir para nada, y ellos siguen mirando al cielo. Si aquí tuviéramos esos ríos, mucho iba a importar que lloviera o no lloviera… ¿No crees tú?

– Y en verano, ¿te bañaste en algún río?

– También. No es como el mar, pero en verano está bien.

Marta tuvo la visión de un río con muchos árboles a las orillas, y Sixto nadando en aquel agua sobre la que las ramas entrelazaban sus sombras. Pero la visión era confusa. Si cerraba los ojos sólo lo veía saliendo del mar, con todo aquel horizonte de fondo y su cuerpo mojado.

Llegó temprano a la casa de sus tíos y encontró sólo a Daniel al piano. Atraída por la música se paró en la puerta del salón. Daniel la sintió, y en vez de seguir tocando como hacía siempre, se volvió hacia ella. La miró con interés. La llamó; Marta le vio sonreír con una extraña complicidad.

– Ven…, ven.

Sobre una mesita había una botella y unos vasos.

– Vamos a a brindar, nenita… por un secreto.

– ¿Tú también bebes?

– Un dedito.

Los ojos de Daniel se encendieron de pronto y la acarició la cara.

– ¡Quién diría que tú haces esas cosas…!

Marta se apartó, extrañada.

– ¿Qué cosas?

Daniel se puso un dedo sobre la boca minúscula. Miró a todos lados.-Hay que anclar con precauciones… El servicio puede oír. Todo se puede hacer si se guarda el decoro, nenita. Pero el decoro, ¿eh…? ¿No te gusta que te dé un pellizquito…? Tu pobre tío Daniel es un viejo ya. Sí, sí, hay que guardar el decoro… Te advierto que aquí están un poco enfadadas contigo tus tías. Matilde es algo puritana… Y Hones nunca rompió las formas… Las formas son algo importante, nenita; éste es el consejo de un viejo tío tuyo… Dame la manita… ¡Oh, tienes un poco descuidadas las manos…! Una damita como tú… ¿No sabes que estás muy guapita ahora?

Marta tuvo la sensación de que Daniel estaba borracho. Esto era muy raro. Nunca bebía, a causa de su estómago.

– ¿Eh? ¿Qué dices? ¿No dices nada…? ¿Por qué te vas…? Yo estoy de tu parte…

– No me voy. -Marta estaba un poco nerviosa-. Es que no sé de lo que estás hablando…

– Oh, sí; sí lo sabes. Me parece bien este pudor; pero sí sabes, sí sabes. Puedes abrirme tu pecho como a un confesor. Yo también he pecado mucho.

La última frase fue como una confidencia susurrante.

Marta sintió una vergüenza horrible. De pronto, viendo a Daniel y viendo su expresión, sus ojitos iluminados, sus manos un poco temblonas, tuvo la idea loca de echar a correr escaleras abajo, huyendo. Le detuvo un nombre que Daniel pronunció.

– Pablo estaba disgustado con las señoras… ¡Je, je…! Sí, picarita, sí. Le tenías indignado.

Todo aquel calor que había invadido el cuello y la cara de la chiquilla con una ola roja fue retrocediendo lentamente hacia el corazón, que golpeó, pesado. Quedó muy pálida. Preguntó:

– ¿Qué decía?

– Ah, bobadas… Que te cuidaban mal, ¡qué sé yo! Se sentía un hombre muy puro… Pero siéntate a mi lado, aquí, un poquito, ¿eh? Sí, hay que ser precavidos.

Yo podría contarte muchas cosas con mi experiencia…

Marta estaba sentada justo en el extremo de un incómodo sofá, lo más lejos posible de Daniel, en la habitación cuya penumbra atravesaba un rayo de sol. Su corazón golpeaba como una puerta a la que alguien llama. Aquellos golpes los oía claramente. Se confundieron haciéndose agudos, con la campanilla de la verja del patio. Comprendió que llegaban sus tías de la calle. Entonces miró a Daniel y vio que el viejo la estaba contemplando con la cabeza inclinada hacia un lado. La cara de Marta quedó iluminada por aquel rayo de sol que atravesaba la estancia y era una cara tan carente de picardía, con tal atontamiento en la expresión que Daniel perdió su entusiasmo.

Sus tías no le dijeron nada de lo que Daniel había insinuado. Venían un poco excitadas porque habían estado tratando de averiguar en qué día podrían volverse a la península. Habían estado hablando con José. También con Pablo.

– Pablo estaba medio convencido de venirse con nosotros. Primero dijo que era demasiado pronto, porque quiere tomar unos apuntes en el sur de la isla. Luego, cuando le contamos que quizá tengamos que aguardar un mes para tener pasaje, dijo que era demasiado tarde. ¡Cualquiera lo entiende!

Marta no comió aquel día casi nada. De cuando en cuando la sangre refluía a su corazón, como cuando hablaba con Daniel y producía aquellos extraños sonidos, golpeaba con aquellos fuertes aldabonazos que le impedían, ensordecida, hacer otra cosa cualquiera que sentirlos.

Dentro de este ruido, cuando salía con su cartera al brazo hacia el Instituto, aun oyó a Daniel, malicioso, amical, susurrando a su oído:

– … No lo olvides. Todo es la forma… La forma…

Aquella tarde recibió, asombrada, algunas bromas de sus amigas sobre el mismo asunto de su noviazgo, y quizá para este asombro no había ningún motivo. Pero algo de lo que dijo Daniel hizo que la mañana en la playa quedara tan atrás en su vida como si todas las cosas sucedidas en ella, aquellas inocentes conversaciones, aquel sol, el agradable contacto de unas manos y unos labios quedaran en un año lejanísimo, casi irrecordable. Otras cosas la mortificaban. Otras la complacían.

"Pablo estaba indignado."

Este pensamiento era capaz de hacerla llorar de gratitud, de alegría y de vergüenza a la vez. Él se interesaba. Era cierto entonces que no había querido seguir su amistad porque nadie pudiera hablar de ella. Porque nadie la ofendiera a ella.

"Yo le explicaré."

Cuando pensaba esto, sus ojos se iluminaban. Casi le parecía que nunca fue cierto que ella hubiese tenido el principio de un amorío… Algo durante algún tiempo había suavizado aquel obsesionante y doloroso sentimiento de pensar en Pablo, pero de pronto se descorría, desaparecía aquello como un telón y quedaba otra vez su alma desnuda. Sola su alma, limpia de todo. Sin más imagen en ella que la imagen de Pablo. Al cabo de un momento estos descubrimientos le causaban pesar en vez de alegría, o un dolor horrible, si recordaba las palabras de Honesta: "Le dijimos que aún tardaríamos un mes en conseguir los pasajes y dijo que entonces era demasiado tarde".

Fueron unas horas muy malas. Es muy difícil sentir el alma revuelta de esta manera, tener ganas de llorar o de reír tontamente y estar mientras tanto exteriormente tranquila, sentada durante toda una tarde en el Instituto escuchando a diferentes profesores explicar distintas asignaturas, y para colmo estar expuesta a que le pregunten algo que de ninguna manera puede recordarse en momentos así.

Por la noche, al llegar a la finca, José preguntó por su hermana. Pino había bajado a Las Palmas aquella tarde y venía con él.

Había acudido Lolilla, la criadita flaca, que le informó:

– Llegó hace un momento. Subió a estudiar.

– ¡Llámela!

Marta, que con un espíritu muy alejado se esforzaba en tener delante un trozo latino, como si estuviera en condiciones de descifrarlo, acudió a aquella llamada y bajó las escaleras contemplando angustiada y aburrida el gran comedor y la mesa puesta para la cena. Después de cenar podría estar sola por completo. Apagaría la luz y no entraría nadie a molestarla.

José estaba junto a un ventanal. Pino, en traje de calle, sentada en una silla, se estaba quitando allí mismo en el comedor los zapatos de tacones altísimos, que le hacían daño. La miró de reojo y vio que Pino la miraba también desafiante. Pino siempre parecía desafiante, como si estuviera en lucha perpetua y sus enemigos encarnasen sucesivamente en Marta, en las criadas, en José, en cualquiera… Todo aquello preparaba una escena decisiva en la vida de Marta. Algo que quizás años después ella recordaría vivamente. Pero no lo presintió.

Se acercó, como siempre, hacia su sitio en la mesa. No se sentó, pero se apoyó rígidamente en el respaldo de la silla. Frente a ella estaba el locero tan bonito, tan conocido. Lo miraba como tantas y tantas veces lo había mirado, cuando en aquel silencio su hermano la llamó, en voz muy alta, brusco. Sólo entonces comprendió que sucedía algo extraño. José demostraba un enfado tan verdadero, que Marta tuvo ganas de retroceder.

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