Pablo se había apoyado en una pared. Con sus manos, no muy seguras, trataba de encender un cigarrillo. Tenía una boca ancha, con las comisuras bajas. No parecía la boca de un hombre cobarde, pero no había querido pelear con un matón aunque había insultado a su mujer ausente. Marta pensó que sólo ella en el mundo era capaz de no encontrar ridícula su actitud.
No se sabía, cuando pasaba el aire, de dónde llegaba un olor a flores, tan caliente y primaveral. Las azoteas, todas, suelen estar llenas de macetas… Luego, la brisa del mar lo barría todo, y olía solamente a invierno.
– Le gustan como a mí estas calles, ¿verdad, Pablo? Mire la placa: en esta iglesia fue en donde oró Colón… ¿Le gusta?
– ¿Qué dices…? Eres una niña muy buena. Sí, me gusta estar contigo, aquí, un momento… ¿sabes cómo te llamo yo? La niña de la isla… No salgas nunca de aquí, quédate quieta entre tus calles y tus campos… ¿Para qué quieres irte…? En Tenerife conocí a unos ingleses que fueron para unas vacaciones a la isla, hace treinta años y todavía están.
– Y ¿usted?
– Yo me iré cualquier día. Cuando pueda… Cuando sepa lo que quiero hacer. Puedes reírte, Marta Camino, de un hombre que ni siquiera sabe ser hombre. Cuando ese pobre tipo dijo aquello, ¿tú crees que me indignó…? Yo sé que es verdad… No, no sé si es verdad, pero todos los días me lo pregunto. Todos los días desde hace dos años… Si ella hubiera querido, estaría hoy conmigo.
– No. No,.,Marta estaba espantada.
– Sí, sí… Verdad. ¿Para qué está María allí… para qué?
Pablo se exaltaba, sin moverse mucho, sin embargo. Marta le oía, fascinada.
– Claro que para mí… ¡mucho me importa que no esté! Cruz y raya. Todo lo que ha hecho, perdonado… olvidado. No deseo verla más, sólo que pienso que quizá haya muerto. Entonces me siento destrozado, niña… porque yo sé que es mejor para mí no verla más, que volveré a pintar de aquella manera, con alma y vida, que a ella le gustaba… Pero es que necesito recuperar mi prestigio para ella. Al lado suyo, no, pero para que ella sepa que soy capaz… Junto a ella, yo dejé de ser un hombre, un monigote he sido, un loco… llorando… ¿O es que te crees que los hombres no lloran? Llorando de celos y sin atreverme a dejarla, porque es tan desvalida… Es así, me necesita siempre. Nada mejor en el mundo que verla llorar a ella. Pero con quien se quiere así no se puede vivir, no hagas nunca tal locura. No se puede… Yo tenía otras cosas que valen más que ese cuerpo de una mujer que uno quiere para besarlo y para maltratarlo y que envenena los minutos, uno a uno… Ahora no me volverá a coger más… No, ni aunque me pida de rodillas que vuelva. Jamás lo haría… ¿Tú qué crees? No, aunque me escriba, no iré. Desde que estoy aquí, ni una línea. Los amigos, sí, escriben: María está bien… Cuando quiera, ella me escribirá para que vuelva… No puede estar sola, me necesita en cuanto le falle lo que ahora tiene… Pero mi alma inmortal también necesita ser salvada, ¿no te parece? Hay muchos cuerpos hermosos que no aprisionan… Y un arte único, una pasión que no se debe prostituir ni olvidar. He sido desgraciado, desgraciado hasta la muerte por no poder pintar. Ahora puedo…
No se podía dudar de que Pablo estuviera borracho ahora. Intentó dar una chupada al cigarrillo y de nuevo le acometieron bascas. Corrió a la esquina de la iglesia a devolver otra vez apoyándose en la pared. Ella recogió el bastón que se había ido caído en el empedrado. Marta no sentía ahora repugnancia alguna. Pablo no le causaba repugnancia, sino ternura. Estaba delante de ella, desamparado, en la mayor miseria y, sin embargo, le parecía a la niña admirable. Aquella confesión tan cortada, tan verdadera en su semiinconsciencia la recibía ella como el más hondo secreto que se le había entregado. Y ver a aquel hombre enfermo no le hacía daño, sino que la llenaba de una especie de orgullo por ser ella y no otra persona quien en aquel momento estuviese a su lado. Todas sus sensaciones estaban también cambiadas y como sublimadas por su propio mareo. Aquel día se parecía mucho a un extraño sueño.
Las campanas del reloj de la Catedral dieron una hora. Pablo se despegó de la pared, con esfuerzo, volviéndose hacia Marta: el cabello de la muchacha clareaba en la oscuridad.
– Guíame tú, niña… porque, si no recuerdo mal, si no recuerdo mal, era necesario llevarte a casa de tus tíos… ¡Vamos!
– Pues sí -continuó, volviéndose hacia la niña-. Te estaba hablando de arte… Una cosa que no admite competiciones… El arte es un demonio que empuja… Pero el amor, cuando se convierte en un pecado como el mío, lo aplasta todo, chupa la sangre y la vida… El arte se va… Y no importa entonces… No importa nada. Pero yo ahora sé que sí que importa. Aunque ella quiera no vuelvo, fíjate que te lo digo… Podía yo haberme pasado a los rojos. A mí todo me da igual. Pero yo quería que ella volviera a mí, no yo a ella… Quiero mandar ¿sabes…? Liberarme y pintar… No quiero dejarme llevar por los celos ni miserias… ¡No lo quiero!
Después de estas vagas palabras, el pintor quedó silencioso. Tan callado como la niña. Sólo se oían los pasos de los dos, y el tictac cada vez más seguro del bastón en la acera.
La casa de los tíos tenía iluminadas las ventanas de la parte baja. Se filtraba luz por entre las maderas entornadas. Quizá habían vuelto ellos, y estaban allí, en el antiguo despacho del abuelo.
Marta no quería separarse de Pablo. Le cogió la mano entre las de ella, frente al hondo zaguán. No quería que se fuera. Después de tenerlo tan cerca, tan suyo, no se resignaba a verlo desaparecer. Que hablara, que dijese algo, que estuviera allí…
– Venga… Entre conmigo.
El hombre volvió a sacar su pañuelo, con aquel gesto nervioso de limpiarse la cara, que sólo aquella noche le había visto Marta. Hacía bastante fresco en aquellas calles barridas por la brisa; ahora lo notaba ella, pero Pablo parecía tener calor.
– Niña… perdona a este idiota, que te ha dado la lata… Hace mucho que no bebo, no me gusta, y la verdad, me siento algo mareado. Creo que estuve impertinente y grosero. Ya me imagino que no vas a querer más cuentas con tu amigo el pintor. También está él bien agarrado por un demonio… Un demonio que no te deseo que te coja nunca…
– Nunca… nunca le he querido tanto como esta noche. Nunca, ni cuando me enamore, querré a nadie tanto como a usted. Jamás le diré a nadie lo que he oído, ni lo que he visto.
Pablo la cogió la barbilla, y miró apenado la carita joven, empalidecida por la luz del farol, las estrechas rayas de los ojos brillantes.
– Te deseo que no te enamores nunca, hija. Tener quince años y ser como tú…
– Dieciséis…
– Dieciséis… es horrible. Te quedan cosas muy malas por vivir… Adiós, Marta Camino, duerme bien… No pienses en las cosas feas que te he dicho… Cada día que pasa, encuentro que soy un hombre más ridículo.
La dejó sola en la puerta de la casa y se fue.
Ella se sentó en el umbral derrengada y lloró mucho.
Apoyaba los codos en las rodillas, se tapaba la cara con las manos, y lloraba. Sus hombros se estremecían convulsivamente. No podía acabar aquel llanto. Sentía en él un salvaje consuelo; también dulzura, felicidad, orgullo. No pensó en nada durante mucho, mucho rato, más que en llorar… Cuando la marejada del llanto iba cediendo, una nueva explosión, como una ola, la sacudía… Todos sus huesos estaban doloridos. Su alma terminó lavada, removida, tronchada y llena de riqueza a un tiempo. Ella no sabía por qué no se sentía débil, ni avergonzada de llorar. Le pareció, por primera vez en su vida, que hay algo muy hermoso en el llanto.
Desde el radiante amanecer de aquel día había crecido mucho. Pero ni siquiera lo pensó.