Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Ante esta desusada dulzura, Marta tuvo ganas de llorar. De todas maneras, este hombre era portentoso. Hones lo había dicho por algo. Y ¡qué agradable y fuerte su mano sujetándole el brazo! Una mano nerviosa, muy morena y manchada de nicotina, pero llena de inteligencia…

– ¿Dónde vivía Alcorah? ¿En aquel pico? No había ni pizca de burla. Sonreía tiernamente. Señalaba la Cumbre y el pico más alto.

– Aquél es el Saucillo… Sí, yo siempre lo imagino ahí. Pero el Nublo y el Bentayga son más imponentes. Se ven, después de remontar la carretera hasta el puerto de Tejeda, mirando al otro lado de la Isla… Es un paisaje raro, está lleno de sombras, de barrancos y montañas; hay todos los tonos del rojo, todos los violetas en aquella marea de piedras. Uno se estremece. Usted debería ver ese paisaje…

Honesta se unió a ellos, al otro lado de Pablo, y se cogió a su brazo. El pintor, sonriendo, soltó el de Marta.

– ¿Estáis viendo el paisaje, encantitos míos? Marta se apartó. Hones tenía la suerte de ser amiga de este hombre. Ella, Marta, era una criatura sin importancia. Pero él la había mirado por dentro… Aún temblaba.

Los chicos vinieron armando jaleo. Empezaron a pulsar los timples. Don Juan lo dirigía todo con su barrigón de palomo, su cara triste y su gran bondad. Pidió que buscaran a Chano, el jardinero.

Chano estaba allí por casualidad. Se había despedido de los señores hacía unos días porque había decidido alistarse como voluntario y a fines de aquella semana marchaba al frente. Después de tomada esta decisión, Chano se sentía importante; de modo que aquel domingo andaba cerca de todos ellos, preparado a intervenir desde que vio que se afinaban los instrumentos de cuerda, y llegó con llaneza, sin vergüenza alguna. Se sentía seguro de su voz, y la soltó a chorro:

Hay dos clases de canarios,

Y ninguno…

Canta en jaula.

Canarios de Tenerife

Y canarios…

De Las Palmas.

Suspiró y, como en una confidencia triste y orgullosa a la vez, repitió;

Y ninguno…

Canta en jaula.

Marta miraba a Pablo de reojo. Sabía, al fin, que alguien había capaz de interesarse por lo que pasaba alrededor. Esto le hacía sentirse extrañamente orgullosa de sus amigas, de la hermosa y extraña tarde invernal y hasta de Pino, que de pronto se entusiasmó y salió a cantar una isa, echando hacia atrás la cabeza, con gesto de risquera.

Pablo a veces miraba a Marta, como si entre él y ella hubiese algún secreto.

– ¿Estás contenta, niña?

– Sí.

– Siempre eres muy alegre, ¿verdad?

– No… ¡qué va!

– ¿No?

"No, no." Repetía su respuesta, ahora, en soledad. Así como pocos días antes, cuando comprendió que los parientes nunca la querrían, le había parecido estar triste como jamás había estado, este embrujado domingo le parecía haber alcanzado un grado de alegría insólito en su existencia.

Sentada en la cama turca, tropezó su mano con un pequeño bloc de papel de dibujo. Lo cogió como una sonámbula y luego un profundo interés le hizo mirarlo. Tenía que ser de Pablo. Él había estado sentado allí. Seguramente lo llevaba en los amplios bolsillos de su americana. Lo examinó, en pie, bajo la luz de la lámpara. Vio las piernas de Hones en una hojilla. Sólo las piernas, pero se estaba seguro de que eran las de Honesta: un poco abiertas, estiradas, con un gesto de abandono que ella tenía a veces al sentarse. Pasó la hoja. Vio un apunte de demonio con patas de cabra… Una especie de fauno. Se emocionó. El apunte estaba tachado… Luego unas líneas embrujadas, llenas de movimiento, que representaban sin duda alguna a José en ademán de golpear la espalda de una mujer desnuda, que era Pino.

Profundamente asombrada, Marta volvió a repasar aquello. Le parecía que toda la tarde había estado mirando a Pablo y, sin embargo, no le había visto hacer aquellas líneas… ¡Pablo había imaginado a José golpeando a Pino! ¿Por qué?

Creyó oír unos pasos y se sobresaltó. Tener aquel bloc en la mano era como estar en posesión de un gran secreto.

"¡Qué suerte que haya sido yo quien lo ha encontrado!", murmuró. Casi temblando, escondió el bloc bajo el colchón de la cama turca y apagó de prisa la luz.

Vibraba toda ella, como hacía rato le parecía haber visto vibrar a los instrumentos de cuerda, calientes aún.

El jardín se volvió misterioso, con un pedazo de luna verde y el rebullir de unas alas negras. Era la cocinera, que volvía de su paseo. Marta reconoció sus pasos en el picón. La vida parecía fluir gota a gota en la fuente del jardín, una fuente vieja, donde un niño de color de bronce veía salir agua por la punta de una bota agujereada que sostenía en alto.

Alguien se movería en la casa… Marta, en su oscuridad, ni lo notaba. De nuevo oyó pasos en el picón de los paseos. José había arrastrado a Pino hacia allí, para discutir…

Se oía el nombre de Teresa.

– ¡Ah…! Entonces soy yo, yo, quien molesto a Teresa cuando canto… ¡Yo!

José gritaba menos; no se le entendía. Luego, Pino:

– ¡Maldita sea esta casa! ¡Maldita Teresa! ¡Malditos…!

Luego, nada.

Era lo mismo. El extraño período en que Marta se había sentido sujeta por el interés de lo que pasaba a su alrededor, en aquella casa, había terminado.

Una extraña llamada, como la trompeta alrededor de Jericó, derrumbaba muros, hacía desaparecer tabiques, habitaciones y gentes que la rodeaban.

Allí, en la oscuridad, no escuchaba ni sentía más que un hondo y lejano rumor de su sangre.

18
{"b":"81746","o":1}