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– ¡Lo’ muelto! ¡Lo’ muelto! ¡Han sacao a lo’ muelto! -aulló Usebio.

Barrido por una resaca de terror, por un pánico descendido de los orígenes del mundo, el padre huyó del barracón sin pensar ya en la tormenta. ¡Lo’ muelto! ¡Lo’ muelto del sementerio! ¡Y Paula Macho, la bruja, la dañosa, oficiando con los haitianos de la colonia Adela…!

Usebio corría aún, cuando una luz glauca, luz de acuario, invadió los campos arruinados… Salomé, los niños y el viejo estaban todavía acurrucados en el fondo de la fosa. Lloraban, con los nervios rotos, sin que se supiera de quién eran realmente las lágrimas que rodaban por sus mejillas. El viento había cesado… Del bohío sólo quedaban tres horcones de jagüey, un taburete patas arriba y el colador del café.

Cerca de allí, milagrosamente perdonado, un rosal se mantenía enhiesto. En la gota de agua que brillaba sobre su única flor, apenas deshojada, había nacido un diminuto arco iris.

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