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6 Bueyes

Hacía tiempo ya que una obscura tragedia se cernía sobre los campos que rodeaban el Central San Lucio. A medida que subía el azúcar, a medida que sus cifras iban creciendo en las pizarras de Wall Street, las tierras adquiridas por el ingenio formaban una mancha mayor en el mapa de la provincia. Una serie de pequeños cultivadores se habían dejado convencer por las ofertas tentadoras de la compañía americana, cediendo heredades cuyos títulos de propiedad se remontaban a más de un siglo. Las fincas de don Chicho Castañón, las de Ramón Rizo, las de Tranquilino Moya y muchas más habían pasado ya a manos de la empresa extranjera… Usebio terminó por verse rodeado de plantíos hostiles, cuyas cañas, trabajadas por administración, gozaban siempre del derecho de prioridad en tiempos de molienda. No le habían faltado proposiciones de compra. Pero cada vez que “le venían con el cuento” Usebio respondía, sin saber exactamente por qué, con la testarudez del hombre apegado al suelo que le pertenece:

– Ya veremo… Ya veremo… Deje que pase e’ tiempo…

Dejaron pasar el tiempo. Y un año en que la caña había crecido particularmente vigorosa y apretada, Usebio se encontró ante un problema que se le planteaba por primera vez: la Compañía declaraba tener bastante con las cañas cultivadas en tierras propias, y se negaba a comprarle las suyas. ¡Y sólo con el San Lucio podía contarse, ya que los otros ingenios estaban demasiado lejos y no había más ferrocarriles disponibles que los de la empresa misma…! Después de una noche de furor y maldiciones, durante la cual pidió al cielo que las madres de todos los americanos amanecieran entre cuatro velas, Usebio ensilló la yegua y fue al ingenio, resuelto a vender su finca. ¡Pero ahora resultaba que ya sus tierras no interesaban a la Compañía yanqui…! Luego de mucha discusión, Usebio tuvo que contentarse con la mitad de la suma propuesta el año anterior, suma otorgada como un favor digno de agradecimiento. ¡Y eso que el azúcar, después de alcanzar cotizaciones sin precedente, estaba todavía a más de tres centavos libra y aún no habían muerto del todo las miríficas “vacas gordas”, incluidas para siempre en el panteón de la mitología antillana! Así fue como la finca de los Cué se redujo, del día a la mañana, a un simple batey con un potrero. Por temor a las asechanzas del futuro y presintiendo que su magra fortuna se le iría en conservas americanas, tasajos porteños y garbanzos españoles. Usebio invirtió parte del dinero recibido en un negocio cuyas acciones -a su parecer sin alzas ni bajas- conservaba para su prole: la compra de dos carretas y dos yuntas de bueyes… Las bestias eran majestuosas y tenaces; sus flancos vibraban eléctricamente al contacto de las guasasas y mil pajuelas doradas flotaban en el agua de sus ojos sin malicia. Habían sido castradas entre dos piedras, y, siguiendo una criollísima tradición bucólica, las de la primera pareja se llamaban Grano de Oro y Piedra Fina; las de la segunda, Marinero y Artillero. Obedecían a la palabra. Muy pocas veces había que hincarlas con la aguijada.

– ¡Arriba, Grano de Oro! ¡Arriba, Piedra Fina…!

Grano de Oro era amarillo como las arenas bajo el sol. Una suave nevada parecía haber caído sobre el pelo de castañas maduras de Piedra Fina. Artillero era negro azul, con una chispa blanca en la frente. Marinero había sido tallado en un hermoso tronco de caoba… Los hombres que lo mutilaron eran perdonados por la mansedumbre infinita de Grano de Oro. Piedra Fina solía mostrarse perezoso y soñador. En la primavera, Artillero tenía tímidos resabios de toro. Y Marinero era una síntesis de buen juicio, honestidad y calma. Eran bien queridos por los pajares judíos que cazaban garrapatas en los prados. Durante las largas esperas ante la romana, mientras los carreteros “tomaban la mañana”, el peso del yugo acababa por crear en ellos una suerte de somnolencia reflexiva. Con los ojos apenas abiertos, parecían atender el llamado de voces interiores, sin preocuparse por los impacientes estornudos de unos colegas, llamados Ojinegro y Flor de Mayo, Coliblanco y Guayacán. Profundos suspiros inflaban sus costillares. Las relucientes anillas que colgaban de sus narigones evocaban coqueterías de reinas abisinias. Usebio estaba satisfecho de sus bestias.

Cuando se ha dejado de ser propietario, el oficio de carretero ofrece todavía algunas ventajas. No se está obligado a trabajar en la fábrica, donde se suda hasta las visceras. Tampoco se alterna con la morralla haitiana que se agita en los cortes. La férula de la sirena no se hace tan dura y puede mirarse con suficiencia, desde lo alto del pescante, a los jamaiquinos con sombrero de fieltro, que inspiran el más franco desprecio, a pesar de que tengan el orgullo de declararse “ciudadanos del Reino Unido de Gran Bretaña…”

A los ocho años, cuando su sexo comenzaba a definirse bajo la forma de inofensivas erecciones, Menegildo acompañó a su padre al caserío. Con voz autoritaria condujo a Grano de Oro y Piedra Fina hacia el Central, siguiendo guardarrayas talladas en las ondas elásticas de los campos de caña. Terco el testuz, los bueyes resoplaban aparatosamente, hundiendo las pezuñas en huellas de otras pezuñas fijadas en el barro por la seca.

Desde ese día Menegildo comenzó a trabajar con Usebio, mientras Salomé lavaba camisas y seguía arrojando al mundo sus rorros de tez obscura. Fue inútil que un guardia rural insinuara que el chico debía concurrir a las aulas de la escuela pública. Usebio declaró enérgicamente que su hijo le resultaba insustituible para ayudarlo en las faenas del campo, desplegando tal elocuencia en el debate que el soldado acabó por alejarse tímidamente del bohío, preguntándose si en realidad la instrucción pública era cosa tan útil como decían algunos.

7 Ritmos

Era cierto que Menegildo no sabía leer, ignorando hasta el arte de firmar con una cruz. Pero en cambio era ya doctor en gestos y cadencias. El sentido del ritmo latía con su sangre. Cuando golpeaba una caja carcomida o un tronco horadado por los comejenes, reinventaba las músicas de los hombres. De su gaznate surgían melodías rudimentarias, reciamente escandidas. Y los balanceos de sus hombros y de su vientre enriquecían estos primeros ensayos de composición con un elocuente contrapunto mímico.

Los días del santo de Usebio sus compinches invadían el portal del bohío, preludiando un templar de bongóes y afinar de guitarras con ásperas libaciones a pico de botella… Los sones y rumbas se anunciaban gravemente, haciendo asomar hocicos negros en las rendijas del corral. Una guitarra perezosa y el agrio tres esbozaban un motivo. El idioma de toques y porrazos nacía en los percutores. Los ruidos entraban en la ronda, sucesivamente, como las voces en una fuga. La marímbula, clavicordio de la manigua, diseñaba un acompañamiento sordo. Luego, los labios del botijero improvisaban un bajo continuo en una comba de barro, con resonancia de bordón. El güiro zumbaba con estridencia bajo el implacable masaje de una varilla inflexible. Varios tambores, presos entre las rodillas, respondían a las palmadas dadas en sus caras de piel de chivo atesadas al fuego. Un tocador sacudía rabiosamente sus maracas a la altura de las sienes, haciéndolas alternar con cencerros de latón. Para salpimentar la sinfonía de monosílabos, una baqueta de hierro golpeaba pausadamente un pico de arado, con cadencia alejandrina, mientras otro de los virtuosos rascaba la dentadura de una quijada de buey rellena de perdigones. Palitos vibrantes fingían un seco entrechocar de tibias, avecindando con el bucráneo filarmónico, y el envase de chicle transformado en cajón. Música de cuero, madera, huesos y metal, ¡música de materias elementales!… A media legua de las chimeneas azucareras, esa música emergía de edades remotas, preñadas de intuiciones y de misterio. Los instrumentos casi animales y las letanías negras se acoplaban bajo el signo de una selva invisible. Retardado por alguna invocación insospechada, el sol demoraba sobre el horizonte. En las frondas, las gallinas alargaban un ojo amarillo hacia el corro de sombras entregadas al extraño maleficio sonoro. Un hondo canto, con algo de encantación y de aleluya, cundía sobre el andamiaje del ritmo. La garganta más hábil declaraba una suerte de recitativos. Las otras entonaban el estribillo, en coro, borrándose de pronto para dejar solo al director del orfeón:

Señores,
Señores:
Los familiares del difunto
Me han confiado
Para que despida el duelo
Del que en vida fue
Papá Montero.

Se pellizcaba una cuerda, redoblaba el atabal y clamaban los demás:

¡A llorar a Papá Montero!
¡Zumba!
¡Canalla rumbero!

Y las variaciones del allegro primitivo se inventaban sin cesar, hasta que las interrumpiera el cansancio de los músicos… ¡Papá Montero, marimbulero, ñáñigo, chulo y buen bailador! La gesta maravillosa había corrido de boca en boca. ¡Papá Montero, hijo de Chévere y Goyito, amante de María la O! Su silueta parecía revolotear entre las palmas quietas, respondiendo a la llamada del son. La gran época de Manica en el Suelo, los Curros del Manglar y la Bodega del Cangrejo, se remozaba en las tornasoladas estrofas. Cara negra, anilla de oro en el lóbulo, camisa con mangas de vuelos, pañuelo morado en el cuello, chancleta ligera, jipi ladeado y ancho cinturón de piel de majá, como los que aplicaba el sabio Beruá para curar indigestiones… Papá Montero era de los que abayuncaban en las grandes ciudades que el padre de Menegildo no había visto nunca. Por los cuentos sabía que eran pueblos con muchas casas, mucha política, rumbas y mujeres a montones… ¡Las mujeres eran el diablo! ¡Había que tener el temple de Papá Montero para andarse con ellas! Las décimas y coplas conocidas vivían de lamentaciones por perfidias y engaños… ¿María Luisa, Aurora, Candita la Loca, la negrita Amelia? ¡Eran el diablo!

Anoche te vi bailando,
Bailando con la puerta abierta.

El pobre trovadol adoptaba casi siempre acento de víctima:

¡Virgen de Regla,
Compadécete de mí,
De mí!
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