Hagan juego, señores;
Hagan juego.
Veinte por una, el rey;
Veinte por una, el caballo,
Y la suya, veintiuna.
Oro, copa, espada y bastos;
Viene rendida y cansada.
¡Ay, ni una más!
¡Ay, ni una más!
De la cotidiana aplicación de esta mitología de naipes vivían casi todos los vecinos del Solar de la Lipidia, donde Longina había alquilado una habitación. Habitación con puertas azules que se abrían sobre un vasto patio lleno de sol, colillas de cigarros, chiquillos desnudos y horquetas de tendederas. Un letrero colocado en la entrada prohibía reuniones junto al biombo sucio, constelado de malas palabras, que servía de frontera entre la acera y el interior. Albañiles “sin pega”, politiqueros sin candidato, señeros faltos de baile, vendedores de periódicos, dulceros ambulantes, regían un gineceo pigmentado-achinado-canelo que removía al ambiente con sus batas, chales de azafrán, chancletas y aretes de celuloide. Quien no era alimentado por la plancha de la concubina, vivía de la invocación del milagro, en espera de que la faja con hebilla de oro o el flus fuese a parar a los estantes de la casa de empeños. Cuando, golpeando un cajón, alguien cantaba:
Yo tengo un reló
Longine Roskó.
¡Patente…!
hacía tiempo ya que el “Longine Roskó” estaba plegado en un bolsillo, en estado de papeleta de La Corona Imperial o El Féni. Sólo dos inquilinos hacían figura de ricos en aquella cuartería: Cándida Valdé, la mulata caliente, cuyo alquiler era pagado por un “peninsular”, dueño de tren de lavado, que había adornado la habitación con un baúl de tapa redonda guarnecido de calcomanías, y Crescencio Peñalver, negro presumido, que se desgañitaba cantando arias de ópera apenas la ducha comenzaba a gotear sobre su cabeza -cuando un capricho del “acuedulto” no dejaba a la ciudad entera sin agua. Su voz de barítono y su aire erudito y entendido le permitían vivir de las mujeres, en espera del día en que embarcara para Milán con el fin de “desarrollar la vó” y cantar Oteyo en la Escala. Pretendía seguir el ejemplo de aquel ilustre Gumersindo García-Limpo, pariente suyo, según decía, y que su imaginación había creado con tal relieve, que más de un cronita de las Sociedades de color citaba su nombre entre las figuras egregias de la raza. Crescencio Peñalver miraba con arrogancia a sus vecinos, ya que toda oportunidad le era favorable para exhibir un recorte del Semáforo, impreso con caracteres de punto desigual, en que se calificaba su interpretación del cuarteto de Rigoletto - que cantaba en solista- de “comparable a la de Gumersindo García-Limpo”. Pero esto no le impedía comer del puesto de chinos, como los demás, y hacer crujir la colombina de Cándida Valdé cuando el peninsular se iba a repartir la ropa, llevando una cesta elíptica a la cabeza.
Apenas Longina se dispuso a calentar el café para Antonio y Menegildo, comenzaron a llegar visitas. Soltando la plancha, las comadres invadieron la habitación. Ante sus ojos, la condición de excarcelado confería un mérito más al mozo. Casi todos los maríos habían pasado por ahí, y sabían lo que era eso. Como las sombras se alargaban en el patio, la tertulia se trasladó al fresco, junto a las bateas y barriles. Atraído por la botella de ron que un chiquillo traía por encargo de Menegildo, Crescencio Peñalver vino a contar su historia. Pronto cundieron sus calderones atronadores.
– ¡Cómo canta e negro ese! -exclamaba Menegildo.
…Cuando se encendieron las primeras bombillas, el corro reunía a todo el vecindario. Las botellas vacías se alineaban en un rincón del patio. Elpidio el albañil afinaba su guitarra, mientras los del Sexteto Física Popular, compañeros del negro Antonio, templaban sus tambores. Cándida Valdé contemplaba a Crescencio con incendiada hostilidad, viendo que todas sus sonrisas se dirigían a Candelaria, la hija de Mersé.
Una gritería general malaxaba conversaciones sobre política, los dolores del parto, el espiritismo, el velorio de mi difunto marío, el verso de la charada, la poca vergüenza del empeñista, la pelota y el “pasmo” de la plancha, al tanto que Crescencio, sin darse por vencido, dominaba el estrépito con las notas agudas de “lan dona emóbile, cuá pluma viento…” Pero los soneros se iban impacientando:
– ¡Delirio! ¡Opera…!
Crescencio, abatido en pleno vuelo, sentenció:
– ¡Qué incultura!
Cándida, que ya estallaba de celos, y recordaba que aquella misma mañana el desgraciado ese había saqueado el baúl de las calcomanías en busca de dinero, afianzó el puño en la cadera y gritó ásperamente:
– ¡No se ha mirao en el ep’pejo, y quiere hablal en italiano! ¡No cante má basura, compadre!
Dos bofetadas le incendieron las mejillas.
– ¡Desgraciado! ¡Te voy a picar la cara…! ¡Deja que venga mi marío!
– ¿E gallego ese?
– ¡Má macho que tú!
Tremolaron chales y brazos. El agua lechosa de una batea corrió por las vertientes del patio. Gritos y empellones. Mersé, gateando, trataba de salvar las ropas pisoteadas por los combatientes. Candelaria huyó hacia la calle, tocando “pito de auxilio”. Al fin, el policía de posta hizo su aparición. Crescencio se ocultó en las profundidades del solar, mientras Cándida caía en brazos de las mujeres, simulando un ataque. Los tambores del Sexteto comenzaron a sonar. “¡Una mala interpretación! ¡Aquí no ha pasao ná!” El vigilante, perplejo, acabó por aceptar una copa de ron.
Tanta lipidia por un medio de maní.
¡Tú lo pagate y yo lo comí!
A media noche, el policía volvió para reclamar el silencio. Antonio se despidió de Menegildo:
– Y no ov’vide que e rompimiento e pal sábado. Vete reuniendo los cuatro peso, y cómprate un gallo bien negro. Que no sea muy grande. ¡Ñangaíto y yo te presentamo!
El mozo, algo ebrio, se encerró en la habitación con Longina. Se desnudaron rápidamente. Afuera se oían los ecos de un claxon lejano, los ronquidos del heredero de Gumersindo García-Limpo y las quejas de cachorro de la mulata, narrándole al “peninsular” sus desventuras. Cuando la luna asomó sobre los tejados del solar, dos cuerpos se apretaban aún, tras de una puerta celeste, entre un jarro de café frío y una estampa de San Lázaro.
– ¿Veldá que no vamos a volvel al caserío, sssielo?
– ¡Aquí e donde se gosa!
El Ford renqueaba por carretera constelada de baches. Tuerto de focos, alumbraba débilmente una doble hilera de laureles polvorientos. Detrás, a ambos lados, se alzaba la caña, apretada, uniforme, como en todas partes… La “máquina” se detuvo al pie de una colina cubierta de maleza. El negro Antonio hizo bajar a Menegildo. Se cercioró de que el auto volvía a la ciudad y tomó un sendero abierto entre setos de cardón. De trecho en trecho un flamboyán mecía ramos de púrpura sobre sus cabezas.
Pronto alcanzaron un grupo de negros que andaban en la misma dirección:
– Enagüeriero.
– Enagüeriero.
Y un confuso retumbar de tambores comenzó a inquietar la noche surcada de efluvios tibios. Una batería sorda, misteriosa, que parecía colaborar con la naturaleza, repercutiendo en el tronco de los árboles; vago latido -imposible de localizar- que se cernía sobre las frondas y anclaba en los oídos… El ritmo metálico, inflexible, de la ciudad, se había borrado totalmente ante la encantación humana de los atabales. La tierra parecía escuchar con todos sus poros. Las hierbas estaban de puntillas. Las hojas se volvían hacia el ruido.
– Están tocando llanto - dijo alguien.
Cien dedos seguían auscultando las sombras.
El pequeño batey triangular, cercado de tablas, ramas y alambre de púas, estaba lleno de ecobios y neófitos. Se hablaba en voz baja. En el bohío del Iyamba se encontraban los altos dignatarios de la Potencia, haciendo sonar fúnebremente sus tambores en honor de los muertos que comerían al día siguiente. Un farol de vía, colocado en el suelo, iluminaba caras graves, haciendo crecer fantasmas de manos en las pencas del techo.
Junto al bohío, Menegildo observó una construcción cuadrada, de madera roja, cubierta de yaguas. En la puerta, cerrada, se ostentaba la firma del Juego trazada con tiza amarilla, tal cual se la había enseñado a dibujar el negro Antonio: un círculo, coronado por tres cruces, que encerraba dos triángulos, una palma y una culebra.
– ¡El Cuarto Fambá! -exclamó Menegildo sin poder desprender las miradas de aquella puerta que encerraba los secretos supremos, clave de las desconcertantes leyes de equilibrio que rigen la vida de los hombres, esa vida que podía torcerse o llenarse de ventura por la mera intervención de diez granos de maíz colocados de cierta manera.
– Dame el enkiko -dijo el negro Antonio.
El padrino dejó a Menegildo en un rincón del batey, y entró en el bohío con el gallo negro agarrado por las patas. Varias sombras entraron detrás de él, ocultando la llama del farol. Entonces callaron bruscamente los toques de llanto. En la casa se encendieron algunos quinqués. El negro Antonio reapareció, trayendo una venda y un trozo de yeso amarillo. Menegildo estaba trémulo de miedo. De buenas ganas hubiera echado a correr.
– ¡Antonio! -imploró.
Pero en aquel momento el negro Antonio estaba muy lejos de su marímbula y del Sexteto Física Popular, de su guante de pelota y de los Panteras de la Loma. No pensaba siquiera en la cálida María la O, ni en la causa pendiente por escándalo en el baile de Juana Lloviznita. La proximidad del juego esotérico le imprimía triple surco en el ceño. Hablaba con voz dura y profunda; el momento no era para bromas ni “rajaduras”:
– Hay que preparalse pal juramento -dijo.
Menegildo se despojó de su camiseta rayada y de sus zapatos de piel de cerdo. Se recogió los pantalones hasta las rodillas. Una medalla de San Lázaro relucía entre sus clavículas. El negro Antonio tomó el yeso y le dibujó una cruz en la frente; una en cada mano, dos en las espaldas, dos en el pecho, y una en cada tobillo. Luego, con gestos bruscos, vendó fuertemente al neófito. Menegildo se sintió asido por un brazo; anduvo hasta el centro del batey. Por el rumor de pasos adivinó que otros eran conducidos como él.