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A
¡Ese caballo fue mío,
Valiente caminador!
Era de un gobernador
De la provincia del Río.

Menegildo pidió una gastosa por encima de diez cabezas. Se hizo magullar y vio cómo Pata Gamba, uno de los guapos del caserío, apuraba su refresco sin hacerle el menor caso. Intimidado, triste, solo, emprendió nuevamente el camino para alejarse del ingenio.

A la salida del pueblo varios faroles de vía avanzaban a paso de carga.

– ¡Viva Españaaaaaa…!

Menegildo vio surgir de la sombra a los siete únicos gallegos que habían quedado en el Central, anulados por la miseria, después del éxodo de emigrantes blancos de los años anteriores. Ahora estaban unidos en un gran concertante de gaitas y chillidos. Blandían botellas vacías y pomos de aceitunas que, pagados en vales a la bodega del ingenio, debían haberles costado varias semanas de durísimo trabajo… ¿Pero quién pensaba ya en el mañana…? ¡Era tan sabido que, al fin y al cabo, sólo los yanquis, amos del Central, lograban beneficiarse con las magras ganancias de aquellas zafras ruinosas…!

16 Encuentro

Una luna grávida, clara como lámpara de arco, parecía atornillada, muy baja, en una toma de corriente de la cúpula nocturna. Las siluetas de los árboles eran recortes de papel negro clavados en la campiña. Una luz de ajenjo bañaba el paisaje. Menegildo abandonó la ruta para seguir un atajo. Detrás de él, rodeado de músicas y danzas, roncaba el Central. Al pasar delante de una casona incendiada por los españoles en época de la guerra del 95, se santiguó. El sendero estaba orlado por setos de piedra cubiertos de lianas verdes, parecidas a sierpes. De trecho en trecho se alzaba, por unos metros, una alta e impenetrable pared de cardones lechosos. Una lechuza hendió el espacio como una pedrada… “¡Sola vaya!”, murmuró Menegildo.

Se aventuró en una vereda, siguiendo un campo de caña cuyas hojas se mecían blandamente con ruido de diario estrujado. En un extremo divisó varias cabañas triangulares. Cerca de estas viviendas primitivas, una hoguera agonizante lanzaba guiños por sus rescoldos.

– ¡Lo haitiano! -pensaba Menegildo-. Deben estar todo bebío…

Y escupió, para demostrarse el desprecio que le producían esos negros inferiores.

Siguió andando. Un poco más lejos, en una gruesa piedra, divisó una forma blanca. Desconfiado por instinto desde la hora en que caían las sombras, Menegildo se detuvo, mirando con todos los poros. Parecía una silueta de mujer. ¡Alguna haitiana del campamento…! Se acercó a paso rápido y, sin detenerse, pronunció un seco:

– Buenaj noche.

– Buenaj noche -respondió una voz que le hizo estremecerse por su acento inesperado.

Ya había dejado la mujer a sus espaldas, cuando la oyó hablar nuevamente:

– ¿Pasiando?

– Un poco…

Menegildo se volvió, deteniéndose a unos metros de ella, sin saber qué decirle. Había regresado por la sorpresa que le causaba oírla hablar “en cubano”. Debía ser de la tierra, porque casi ninguna haitiana lograba hacerse entender con “el patuá ese de allá…”. Menegildo observó que unos ojazos dulces y afectuosos relucían en su rostro obscuro. Sus cabellos, apretados como un casco, se veían divididos en seis zonas desiguales por tres rayas blancas. Estaba cubierta por un vestido claro, lleno de manchas y remiendos, pero bien estirado sobre el pecho y las caderas. Sus pies descalzos jugaban con el espartillo húmedo de rocío. Tenía una flor roja detrás de la oreja. (“Tá buena”, pensaba Menegildo, desnudándola mentalmente.)

– No tenía gana e dolmil, y vine a sentalme aquí a cogel frecco.

– ¿Sí?

Menegildo se sentía cohibido. No se le ocurría frase alguna. Queriendo adoptar una actitud varonil, se sacó de la camiseta un trozo de tabaco mascullado y lo encendió largamente. La mujer lo miraba con fijeza mientras la luz del fósforo hacía bailar sombras en su cara.

De pronto, Menegildo halló un tema de conversación:

– Ya tenemo año nuebo.

– Parese…

– En e pueblo la gente bailaba en tó lao. ¡Y había tomadore! ¡Caballero, qué de tomadore…! Ella suspiró:

– Yo hubiese querido dil hatta e caserío pa vel a la gente… ¡Pero e muy lejo! ¡Y de noche! ¡Y sola por ahí! ¡E un diablo eso…!

– No e bueno metelse en e rebumbio! ¡Ya debe habel gente fajáa…! ¡Yo vine en seguía! ¡Pal demonio…!

– Sí, pero aquello está diveltío… Lo de aquí etá muy tritte…

Menegildo hizo una pregunta que le quemaba los labios:

– ¿Uté e de por aquí?

– Yo soy de allá, de Guantánamo.

El silencio pesó nuevamente. Un orfeón de grillos transmitía sus adagios bajo las hierbas. Menegildo, no sabiendo en qué ocupar sus dedos, se quitó el sombrero de guano. La mujer sonrió:

– No se quite e sombrero.

– ¿Pol qué?

– Mire que la luna e mala…

– ¡Veddá…!

Tenía razón. La luna era mala. Salomé se lo había dicho mil veces. Menegildo se cubrió. El hombre y la mujer callaban, mirándose de soslayo. El mozo chupaba fuertemente su puro. Pero estaba apagado y no le quedaban cerillas… La desconocida observó que este percance lo llenaba de vergüenza.

– Agualde…

La mujer corrió hacia la hoguera casi apagada para traerle una rama en que una pálida lumbre vivía aún.

Al encender la colilla, Menegildo creyó adivinar la forma de un seno por el leve escote del vestido.

– ¡Gracia…!

– ¡De ná!

El cerebro del macho esbozó un gesto que sus manos no siguieron. Ahora se sentía profundamente humillado por su cortedad. “¡Si no fuese tan tímido, le fajaría a la mujel esa…!” Pero la sensación de que nunca tendría el valor de ello aumentaba su indecisión. Quería marcharse y no lograba dar un paso… Al fin rompió el silencio:

– Entonse… Buena noche.

– Adió.

Partió sin volver la cabeza. Dos ojos brillantes estaban clavados en su nuca. Sus músculos percibían esa mirada a través de la camiseta. Se apresuró, hostigado por una inquietud extraña que le hacía contraer las espaldas.

Una araña peluda, con lomo de terciopelo pardo, atravesó lentamente el sendero.

17 Lirismos

Menegildo estaba enamorado. Mil lirismos primarios iban naciendo en las íntimas regiones de su tosca humanidad. Un cálido cosquilleo recorría su cuerpo cada vez que pensaba en la mujer encontrada la otra noche. Cantaba, reía solo o, súbitamente, se sumía en un abatimiento sin esperanza. Erguido en la carreta, atravesaba los cañaverales con aire ausente. A veces trocaba los nombres de los bueyes, regañando a Piedra Fina por Grano de Oro, haciéndoles bajar a las cunetas o derribando montones de cañas.

– Tú etá loco, muchacho -decían gravemente los carreteros viejos.

El que por principio, sin saber leer, discutía siempre el peso de las carretadas cuando había detenido sus bestias bajo el arco de la romana, se quedaba apartado ahora, dejando que el pesador manipulara libremente sus termómetros de quintales. El florecimiento de su vida sentimental era responsable de algunos vientres apretados a la hora de la paga, pues el pesador -antiguo hidalgo italiano, arruinado por la guerra y su estetismo improductivo- movilizaba todas las prácticas encaminadas a engañar al mísero machetero en beneficio del colono. Los pesos y contrapesos corrían sobre reglas de cobre, movidos por manos de bandido. Pero Menegildo pensaba en otras cosas, apoyado en su pica… Como su aspecto físico comenzaba a preocuparlo, se compró un par de zapatos de piel de cerdo, con ancha suela redonda. El polaco Kamín le hizo adquirir una camisa anaranjada, con círculos rojos y azules, en La Nueva Varsovia. Además lo indujo a gastarse los últimos cuartos que le quedaban en un “jabón de olor”.

Estas maravillas fueron acogidas con desconfianza por Salomé. La vieja se preguntó si su hijo no habría sido víctima de alguna brujería disuelta en una taza de café. ¡Cuando menos se lo piensa uno, le echan la salación…!

Aquella noche, Salomé repitió con insistencia, mirando al mozo de reojo:

– ¡La mujere son mala! ¡La mujere son mala…!

Sin darse por aludido, Menegildo guardó sus compras debajo de la cama, mascullando amenazas terribles para aquel de sus hermanitos que se atreviera a tocarlas.

18 Hallazgo

Dominado por una preocupación nueva en su vida, Menegildo pasaba todos los días delante del campamento de haitianos que albergaba a la linda mujer de la flor en la oreja.

Él nunca habría sido capaz de enamorarse de una haitiana. ¡Desde luego! Pero creía adivinar que una mujer “de allá, de Guantánamo”, no se encontraba a gusto entre tantos negros peleones y borrachos, que sólo pensaban en gallos y botellas. Menegildo no lograba ver claro en ese problema, y la sensación de un misterio hacía crecer los prestigios y atractivos de esa desconocida, a la que deseaba furiosamente ahora, con todos los ímpetus de su carne virgen… El egoísmo de su pasión sana, sin complicaciones, no admitía la posibilidad del obstáculo infranqueable. Lo que debía pasar, pasaría. ¡Y si ella no lo quería por las buenas, sería por las malas!

Una mañana la vio colgando ropas mojadas junto a una de las chozas. La mujer le sonrió dulcemente, mordiéndose el índice. Pero un negro gigantesco atravesó el campamento, y ella le volvió bruscamente las espaldas. Otro día se miraron durante largo rato a distancia. Se hicieron señas que ninguno entendió… Una noche, ella le tiró una flor silvestre que olía a gasolina. Pero cada vez que Menegildo intentaba acercarse, lo detenía un atemorizado ademán. La mujer parecía temer algo. Moviendo hacia él la palma de la mano le decía siempre: “Aguarda…”

Entonces Menegildo, azotado por el deseo, picaba sus bueyes con furia. Grano de Oro y Piedra Fina partían a toda velocidad, belfos en tierra, sacudiendo la cola con indignación.

– ¡Tú etá loco, muchacho! -repetían los carreteros viejos.

Aquella tarde, frente al campamento de haitianos, Menegildo detuvo la carreta para recoger un jirón de tela blanca que colgaba de un arbusto espinoso. Lo tomó con la mano izquierda y se lo guardó en el sombrero, bendiciendo las fuerzas ocultas que lo hacían merecedor de semejante hallazgo.

19 El embó

El bohío del viejo Beruá se alzaba al pie de un mogote rocoso, agrietado por siglos de lluvia y roído por una miríada de plagas vegetales. Algunas cañas bravas, ligeras como plumas de avestruz, jalonaban, su base, orlando el manto casi impenetrable del enorme cipo -urdimbre de espinas, tubos de savia dulzona, verdosos ciempiés y orquídeas obscenas. El brujo vivía pobremente. Jamás había conocido la celebridad de Tata Cuñengue, el que mató al alacrán, ni la opulencia de Taita José, el que llegó a poseer en la capital aquel Solar del Arará, visitado antaño por mas de un nieto de capitanes generales. Pero la mazorca de maíz colgada frente a su puerta, con los granos al descubierto, así como su vejez y la demostrada eficiencia de sus remedios, daban fe de una ciencia digna de ser envidiada por sus más sabios antecesores. Aunque nunca se había aventurado hasta ahí Menegildo adivinó que aquélla era la casa. El mozo gritó con voz fuerte:

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