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Y todo hubiera seguido como siempre.

– Yo no dije nada, vos empezaste cuando quisiste "enchufarme" que tu tardanza se debía a que yo llego tarde.

– Sí, has empezado tú con ese «hola» de mierda con que me recibiste.

Y ése habría sido el comienzo del fin. Cristina habría continuado.

– Si me invitaste a salir para esto, sería mejor que te hubieras quedado en tu casa.

Y Roberto hubiera cerrado con -Tenés razón ¡Adiós!

Ella habría subido murmurando algunas palabrotas y él habría dejado el auto allí estacionado para caminar algunas cuadras hasta que se le pasara el mal humor o hasta atreverse -se diría a sí mismo- a terminar con esta relación; echándole la culpa a ella de su infelicidad y sabiendo que Cristina lo responsabilizaría de todo a él.

Pero esta vez no, esta vez era diferente. Estaba dispuesto a explorar hasta el final lo que había aprendido.

"Ella está defendiéndose, justificándose, agresiva, como protegiéndose de mi enojo", pensó. "Pero ¿qué me pasa a mí? ¿Estoy enojado? Absolutamente no", se contestó.

Quizás su "hola" había sonado a reproche, o acaso Cristina había bajado esperando el reproche y leyó como tal cualquier cosa que él dijera. En todo caso valdría la pena aclararlo.

– Tranquila Cristina -dijo-, está todo bien.

– No seas sarcástico -acusó ella.

– No lo estoy siendo -agregó Roberto-, la verdad es que estuve pensando algunas cosas y ni me di cuenta de tu tardanza.

– Te odio cuando adoptas ese aire de superioridad -insistió Cristina buscando la pelea perdida-, además no te creo una palabra. ¿Así que yo tardé cuarenta y cinco minutos y vos ni si siquiera lo notaste? ¡Ja!

"Asombroso" -pensó Roberto y sonrió otra vez al recordar la sensación de la calle vacía dentro de él.

– Lamento que no me creas, Cristina -empezó a explicar-, pero la verdad es que no estoy enojado. En todo caso si tengo que decirte cómo estoy respecto de vos y de la tardanza, la palabra sería agradecido.

– ¿Agradecido? -preguntó Cristina- ¿Agradecido?

– Agradecido.

Roberto se acercó y le dio un beso en la mejilla. Después la miró largamente mientras la sostenía con suavidad por los brazos.

– Valía la pena la tardanza -dijo Roberto-, estás hermosa.

Se abrazaron con ternura. Luego, él la tomó del hombro guiándola hacia el auto.

No se durmieron hasta las cinco de la mañana. La charla con Cristina fue muy interesante y trascendente.

Leyeron juntos los dos e-mails de Laura y pasaron por alto las previsiblemente largas explicaciones sobre el origen de los textos.

Cristina se mostró bastante escéptica respecto del contenido. Estaba de acuerdo con muchas cosas, pero tenía -dijo- algunos desacuerdos.

Hablaron mucho sobre esos desacuerdos. Roberto se encontró siendo inusualmente respetuoso hacia las posturas de ella. Por un lado, Cristina decía que el planteamiento le parecía un consuelo para tontos.

– Esto de aliviarse porque lo que yo no tengo no lo tiene nadie me parece estúpido… Además -dijo- me parece demasiado "psicologismo" pensar nada más que en lo de uno mismo. ¿Y si el otro realmente está equivocado? ¿Y si el otro está objetivamente actuando mal, dañinamente o agresivamente o inadecuadamente?…

Por otro lado, ella sostenía que la propuesta partía de una idea conformista. Repitió dos o tres veces la frase "hagamos lo posible" acentuando su crítica en "lo posible".

– ¿Quién sabe qué es "lo posible"? ¿Por qué debería dejar de buscar mi compañero ideal Para tener juntos una relación maravillosa? -concluyó.

Algunos comentarios de ella hicieron que Roberto se diera cuenta de sus propias contradicciones.

Él siempre había vivido criticando a los que se conformaban sin luchar y, de alguna manera, el planteamiento, escuchado en boca de Cristina, se parecía a "resignarse a la mediocridad".

"Tiene razón", pensó Roberto, y a diferencia de otras veces, se lo dijo.

– Tenés razón, no lo había pensado.

Esa frase fue la llave que abrió una puerta interior en Cristina. A partir de allí la Conversación se volvió más jugosa y más esclarecedora.

Estuvieron de acuerdo en que ni el amor ni la pareja deben dañarse para salvar al otro. Acordaron que en su propia relación intentarían poner más el acento en mirar qué le pasaba a cada uno en todo momento.

– Es verdad -dijo Cristina-, por ejemplo anoche, cuando bajé, pensaba encontrarte enojado. Y en lugar de ver lo que me pasaba a mí, actué como si realmente me estuvieras reprochando la tardanza. Ahora puedo ver que en realidad era yo la que estaba enojada cuando te vi.

– Bueno -dijo Roberto-, ya fue.

– Valió la pena -dijo Cristina.

– Valió LA PENA -remarcó Roberto.

Esa noche hicieron el amor gloriosamente. Y a pesar de que Roberto sentía que nunca había estado tan en contacto con su propio placer, con sus propias sensaciones y ocupado en su propio orgasmo, le pareció que Cristina también había disfrutado del sexo más que otras veces.

Confirmó esa sensación cuando apagó el velador de su lado y vio cómo Cristina se incorporaba en la cama, lo miraba con una sonrisa y le decía esa frase, que en el folklore lúdico interno de esa pareja era señal de máxima aprobación:

– Muy bien Gómez… muy bien.

Roberto le devolvió la sonrisa y le guiñó un ojo. Ella lo miró todavía una vez más y se dio vuelta, apagó la luz, se acurrucó en la cama cerca del cuerpo de él y cerró los ojos.

Unos segundos después susurraba entredormida, como hablándose a sí misma:

– … Muy bien.

Alrededor de las dos de la tarde, apenas sintió que estaba despierto, Roberto tanteó la cama buscándola pero no la encontró.

Si bien Cristina le había avisado que al mediodía se iría al asado en casa de Adriana, Roberto se había dormido seguro de que ella dejaría plantada a su amiga, como tantas otras veces, y se quedaría con él.

Se levantó bufando y con el mismo humor calentó el café que había quedado de la noche. Revolvió el renegrido líquido y hundió en el remolino del centro su sensación de conquista del paraíso.

Ella se había ido. Ella prefería ese estúpido asado a un maravilloso reencuentro.

"¡Carajo!", masculló.

Tomó el café sin atreverse a sentir el sabor. ¿Qué diría Laura de todo esto?

Encendió el ordenador, buscó entre los mensajes recibidos y… Ahí estaba.

Entonces ¿para qué estar en pareja?

Usamos nuestros ojos para vernos y reconocernos. Podemos mirarnos las manos, los pies y el ombligo… Sin embargo, hay partes de nosotros que nunca nos hemos visto directamente, como nuestro rostro, tan importante e identificatorio que cuesta creer que nunca lo podremos percibir con nuestros propios ojos…

Para conocer visualmente estas partes ocultas a nuestra mirada necesitamos un espejo.

Del mismo modo, en nuestra personalidad, en nuestra manera de ser en el mundo, hay aspectos ocultos a nuestra percepción.

Para verlos necesitamos, aquí también, un espejo… y el único espejo donde podríamos llegar a vernos es en el otro. La mirada de otro me muestra lo que mis ojos no pueden ver.

Así como sucede en la realidad física, la precisión de lo reflejado depende de la calidad del espejo y de la distancia desde donde me mire. Cuanto más preciso sea el espejo, más detallada y fiel será la imagen. Cuanto más cerca esté para mirar mi imagen reflejada, más clara será mi percepción de mí mismo.

El mejor, el más preciso y cruel de los espejos, es la relación de pareja: único vínculo donde podrían reflejarse de cerca mis peores y mis mejores aspectos.

Los miembros. de las parejas que nos consultan pierden mucho tiempo tratando de convencer al otro de que hace las cosas mal. La idea es que aprendan a pactar en lugar de transformarse en jueces o querer cambiar al otro.

Si te muestro permanentemente tus errores, si vivo para mostrarte cómo deberías haber actuado, si me ocupo de señalarte la forma en que se hacen las cosas, quizás consiga (quizás), que te sientas un idiota, o peor, que te vayas de mi lado, o peor aún, que te quedes para aborrecerme.

Quiero que me escuches con escucha verdadera, con la oreja que le ponemos al interés, al deseo, al amor.

Si en verdad quiero ser escuchado, entonces debo aprender a hablarte de mí, de lo que yo necesito, y en todo caso, de lo que a mí me pasa con las actitudes que vos tenés. Esta sola modificación hará probablemente que te resulte mucho más fácil escucharme.

Gran parte del trabajo en la terapia de pareja consiste en ayudar a cada uno a estar siempre conectado con lo que le está pasando y no con hablar del otro. Es decir, utilizar los conflictos para ver qué me pasa a mí y para hablar de ello. La idea de esta terapia es ayudar a dos personas que se fueron cerrando para que puedan abrirse. Generalmente llegan llenos de resentimientos, de cosas no expresadas, y la tarea del terapeuta es ayudarlos a soltarse, a decir lo que tienen miedo de decir, a mostrar su dolor.

¿Cómo ayudar a que dos personas vuelvan a abrirse, a mostrarse, a confiar? Básicamente generando un clima de apertura en el consultorio, ayudándolos a aflojarse, a mostrar sus necesidades.

Uno de los objetivos de la terapia es que el encuentro se produzca. Es verdad que un encuentro no puede forzarse, se da o no se da, pero hay actitudes específicas que ayudan. Lo que hacemos los terapeutas es observar qué hace cada uno de los integrantes de la pareja para evitar el encuentro, con la idea de mostrarles cómo lo impide cada uno.

La manera de no impedir el encuentro es estar presente, en contacto con lo que me va pasando. Lo mismo en cuanto a mi pareja; ver qué está necesitando, cuál es su dolor.

Vemos otra vez cómo los conflictos son una oportunidad para descubrirme, conocerme, estar en contacto con lo que me pasa y aprender de ello.

Las parejas consultan porque están haciendo lo opuesto.

Cada vez que el vínculo entra en conflicto, cada uno comienza a interpretar al otro, a decirle lo que tiene que hacer, a responsabilizarlo de lo indeseable.

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