– Ya, ya comprendo -le dije yo entonces a mi primo-; ya me doy cuenta de por qué no quieres ir ahora a buscarlo: le tienes miedo a tu hermanita, y eso es todo. ¡Está bien, hombre! ¡Haberlo dicho!
– Miedo, no; consideración -replicó enrojeciendo, no sé si de bochorno o de cólera; pues algo debía conservar de su antiguo amor propio, y la verdad es que yo me había excedido un tantico: no tenía ningún derecho… Además ¿qué me importaba a mí de toda aquella necia historia pueblerina? ¡Nada! Pero lo que pasa es que cuando ya uno se ha puesto nervioso, cualquier majadería es capaz de dominarlo. En esto tenía razón Severiano: el absurdo le hace perder a uno la cabeza, atrae como una sima. Yo sentía una impaciencia que a mí mismo me causaba estupor: ansiaba de tal modo ver el mensaje, que estaba cierto de no poder descansar más hasta después de haberlo tenido en las manos. Temía -así, ¡temía!- tener que tomar el tren sin haberlo visto, y hasta me había hecho el proyecto de apoderarme de él, aunque fuera en el último instante, y llevármelo: ya se lo devolvería a mi primo por correo certificado, si tanto interés tuviera en conservarlo. Pero ¿y si llegaba la hora del tren y, entre tantas vueltas y revueltas, aún no había podido verlo? Resuelto estaba, si preciso fuere, a perder el de las seis y treinta y cinco e irme en el de las once, a pesar de toda la incomodidad, inconvenientes y hasta, ¡quién sabe!, perjuicios que eso podía acarrearme. Pues ese retraso de unas cuantas horas me hubiera podido acarrear de veras un serio trastorno: estos pormenores yo no se los había contado a mi primo Severiano (ni ¡qué iban a importarle a él!), pero resulta que el gerente de Melero y Cía. me tenía fijada cita en la Fabril Manchega, S. A., para dilucidar la cuestión de las entregas descabaladas; se trataba de sorprender a estos pájaros y nevar un ataque bien combinado, fingiendo una coincidencia casual; él llegaría en su auto, mientras que yo, como viajante, pasaba mi acostumbrada visita; en fin, todo un lío; y si yo le dejaba colgado… Pues ¡a bien que no era soberbio y grosero el individuo como para hacerle semejante jugarreta! Si precisamente por comodidad suya había combinado yo el pasar esa noche sobrante en casa de mi primo, a quien, por otra parte, deseaba tanto visitar… Pero esa visita amenazaba complicarme la vida; pues, inexplicablemente, era ya para mí una necesidad imprescindible la que sentía de ver el demonio de manuscrito, y estaba dispuesto, incluso, a salir en el tren de las once, pasara lo que pasare. Por suerte, no fue necesario.
– Perdona, hombre, Severiano; parece que a ti no se te puede dar una broma -le dije para paliar el mal efecto de mi destemplada ironía-. De todas maneras, Juana madrugará bastante, ¿no? A mí me parece que debiéramos estar levantados, no sea que se vaya temprano a misa y nos quedemos…
– Descuida, Roque, descuida. Si todavía es noche cerrada -me arguyó, apaciguado, el buenazo.
– Vamos, que apuesto a que está amaneciendo -sostuve.
– Que va a estar: ni mucho menos.
– Pero sí, hombre; si ya pasan carros…
Estaban pasando carros; se oía fuera el chirrido de los ejes, las pisadas de las mulas, algún restallido, alguna blasfemia.
– Esos carros salen mucho antes que el sol.
Entre tanto, yo me había levantado, me había acercado al balcón; abrí un postigo: noche cerrada. Pero, a pesar de ello, cada vez se alzaban más ruidos en el pueblo; canto de gallos, ladridos… ¿Pensaría acaso dormirse todavía Severiano, después de haberme impedido a mí que durmiera en toda la santa noche con su estúpida historia? Ahí estaba, sin rebullir; se había vuelto para la pared, y ni siquiera rebullía. Pues lo que es si esperaba que yo apagase la luz… Fui a mirar mi reloj, que estaba en el bolsillo del chaleco, ahí colgado del respaldo de una silla con mi otra ropa: ¡Nada más que las cuatro y media! "Ya son las cinco menos veinticinco, Severiano -dije-. ¡Anda, holgazán, levántate, vamos!"
Se levantó, bostezando. No se puede negar que es un buenazo, el pobre. Añadí: "Yo creo que tu hermana ya no puede tardar mucho en salir de su cuarto". Él me dirigió una sonrisa amable y triste: "Sí -asintió-; a ver si por fin nos libramos del misterio".
¡Cómo se le notaban ahora los años, a Severiano, con el escaso pelo blancuzco todo revuelto, y aquellas ojeras! Me pareció viejo: un viejo. Fui a mirarme en el espejo del lavabo: ¡Hay que ver también los estragos que puede causar una noche en vela, y más, después de haber viajado todo el día! Y ¡es que son ya muchos años de viajante, caramba! Pero luego se afeita uno, se lava, se peina, y ¡como nuevo! Comencé a enjabonarme la cara, mientras que él se desperazaba con los brazos en cruz. Pronto pudo verse cuánta razón tenía yo: no bien salimos del cuarto -y Severiano tardó en arreglarse menos de lo que yo me hubiera temido- nos topamos con Juanita, que ya se disponía a largarse, y que se sobresaltó un poco al tropezar con nosotros en la puerta del comedor, a donde íbamos en busca de algo que tomar como desayuno. Me miró como si no me reconociera o no me recordara, y yo también le encontré a ella un no sé qué de raro, un cierto ribete cómico y hasta disparatado en la solemnidad de su manto negro, en el gesto de su mano enguantada sosteniendo libro y rosario. Seguía siendo aquella Juanita, sí; pero disfrazada de vieja beata… Su hermano la atajó:
– Mira, me alegro de que todavía no hayas salido (y ¡qué maneras de madrugar, hija!). Escucha, ¿sabes lo que quisiéramos?
– Se dan los buenos días.
– ¿Sabes lo que quisiéramos?
– Sí, lo sé -respondió ella inesperadamente-. ¡Lo sé!
Se había parado de espaldas a la puerta, un poco rígida, con los brazos caídos, y me pareció que su voz, demasiado presurosa, temblaba, de puro tensa, en los descoloridos labios.
Miré a Severiano. También él estaba pálido:
– ¿Que lo sabes? -preguntó en un parpadeo. Y con una sonrisa (¡qué fea, su forzada sonrisa jovial!)-: Imaginarás que vamos a pedirte el desayuno.
– Me vas a pedir el mensaje -le replicó ella sin vacilar. Y se quedó callada.
Severiano seguía parpadeando como si le hubiera entrado una mota en un ojo. Convencido de que él no rechistaría, y empeñado además en cerrarle la retirada:
– ¿Cómo lo has podido adivinar, prima? -le pregunté yo. Juanita descompuso su boca en una mueca bufa; en seguida se quedó seria, vieja; luego exhaló un suspiro; luego tragó saliva… Creo que Severiano estaba aterrado al ver que su hermana no decía palabra.
Otra vez me sentí en el caso de intervenir:
– Entonces, prima, ¿nos lo entregas?
Lo dije, quizá, algo cohibido. La actitud de Severiano, tan timorata, se me había contagiado, y yo mismo me expresaba ahora con cierta cortedad. Lo que, por otra parte, no es de extrañar si se piensa que la conducta de Juana era más que sorprendente. Insistí aún:
– ¿Nos lo entregas?
Juana revolvió los ojos al techo con gesto implorante y dirigiéndose, no a mí, sino a su hermano, le reprochó con severa amargura:
– ¡Que hayas hecho semejante cosa, hombre! ¡Semejante vileza! ¡Ah, sí!, ¡ya lo sabía! Estaba segura de que habrías de aprovechar la primera ocasión… De ti para mí, cara a cara y sin testigos, no te atrevías a ello. Pero siempre que me tirabas indirectas, o que te quedabas mirándome con ganas de decir algo, y sobre todo cuando te sorprendía (porque te he sorprendido, aunque no lo creas, más de una vez) rondando en torno a mis papeles, yo ya sabía y estaba muy segura de que, no bien se te presentara, aprovecharías la oportunidad de hacerme tal extorsión. Y la oportunidad se te ha presentado; la oportunidad ha sido esta venida de Roque… Si no es que, tal vez, como pienso, no le llamaste en tu auxilio; pues ¡cosa más extraña, la llegada de éste ahora, de improviso, tras de tantos años sin acordarse del santo de nuestro nombre!… Pero de nada te ha de servir. ¡Ah, no! ¡Yo ya no soy la que era! ¡No, a otro perro con ese hueso! No, no…
Se había erguido mientras soltaba esta retahíla incomprensible, y las flacas mejillas se le habían teñido de un rubor falso; el peto bordado con cuentas de azabache subía y bajaba, agitado por la cólera, por la angustia… Y Severiano parecía anonadado frente a aquella explosión. Anonadado, pero -a lo que me pareció- no muy sorprendido. El que estaba estupefacto era yo; tanto, que no supe qué decir (sí, lo confieso, no supe qué decir; y para que a mí lleguen a faltarme las palabras…). Aquella furia continuaba y continuaba. Se iba excitando ella solita, sin que nadie le diera pábulo -Severiano, el infeliz, no había resollado siquiera; en cuanto a mí, va digo, me había quedado como tonto, sin saber qué decir-, y poco a poco se iba subiendo a las nubes y se enredaba en una ristra de insensateces ensartadas la una en la otra sin descanso. Por último, y cuando ya se hubo despachado a su gusto, se quedó muda y hasta pareció que iba a romper en llanto: la barbilla le temblaba, se le empañaban los ojos y, en una actitud de dolorida dignidad, terminó barbotando algunas palabras: se le oyó decir, entre sollozos, que podíamos -si nos daba la gana- registrarle todos sus papeles. Y rehaciéndose con nuevo furor, concluyó:
– Tomad, ahí tenéis la nave de la gaveta para que no necesitéis forzar el mueble: revolvedlo todo, destrozadlo todo, arruinadlo todo; no respetéis cosa alguna, ¿para qué?
Tiró la llavecilla sobre la mesa del comedor, y salió para misa como alma que lleva el diablo.
– ¿Has visto? -exclamó asombrado, avergonzado, mi primo cuando nos vimos solos. Y yo:
– Pero ¿qué significa eso?
No significaba nada. Me convencí de que no había habido ningún motivo que yo ignorase; adquirí la seguridad de que Severiano no me había mentido ni ocultado cosa alguna: daba lástima verle, con aquella cara trasnochada y aquella mirada perruna, humillado y tristón. Sería difícil saber si él había llegado al convencimiento de que a su hermana se le había ido la chaveta, pero de lo que no me cabe duda es de que era el pobre una víctima de sus caprichos, de que lo tenía acoquinado.
– Pues mira, ¿sabes lo que te digo? -le interpelé cuando hubimos agotado los comentarios del caso, tales como: "¿Qué barbaridad!" "Eso es de lo que se ve y no se cree", y otros tales-; ¿sabes lo que te digo, Severiano? Que ahora mismo vamos a registrarle la gaveta.
Me pareció que era deber mío hacerlo. En primer término, aquella mujer no estaba en sus cabales, y quién sabe qué otra cosa -¡armas, incluso!- podría ocultar allí bajo llave: era -¿no es cierto?- un verdadero peligro. Además, ¿no nos lo había dicho ella misma?, ¿no nos había autorizado, aunque fuera en un rapto de ira? Sin mí, Severiano jamás se atrevería a hacerlo. Y allí se quedaría el célebre papelito, per saecula saeculorum, secuestrado bajo la custodia de aquella especie de dragón…