¡Ay! ¿Por qué será que, durante la noche, cuando uno está desvelado, todo cuanto se le viene a las mientes toma ese aire tan pesado y angustioso? En pleno día, tantas veces como algún azar me traía a la memoria aquellos tristes sucesos de Málaga -y, por suerte, eran ya pocas; conforme pasaban los años, la cosa ocurría más de tarde en tarde, y con una pena atenuada, por misericordia del tiempo, que, según suele decirse, todo lo mitiga, o porque la sensibilidad se embota igual que una carne demasiado tocada por el cauterio-; cuantas veces me acordaba todavía de ello en pleno día, era capaz de hacerle frente al recuerdo, examinar con frialdad mi propia conducta y sentirme tranquilo, justificado. Y cualquiera que lo juzgue sin apasionamiento deberá, en efecto, reconocer que mi proceder durante ese turbio periodo fue razonable: el único sensato, en definitiva. Pues ¿qué podía haber hecho yo? Aumentar en una unidad -una unidad, para el mundo, que para mí esa unidad lo era todo, era ella el mundo entero, era yo mismo, José Torres (¿cuántos individuos con mi mismo nombre, José, y mi apellido mismo, Torres, cuántos otros José Torres no habría habido entre los asesinatos de una y otra parte?-, aumentar con un uno insignificante la cifra de las víctimas, sin beneficio para nadie: eso es todo lo que yo hubiera podido hacer. ¿De qué les hubiera servido a mi pobre tío Jesús, una vez muerto, que yo me señalara reconociéndolo, haciendo gestiones para recoger el cuerpo y enterrarlo? De nada le hubiera servido a él, y en cambio a mí hubiera podido comprometerme. No digamos si, dejándome llevar de los impulsos que ya casi me ciegan, a aquel sujeto inmundo que, al lado mío, se aplicaba por chiste a hurgarle la barba con la punta del zapato, le caigo encima y… Mas ¿para qué? En semejantes circunstancias, la menor imprudencia bastaba. ¡A saber por qué tontería no habría sido detenido el pobre tío Jesús!: ¡alguna de sus baladronadas, seguramente! Él no era hombre de aguantarse el genio; un infeliz en el fondo, pero ¡fantasioso, el pobre!…, ¡fantasmón!… Ya sé que eso es mera cuestión de carácter, y que él no tenía la culpa de ser como Dios lo había hecho; pero ¿la tenía yo, acaso? Dio lugar con cualquier majadería a que lo detuvieran, y, ¡eso sí!, entonces va y se acuerda de mí para mandarme recado; entonces, era yo, yo que tantos equilibrios había tenido que hacer para salir adelante, quien debía dar la cara y buscarle avales y poner remedio a sus sandeces, y jugarme por él, mientras que sus dos hijos, dejándolo entregado a sí mismo, lo pasaban tan ricamente del otro lado para terminar la guerra, como la terminaron, de jefes del ejército. Demasiado cómodo era venir luego a hacerme cargos, y hasta insinuar los muy canallas con sus reticencias si acaso yo mismo no lo habría denunciado para que lo liquidaran. ¡Canallas!… Hice lo que pude: le recomendé, al pobre viejo, por la misma vía que me llegara su recado, calma y silencio, silencio por encima de todo, y en ningún caso referirse a mí; pues su incontinencia verbal sólo podía contribuir a perjudicarle, perjudicándome a mí de paso. Mi posición no era tan firme, en tales momentos no había posición que fuera firme; cada cual tenía que afanarse por salvar el cuero, lo que no era ya chica tarea. ¿Puede reprochárseme que yo me agachara, en espera de que el temporal hubiese pasado? Salvé el cuero, y salvé además cuanto fue posible de los intereses de la Compañía. ¿Qué más se me podía exigir? De perlas le vino al gerente de la firma el que yo, su jefe de movimiento y expedición, apareciera de la noche a la mañana dirigiendo el comité obrero que se incautó de la casa; y todavía me da risa acordarme del inglés, la cara que ponía, con unos ojos como huevos, al verme hecho un responsable obrero, nada menos que todo un señor anarquista, con carnet sindical en el bolsillo y pistola al cinto, mandoneando a mi gusto, y tratándole con insolencia delante de los demás. Palpaba con sus manos el muy bobo que con aquella farsa le estaba preservando, en lo que cabe, los intereses de la empresa, y no terminaba de entenderlo. Claro que no había mucho a preservar: una firma exportadora -y, más aún, extranjera- poco podía sufrir, aparte del quebranto producido por la paralización de los negocios (que luego compensaría con creces). Los locales, incautados; pero ¡como no los iban a arrancar del suelo!… Incluso se recuperaron los almacenes mejorados con las reformas que en ellos habían hecho para acondicionarlos como depósito de guerra. Las mercancías que teníamos almacenadas al comenzar la guerra, volaron, por supuesto; los vinos y licores finos se bebían como agua. Y además, hubo que seguir pagando los sueldos a todo el mundo… Resultado: que tuve habilidad; habilidad y -¿por qué negarlo?- bastante suerte. Si en vez de ser una casa exportadora cuyo personal estaba formado en su mayoría por oficinistas, se hubiera tratado de alguna industria, dificilillo me habría resultado a mí, que era uno de los jefes, camuflarme y asumir el control de la empresa incautada, e impedir así los peores desmanes. Sólo yo sé los equilibrios que tuve que hacer. Pero, en fin, la cosa me salió bastante bien; a decir verdad, muy bien. Pude bandearme hasta el último momento, y nada me costó después, llegada la oportunidad, exagerar los riesgos corridos y los servicios prestados: toso el mundo exageraba y mentía, todo el mundo se quería hacer valer como casi héroe y casi mártir, girando a beneficio propio sobre el efectivo de las víctimas que había habido; pero no todos podían presentar, como yo, un tío carnal -¡pobre tío Jesús!- asesinado por las hordas rojas. De otra parte, ahí estaba el gerente: él me había visto actuar, no sin inquietud al comienzo, luego ya tranquilo; y ahora, al verme cómo brujuleaba en la nueva situación, viene y me pide consejo y se pone en mis manos para que yo condujese las cosas en los primeros instantes, apenas las fuerzas italianas liberaron Málaga. Fue un momento glorioso; y sólo me lo amargó un tanto el ver cómo cogían uno tras otro a varios de los empleados de la casa -los pocos que no habían huido carretera adelante- para ponerlos contra el paredón. Los pobres diablos no sabían qué hacerse ni qué pensar viendo al camarada responsable , con quien hasta el día antes habían bebido mano a mano el jerez y el coñac de la empresa, ahora otra vez a partir un piñón con la gerencia; y me echaban unas miradas de angustia… Pero ¿qué iba a hacerle yo? ¡Buenos eran aquellos momentos para salir en defensa de nadie! No, nada podía hacer por ellos; ni siquiera -pues hubiese resultado imprudente- decirles la media palabrita que se me quería salir de los labios para advertir a los muy pazguatos que corrieran a esconderse… Esto sí, esto me amargó las horas del triunfo. Esto, y luego la brutalidad de mis primos, empeñados en cargar sobre mis espaldas la responsabilidad por la desgracia ocurrida a su padre: como si yo tuviera culpa de las intemperandas suicidas del viejo, y de que ellos mismos, ansiosos de hacer carrera, se hubiesen pasado a la otra zona, dejándolo abandonado a su humor en medio del fregado. ¿Cómo iba yo a prever que los acontecimientos se precipitarían, sin darme tiempo siquiera a pensar el modo de echarle una mano? Le había recomendado calma y silencio; era lo mejor que podía recomendarle. Sólo que ese silencio… se hizo definitivo. Que me digan a mí qué hubiera podido intentar para impedirlo. ¿Qué se hallaba de vituperable en mi conducta? ¿Qué otra cosa podían haber hecho, dada mi situación, en circunstancias tan difíciles, tan peculiares? Quien lo analice fríamente y no sea un perfecto animal comprenderá y justificará mi manera de proceder. A mí, la conciencia nada tiene que reprocharme a la luz de la razón.
Lo malo es que, por la noche, cuando uno ha tenido la mala pata de desvelarse, la razón se oscurece, se turba el juicio, y todo se confunde, se corrompe, se tuerce y malea. Entonces, aun las cuestiones más simples adquieren otro aspecto, un aspecto falso; vienen deformadas por el aura de la pesadilla, y no hay quien soporte… Eso fue lo que a mí me pasó aquella noche; no lograba expulsar de la imaginación la mueca de mi tío Jesús, asesinado junto a unos desmontes; por más que hiciera, no conseguía librarme de ella. Entretanto, me revolvía en la cama, cada vez más nervioso: ya las sábanas estaban arrugadas, me molestaban, y era inútil que procurase alisarlas pasando y repasando la pierna a lo ancho: sus pliegues se multiplicaban incansablemente. Y yo, cambia que te cambia de postura, boca arriba, boca abajo, de medio lado al borde de la cama, con un malestar creciente…¿Qué demonios me pasaba? ¿Qué era aquello? Tenía la boca llena de saliva, y sentía en el estómago un peso terrible. La comida… Varias veces me había negado al recuerdo de la comida, que pretendía insinuarse en mí; a cada solapado asalto, me cerraba, pensaba en otra cosa. Pero ahora, de pronto, se me coló de rondón la ridícula idea. Una idea absurda. Me pregunto yo de qué valen las luces de la inteligencia si es suficiente un simple empacho para que tomen cuerpo en uno las más disparatadas impresiones y, con increíble testarudez, se afirmen contra toda razón. Véase cuál fue la estúpida ocurrencia: que aquel peso insoportable, aquí, en el estómago, era nada menos que la cabeza del cordero, la cabeza, sí, con sus dientecillos blancos y el ojo vaciado. No hacía falta que nadie me dijera cuán disparatado era eso: ¿acaso no sabía muy bien que la cabeza no se había tocado? Allá se quedó, en medio de la fuente, entre pegotes de grasa fría. Si por un instante había temido yo que me la ofrecieran como el bocado más exquisito, es lo cierto que ninguno llegó a tocarla: para la cocina volvió, tal cual, en el centro de la fuente. Y sin embargo -incongruencias del empacho-, la sensación de tener el estómago ocupado con su indomable volumen resultaba tan obvia, tan convincente, que ya podía yo decirme: "¡la cabeza volvió a la cocina sin que la tocara nadie!", no por eso dejaba de sentir su asquerosa y pesada masa oprimiéndome desde abajo la boca del estómago.
Pues Señor, la comida me había caído como una piedra; tenía indigestión, eso era todo. Ello, y no el café, es lo que me había despertado y lo que, evidentemente, me había traído pensamientos tan negros. "¡Si al menos consiguiera devolver!", pensé. No lo creía; sentía repugnancia, pero no creía poder vomitar. Me observé, con mis cinco sentidos alerta: ¡no, no iba a conseguirlo! Bueno, ya se pasaría: era cuestión de distraerme. A tales horas, no me resolvía a pedir una taza de té, que es lo que me apetecía y lo que me hubiera aliviado. Me volví, pues, hacia abajo y, así, acurrucado y con la cara puesta de medio lado sobre la almohada, pareció atenuárseme la molestia.