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le sucedió a mi abuelo -no al padre de mi padre y mis tíos, los Torres, sino a mi abuelo materno, Valenzuela, don Antonio Valenzuela, un señor a quien yo no alcancé a conocer en vida-. Y, ¿quieres saber cómo fue la cosa? Es divertido. Figúrate que bajaba un día -esto debió de ocurrir, calculo yo, a fines del siglo pasado-; bajaba, digo, por una callejuela solitaria, cuando, apretado por una necesidad, se apartó junto a una tapia, en un recodo, y allí mismo se puso en cuclillas. Mientras despachaba, estaba entretenido en desprender con el bastón los yesones del muro, hurga que te hurga, y…, ¡plaf!, de repente ve que empiezan a caer sobre el polvo monedas de oro; al comienzo, dos o tres; luego, más… El hombre se levanta, se ataca los pantalones a toda prisa, y a toda prisa empieza a meterse en el bolsillo las relucientes piezas. Con el mayor cuidado siguió explorando el paredón; ¡amigo: aquello parecía inagotable!; cuando ya no le cupieron más monedas en los diferentes bolsillos -del pantalón, de la levita, del chaleco-, tapó la grieta que había hecho en la pared, y se fue a su casa para descargarlos en una gaveta. En seguida, sin decirle a nadie nada, regresa al mismo sitio, y vuelve a llenarse todos los bolsillos, más una escarcela que a prevención había llevado. Y todavía pudo traerla repleta en un tercer viaje antes de haber vaciado el tesoro". Yusuf me escuchaba, con gran seriedad en sus ojos brillantes. "Era un hombre raro, este abuelo mío -proseguí-. Vivía separado de su mujer, mi abuela, y de sus hijas, en un caserón destartalado. Y poco después de su afortunado hallazgo, amaneció asesinado en la cama una mañana, sin que se llegara a saber nunca a quién echar la culpa. ¡Probablemente, sus propios criados! Pero nada se puso en claro. Y del oro moruno, ni rastros. Una vez más se pudo ver ahí que la riqueza no siempre trae felicidad".

Seguimos charlando de diferentes cosas. El joven Yusuf parecía más interesado en saber acerca del presente que de especie alguna de antiguallas; más de los Estados Unidos que de España. Me estuvo refiriendo las impresiones, esperanzas y angustias de su gente durante la pasada guerra; el gran alboroto que había causado entre ellos la conferencia de Casablanca, con el tullido Roosevelt acudiendo en vuelo desde Washington hasta el norte de África para entrevistarse con Churchill y los franceses; me repitió cien mil historietas de soldados americanos… En fin, tras una prolongada sobremesa en el restaurante, nos fuimos a un café para, acomodados en un diván de terciopelo rojo, pasarnos la siesta.

Yusuf tuvo la discreción de no forzar nuestro diálogo durante esas horas pesadas del centro del día; estaba el café atestado de público, ese abigarrado público de los cafés marroquíes, el aire espeso de humo, las discusiones de las tertulias que los espejos hacían infinitas, el ruido de un aparato eléctrico que, una vez y otra, conforme los clientes introducían monedas, alternaba los ocho discos de su equipo vociferando las canciones de moda. A pesar del barullo, uno se sentía bien allí. Medio amodorrados -por lo menos yo, debo decirlo, estaba un poco amodorrado-, nos echábamos de vez en cuando miradas amistosas, o cambiábamos una observación trivial. El joven Yusuf inquiría de mí tal o cual detalle de éste o del otro país, cosas pueriles con frecuencia, pero que revelaban en él un anhelo irrefrenable, ansioso, por el mundo desconocido. Eso era lo propio de su edad; yo le respondía con indulgencia, y comenzaba a aburrirme. Pero ¿qué hubiera hecho, si no, en Fez, donde a nadie conocía, en aquel largo día hueco? Instalado allí, tras la segunda taza de café, y con la copa de coñac todavía por la mitad, me sentía cómodo, y estaba dispuesto a pasarme así las horas muertas, con Yusuf a mi lado.

Viéndole junto a mí, tan dócil, deferente y aniñado, pendiente de mis labios y saboreando con fruición los sorbitos de su café, vine a acordarme de mi primo Gabrielillo y de una vez que, habiéndolo llevado su padre a Málaga, lo convidé a tomarse un sorbete en una terraza de la calle Larios. Era por entonces una criatura, él tenía como cinco o seis años menos que yo, iba todavía de pantalón corto; y recuerdo cómo me admiraba, recuerdo su atención vigilante para estar siempre a tono y no incurrir en la menor pifia, el cuidado con que pasaba el borde plano de su cucharilla por la pirámide del sorbete y se llevaba a la boca -boca infantil aún, en una cara que ya comenzaba a sombrear el bozo- la pasta de avellana helada, medio deshecha. Quise gastarle una broma, hacerle un viejo chiste, y le pregunté con jovialidad: "Vamos a ver, dime, ¿a que no sabes cuál es el colmo de un sorbete?". Se me quedó serio, concentrado, con la cucharilla en alto, como si el profesor de matemáticas le hubiera sorprendido en un teorema sin preparar. "No lo sé, no caigo", me confesó a poco, lleno de cómica aflicción. "¿No? ¡Caramba! Pues es que eres memo: ¡estás rascando precisamente el colmo de un sorbete, y no sabes lo que es!" Se puso colorado hasta las orejas; casi se le saltan las lágrimas de mortificación. "Anda, hombre, Gabrielillo, cómete el colmo de tu sorbete", me reí, palmeándole la desnuda rodilla… Creo que, sin querer, le amargué con esa tontería el convite. ¡Pobre muchacho! ¡Pobre criatura!

"Te voy a contar la triste suerte de uno de mis primos, Gabriel Torres, de quien me estoy acordando ahora -dije a Yusuf, después de haber dado un par de chupadas seguidas a mi cigarro. Hice una pausa, apuré el fondo de mi copita, y comencé-: Este muchacho, ¿sabes?, sucumbió muy joven durante la guerra civil; la obcecación insensata de su padre le perdió, llevándolo a la muerte. Debo decirte que al padre, mi tío Manuel, siempre le dio por hacer el energúmeno; cuando la República, andaba todo esponjado y, paso a paso, fue extremando -pura verborrea, desde luego- las actitudes destempladas de un anticleralismo demodé . Tanto, que nosotros resolvimos a lo último cortar el trato con él: cada conversación era una trifulca, por causa de esas bobadas. Y no es que fuera malo: exaltado, sí; pero toda la fuerza se le iba por la boca. ¡Ay, cuántos daños no ocasiona en el mundo el hablar demasiado! Naturalmente, el chico repetía los temas del padre; y como los pocos años quieren llevar en seguida los dichos a vías de hecho, se apuntó -creo que sin que lo supieran en su casa; desde luego la madre no lo sabía-, se inscribió, digo, en las Juventudes Socialistas poco antes de que estallara el jaleo. Qué hubiera hecho, si por casualidad le hubiese tocado estar en zona roja, como me tocó a mí, lo ignoro: barbaridades, supongo. Pero como ellos vivían en Granada, y Granada quedó desde el comienzo en poder de las fuerzas nacionalistas, el chico fue a parar en seguida a la cárcel. Pues ¡fíjate su mala suerte!: lo normal hubiera sido que, después de cierto tiempo, lo incorporasen al ejército y, en algún regimiento de castigo, lo enviasen al frente, como fue el caso de tantos y tantos otros muchachos detenidos con él: aquélla era una prisión especial para menores, donde ninguno pasaba de los dieciocho años. Eso hubiera sido lo normal. Sin embargo, no ocurrió así. Mira lo que ocurrió: cierta mañana, un soldado de la guardia encuentra que alguien se ha entretenido en dibujar sobre el forro de su tabardo la hoz y el martillo; y, ¡claro está!, acude en seguida a denunciar el hecho: nadie va a exponerse a llevar tales huellas en la ropa; en esas cosas, callar es ya declararse cómplice. Entonces, realizadas las oportunas averiguaciones, se dio por sentado que el autor de la gracieta no podía haber sido sino uno de los veintitrés presos del calabozo donde estaba detenido mi primo Gabriel. Interrogados uno por uno, negaron todos ellos saber nada del asunto: ¿quién va a acusarse, por más que le aprieten, de una cosa así? Pero tampoco era posible dejarlo pasar: se dispuso que cada uno de ellos recibiera una paliza diaria hasta aparecer el culpable. Y según se ordenó, así comenzó a cumplirse. Cuando, todas las mañanas, tras la correspondiente ración de vergajazos, volvían a reunirse en el calabozo, sangrando por las narices, por los oídos, por la boca, con el cuerpo molido, deliberaban entre sí los presos, exhortándose unos a otros a confesar quién había sido el autor de aquella broma que tan cara estaba costándoles a todos. Habían pasado ocho, diez, quince días, estaban en el límite de sus fuerzas, lisiado ya alguno, otros con vómitos de sangre, y comprendían que eso no iba a cesar hasta que el culpable se declarase. Pero el culpable seguía sin rechistar. ¡El miedo, se comprende! O quizá es que, en efecto, no había sido ninguno de ellos, ¿quién sabe?; acaso otro soldado en el cuerpo de guardia; acaso (¿por qué no? ¡malevolencia!, ¡simple estupidez!) el propio denunciante… A la desesperada, hasta acusaron a éste un día. Pero no les valió la treta, era tarde, la guardia había cambiado varias veces, no quedaban trazas del soldado en cuestión, nadie sabía nada, y lo único que permanecía en pie era la orden de apalearlos cada mañana hasta averiguar cuál de ellos era el culpable. Ellos, por su parte, habían llegado al convencimiento de que no pertenecía al grupo el autor del maldito dibujo; y como era mejor que muriese uno cualquiera, aun inocente, que la continuación de aquellas palizas hasta acabar con todos, resolvieron echar suertes, y así, quien el azar señalara, ése se declararía culpable. Hicieron el sorteo y ¿podrás creer que le tocó a Gabrielillo, mi primo? A la madrugada siguiente, cuando entraron, como de costumbre, a preguntarles quién había pintado la hoz y el martillo en el tabardo del soldado, Gabriel dijo: Fui yo quien lo pintó . Le sacaron, pues, y lo fusilaron en el patio, mientras sus aliviados compañeros se quedaban llorando. ¡Qué mala suerte tuvo el pobre chico!"

"¿Y su familia?", me preguntó después de un breve silencio el joven Yusuf con indiferencia afectada.

"Su madre sí que tuvo suerte: murió sin alcanzar a enterarse. En cuanto a su padre y sus dos hermanas mayores, consiguieron, mediante no sé bien qué trapicheos o sobornos, salir de España y pasar a América poco después de acabada la guerra, sin que yo haya vuelto a tener más noticias suyas. Quizá les vaya bien, si es que viven. Supongo que al bueno de mi tío Manuel se le quitarían las ganas de hacer el energúmeno. Tampoco él, por su parte, dejó de catar por entonces las delicias de la prisión… Pero, dime, ¿y si nos fuésemos ya de aquí?"

La atmósfera se había puesto irrespirable dentro del café, y el ruido resultaba abrumador: no se podía aguantar más. Propuse a Yusuf que saliéramos a dar una vuelta por la ciudad, puesto que parecía haberse pasado el bochorno de la primera tarde, y así lo hicimos. Recorrimos el centro sin prisa, tomamos unos helados, consultamos la cartelera de un cine sin animarnos a entrar, y a la postre, mi acompañante sugirió lo que menos hubiera podido esperarme yo, y lo que al principio no entendía: que fuésemos a visitar el cementerio moro. "Carnero", me pareció que le llamaba al cementerio. ¡Vaya una idea, y qué extravagante cicerone! Pensé, con todo, que algo habría que admirar allí, o que el paseo hasta llegar sería pintoresco. Preguntéle si estaba muy lejos; y antes de que me hubiera contestado, accedí: "Bueno, vamos allá". Tomamos un tranvía, y allá nos fuimos, sin otra conversación que las breves indicaciones topográficas en que Yusuf era puntual y no enfadoso.

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