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Se me abrazó con frenesí, y me regó de lágrimas el chaleco, mientras que su enhiesto moño temblaba como un plumero bajo mis narices. ¡Dios me valga! ¡Tengo que confesarlo! ¡De barro somos! Si los estímulos que me habían llevado a aquella casa se apaciguaron y parecían muertos con el estupendo hallazgo que allí tuve en la persona de María Jesús, ahora, su abundante pecho, al agitarse contra mi cuerpo en los estertores del llanto, despertó en mí, súbita y muy apremiante, la solo adormecida necesidad cuya satisfacción tenía pagada de antemano, pero a la que ella supo responder una vez y otra con eficacia no venal ni fingida. Sus transportes me instruyeron de cuánto había significado yo, en verdad, para esa pobre criatura, y me sentí afligido. Y más afligido aún, al verla llorar de nuevo, aunque ahora mansamente, con lágrimas que, gruesas y lentas, arrastraban colorete por su cara hacia la almohada, cuando cansados ya, y en voz baja, platicábamos acerca del pasado, y ella me declaró -¿para qué había de ocultármelo a la fecha?- su pena, y la indignación de Manolo, enterados de que yo andaba en relaciones formales con aquella Rosalía, y desengañados de que pudiera casarme nunca con María Jesús. Abeledo le echó a ella la culpa, hecho una furia: "Porque tú, pedazo de imbécil, te tienes la culpa. Si eres una pava, más que pava, imbécil". Se había burlado de ella, había remedado su actitud pacata, su encogimiento, sus modales, sus gestos (y bien podía remedarla: eran tan parecidos los dos hermanos…); le había dicho, frunciendo la boca y con los brazos caídos a lo largo del cuerpo: "¡Qué modosita ella, la niña, la nenita, la monjita boba!" Le había recetado luego: "¡Hay que tener más aquél, más garbo, hija!…" En fin, ¿qué no le había predicado, increpado, rezongado, gritado, insultado, criticado y befado? A partir de ese instante, ella -"y tú ni siquiera lo notaste"-, frío el corazón y sin ganas, había empezado a pintarse. "¡Eso!; ahora, ponte como un payaso; que parezcas una pendona…", la había aplaudido, sarcástico. "Pero a mí, ¡qué iba a importarme parecer esto o lo otro!"…

X

Ahora ya, sólo me resta el epílogo; me resta decir que, a la mañana siguiente, amanecí tardísimo, recordé, abrí los ojos y tuve la sensación misma de quien sale de una pesadilla; que mi vertiginosa aventura de la noche anterior y, con ella, todo lo ocurrido desde mi regreso a España, compareció de golpe ante mi conciencia, formando un bloque aislado, muy preciso de contornos, pero irreal, como esos sueños nítidos que tienen la calidad intensa de lo vivido y, sin embargo, carecen (esto sólo nos asegura que son sueños), carecen, sin embargo, de toda comunicación con el mundo cotidiano. Mi bajada a los infiernos prostibularios había clausurado aquella vaga existencia mía de casi un mes (¡un mes casi había vagado en persecución y fuga del "fantasma vano"!), la había desligado de mí, y me dejaba otra vez plantado en el punto mismo por donde ingresara en el temeroso laberinto. Increíblemente, sólo el tiempo anterior a mi regreso: Buenos Aires, la avenida de Mayo, el Dock Sud, las oficinas de la empresa y el aceite de mesa marca " La Andaluza ", el almacén de Coutiño, mi casa, Mariana, sólo eso tenía consistencia para mí, mientras que Santiago de Compostela y mi estúpido peregrinar por los alrededores del Pórtico de la Gloria durante un par de semanas largas, la ciudad toda que subsistía ahí, fuera de la ventana, más allá de este cuarto, de esta casa, de la cerería, era tan alucinatoria como el sórdido encuentro que la víspera había tenido en el burdel con aquella condenada de María Jesús. Pues ¿qué había hecho yo desde que llegué a Santiago? No había hecho nada; y ese nada había sido por nada, puro disparate.

Para colmo, entró mi tía a despertarme (yo estaba ya despierto, aunque permanecía en cama, sin rebullir siquiera, tan aplacados estaban mis espíritus); entró, y, según pude colegir por su actitud, dispuesta a reprocharme la mía, que tanto la defraudaba; con una brazada de reproches, reticentes y quejumbrosos, como correspondía a su carácter, pero no menos premeditados. Pues, tras de haberme dado los buenos días y el muy precioso informe de ser las diez y media pasadas, se sentó frente a mi cama y deslizó la apreciación de que yo quizá me había acostumbrado en América a otra manera de vivir, y que no parecía acomodarme a las cosas de España, tal cual ahora pintaban; sugiriendo, no obstante, que con un poco de buena voluntad no tardaría en recuperar mi interés por los negocios de la casa, dado que al fin y al cabo eran míos, no de otro, o cuando menos eso era lo que ella tenía pensado y hablado con el difunto tío, que tanta fe me guardó el pobre, y que a nadie hubiera querido dejar, sino a mí, el sudor de toda su vida, siempre, claro está, en la idea de que yo… ¡Bueno! Le prometí que desde mañana me metería hasta los codos en el trabajo, pues no a otra cosa había vuelto, y si hasta el momento no lo hice fue porque necesitaba salir de una cierta duda que, justamente anoche -y por eso me había recogido tan tarde-, pude al fin disipar. Le dije también que hoy, antes de entregarme a la vida ordinaria, deseaba visitar la sepultura de mi buen tío.

Deseaba visitar la sepultura de mí tío; pero deseaba, sobre todo, visitar la sepultura de Abeledo. Fue un deseo, que me sobrevino de repente, conforme hablaba con mi tía; pero tan imperioso, tan vehemente, que, disipada mi pereza, me eché de la cama sin más aguardar.

No tuve dificultad mayor, guiado por las explicaciones de mi tía, en hallar la reciente tumba de mi tío. Dar con la de Abeledo me costó mucho más trabajo; pero al cabo de tantas vueltas, leí por fin su nombre sobre un nicho: Manuel Abeledo González. La pequeña lápida rezaba: Aquí yace el camarada Manuel Abeledo González caído al servicio de la patria. Mano alevosa lo abatió el 15 de julio de 1937. Ahí estaba, pues, encerrado a piedra y lodo.

Volví la espalda, y me salí del cementerio, y bajé sin prisa para la ciudad. Por el camino adopté la resolución -que no tardaría en cumplir sino lo indispensable- de volverme a Buenos Aires.

(1948)

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