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– ¡Perdón, señora! -la abordo de un salto (y toda mi laxitud había desaparecido: estaba otra vez muy sereno, quizá un poco pálido, pero resuelto, sereno-: Por favor, dígame, ¿vive aquí don Manuel Abeledo?

Se volvió, me observó despacio, yo la observé a ella: una cuarentona todavía de buen ver.

– No, señor; no; no es aquí -respondió con calma; y, desentendida, se aplicó de nuevo a hacer girar la llave en la cerradura.

Decir que esperaba esta respuesta, no sería exacto; pues, ¿cómo?, ¿con qué fundamento? Y, sin embargo, la recibí muy naturalmente, mientras que, de seguro, me hubiera desconcertado oír la afirmativa. Firme ya, alegre, insistí:

– Pues la dirección que me han dado es ésta. Este es el número, y ésta la casa, sin lugar a dudas -pausa-. ¿Usted no habrá oído, por casualidad…, no sabe, acaso?…

Ya la puerta había cedido, y yo pude colar una mirada ávida en el zaguán que tantas veces cruzara hacia adentro, hacia afuera, en compañía de Abeledo.

– ¿Abeledo, dice? ¿Don Manuel Abeledo? Estará equivocada esa dirección: aquí, desde luego, no vive; ni yo he oído tampoco por la vecindad…

– Sin embargo… El caso es, señora, que en Buenos Aires, al embarcar hacia acá… Iba a contarle que cierto amigo mío me había encargado de buscar a esa persona; pero ella, al saber que yo venía de Buenos Aires, levantó la cabeza para mirarme de nuevo e, interesada, me interrumpió:

– ¿De Buenos Aires viene usted? Pero pase, por Dios; no se quede ahí en la puerta: pase, y siéntese un momento.

No quise hacer resistencia; entré en el zaguán:

– Si pudiera ayudarme a dar con esa persona, se lo agradecería mucho. Y perdone la molestia.

Pasamos ambos a la sala baja, y nos sentamos en sendos sillones, a los lados de una mesita ridícula cubierta por un tapete de malla con borlas. Disimuladamente, inspeccionaba yo la pieza que había conocido antes alhajada en manera quizá más pobre, pero no tan ramplona, cuando, de improviso, al reconocer entre su abigarrado moblaje una cómoda que siempre estuvo en casa de Abeledo, aunque no en aquella pared -la cómoda panzona donde él acostumbraba guardar sus cosas con aparatosa solemnidad-, me dio un vuelco el corazón, como si hubiera creído distinguir al otro lado del tabique la inesperada voz de Abeledo mismo, o mejor -pues la cosa no era quizá para tanto-, el discreto trajinar de la hormiguita laboriosa, como llamaba yo a su hermana María Jesús. ¿Qué hacía allí semejante reliquia, si era verdad que esta gente no sabía nada de los anteriores inquilinos? Dos o tres hipótesis más o menos absurdas concurrieron en tropel a darme provisional respuesta; y yo procuré dominar mi turbación, y responder por mi parte a las preguntas que aquella señora me estaba haciendo. Ya había puesto en mi conocimiento que ellos también, en determinada época, habían tenido propósito de ir a Buenos Aires, donde a la fecha continuaban viviendo unos parientes suyos, un sobrino de su marido, casado, y con dos hijos ya mayorcitos… A no ser por la guerra, decía, también nosotros estaríamos allí. Me sonrió; y yo, con el sombrero entre las manos, contesté a su sonrisa: tenía una sonrisa agradable.

– A lo mejor -sugirió- usted conoce a mis sobrinos: Antonio Álvarez se llama él.

– ¿Álvarez? -dudé-. Quizá, de vista… Por el nombre no caigo en este momento. Usted sabe: sería casualidad, en una ciudad tan inmensa como Buenos Aires… ¿Dónde viven?

– Calle Santiago del Estero -anunció con énfasis, como quien hace una revelación muy decisiva; y se quedó fija, aguardando. Al oírla, la calle Santiago del Estero se precipitó a mi imaginación con extraordinaria vivacidad y alegría, en aquel trozo próximo a la plaza Constitución, con árboles muy verdes y un sol matutino inundándome toda el alma. Fue por aquellos parajes donde conocí a Mariana; en el bar de la vuelta, sobre la plaza, donde nos citamos las primeras veces; y en un hotelucho próximo, donde solíamos encontrarnos antes de ir a instalarnos juntos…

– No; creo que no conozco a su sobrino; o al menos, no me acuerdo.

– Y… ¿usted vuelve para allá? -se interesó-. Le dije que aún no sabía; quizá sí, quizá no; aunque lo más probable, cuando uno ha vivido en un sitio tantos años, se han dejado amigos…

– Pues allá estaríamos nosotros, de no ser por la guerra. Pero con la guerra, ya mi marido no pudo abandonar sus tareas. (¿Cuáles serían, pensé yo, las tareas del marido? Ahí estaba, en el testero de la sala, severo, muy afilados los bigotes, haciendo pendant con el retrato de ella, joven, atusada y hermosa.) Y no es -prosiguió- que desde entonces se nos hayan pasado las ganas, pero…

La mujer hablaba con seriedad, y su expresión era más bien apacible; mas tenía en los ojos un algo de risueño que atraía. Observaba yo el movimiento de sus labios al hablar; una boca ya muy hecha, con arrugas marcando bien las comisuras, pero todavía fresca; observaba la vibración de su cuello, un poco grueso; y de ahí volvía a mirarle los ojos, mientras a cuanto decía prestaba una decorosa atención. Me estaba preguntando por Buenos Aires; quería saber si se encuentran en Buenos Aires muchas facilidades.

– ¡Qué voy a decirle, señora! Allá, todo el mundo vive; unos mejor y otros peor, claro está; pero… ¡es un país magnífico! -concluí-. ¡Magnífico! -reforcé. Ella reflejaba en su complacencia mi repentino entusiasmo; luego se le arrugó un poquito la frente para decirme que su sobrino, cada vez que escribía, era quejándose. Y yo rectifiqué: – Por supuesto que aquello no es la sucursal del Paraíso; y, sobre todo, a uno siempre le tira su tierra. De no ser así, yo mismo ¿qué hubiera venido a buscar en Santiago? Nos quedamos callados por un momento, y yo volví a mi asunto en seguida: ¿Sabe usted, señora, lo que pienso? Puede que la dirección de ese Abeledo estuviera bien dada, solo que sea antigua, el tipo se haya mudado y… ¿Hace mucho que ustedes ocupan esta casa?

– ¡Uf, sí! Bastantes años; desde que se terminó la guerra y trasladaron a mi marido desde La Coruña a Santiago…

– No sabe quién la ocupaba antes.

– No; no, señor; a nosotros nos la adjudicó el Comisariado. Y, por cierto, que no es la que hubiera correspondido a los méritos de mi marido; pero, ni había mucho donde elegir, ni tampoco es él hombre que exija, reclame, intrigue; de manera que…

– Así -atajé- ¿nunca ha oído nada de los anteriores inquilinos…, qué fue de ellos?… Mi amigo me dijo que se trataba de dos hermanos: el tal Abeledo, y una hermana más joven… A mí se me ocurre que, así como a ustedes los trasladaron a Santiago, a ellos los trasladarían a otra parte.

– No tengo idea, la verdad. Como no sea que mi marido…

– Pues no quiero molestarla más-. Le di las gracias, le hice ofrecimientos, sin mencionar, no obstante, mi nombre, y me volví por donde había venido.

IX

De aquella entrevista saqué el corazón aliviado; ni rastros de preocupación quedaban en mí: salí silbando de la casa y pasé ante el zapatero pisando fuerte; bajé la calle, me dirigí hacia el centro, fui a tomarme una cerveza, puse un tango y eché la moneda en el gramófono eléctrico, miré el programa de los cines y, desde luego -para celebrar la liberación de mi ánimo; pues ¡buen peso se me había quitado de encima!-, resolví obsequiarme aquella noche con alguna pequeña expansión.

En una ciudad provinciana donde, además, uno era, aunque nacido en ella, forastero, poca variedad de diversiones se le ofrecen al hombre. Y tampoco yo vacilé mucho acerca de lo que el cuerpo me pedía. Por suerte o por desgracia, no soy de los que pueden renunciar a ciertos naturales placeres durante semanas y meses. Acodado en la mesita del bar, repasaba yo mentalmente la cuenta de mis dineros sobrantes, y también la de mis días disipados en la estúpida obsesión de encontrar a Abeledo, días tontos, vacíos, en cuya grisura más de una vez se había hecho sentir, como oscura punzada, el recuerdo de Mariana, el deseo de Mariana. En el barco, mientras la travesía duró (cuando la amistad pasajera con una mujercilla de retorno a su aldea me proporcionaba sobresaltados refocilos), Mariana solía presentarse a mi imaginación hecha un basilisco; era su cara, su boca voluntariosa, lanzándome ristras de aquellos improperios a cuyo alcance me había sustraído; y yo me reía a solas de pensar en el chasco. Mas ahora, tantísimos días después del desembarco, empezaba a considerar como una idea del diablo la que había tenido al zafarme así de sus garras y dejarla burlada; y su cara de rabia ya no me daba risa: se me seguía apareciendo irritada y áspera, sí, pero con una aspereza muy hermosa, excitante, como si el apretado ceño, los ojos chispeantes y los labios entreabiertos de desprecio, anticiparan… En fin, ¿de qué valía entregarse a las ardientes nostalgias, si la cosa ya no tenía remedio? Hecho estaba el mal; y ahora…

Pues ahora, había, como digo, resuelto remediarme con una fiestecita íntima; y aunque -a la verdad- me repugnaba un poco -siempre me había repugnado- el "amor venal", llegada la noche -¿qué hacerle?- me encaminé, firme cual un romano, hacia el prostíbulo, sintiendo, ya ante coitum, la clásica tristitia.

¡Ay, qué gran sorpresa me aguardaba allí! Después de tantos días huecos y vanos, ¡qué día! Entro -aquella casa non sancta me era conocida desde tiempos de mi desamparada juventud-; entro, acuden las pupilas, y ¿a quién me veo entre el rebaño? A María Jesús; sí, a ella en persona, a la señorita doña María Jesús de Abeledo y González, virgo prudentissima, metida a… ¡Bendito sea Dios! Yo me restregaba los ojos; pero no, no era ni un sueño, ni una alucinación: allí estaba, en cuerpo y alma, y era ella, ella misma, como lo delataban sus miradas de angustia, sus conatos de disimulo, su actitud de "¡qué se me importa a mí!", medio oculta a la zaga de sus compañeras.

La elegí a ella, por supuesto; la saqué de su parapeto y, cuando estuvimos solos, y nos miramos a las caras, yo debía de estar más blanco, más azorado y más descompuesto que ella misma. Ella fue quien habló primero; dijo con voz opaca:

– Hombre, mentira parece que no hayas podido ocupar a otra. Tendrías que haberme respetado, aunque más no fuera, en consideración a…

Temblaba, creo que no tanto de ira como de humillación. O quizá de ira; sólo que no tenía la costumbre de la ira, y resultaba lastimosa. Se miraba con encono las pintadas uñas, y sus pestañas negrísimas echaban sombra a los ojos; pero, encima, unas cejas depiladas y rectificadas, que no eran ya las suyas, le daban un detestable aire payasesco.

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