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Habían pasado años, había crecido, había cursado su bachillerato; después, en Madrid, filosofía y letras; y con intervalos mayores o menores, nunca había dejado de cruzarse con su enemigo, también hecho un hombre. Se miraban al paso, con simulada indiferencia, se miraban como desconocidos, y seguían adelante; pero ¿acaso no sabían ambos?… "Y ¿qué habrá sido del tal Rodríguez en esta guerra?", se preguntaba de pronto Santolalla, representándose horrores diversos -los moros, por ejemplo, degollando heridos en el hospital-; se preguntaba: "si tuviera yo en mis manos ahora al detestado Rodríguez, de nuevo lo dejo escapar…". Se complacía en imaginarse a Rodríguez a su merced, y él dejándolo ir, indemne. Y esta imaginaria generosidad le llenaba de un placer muy efectivo; pero no tardaba en estropeárselo, burlesca, la idea del miliciano, a quien, en cambio, había muerto sin motivo ni verdadera necesidad. "Por supuesto -se repetía-, que si él hubiera podido me mata a mí; era un enemigo. He cumplido, me he limitado a cumplir mi estricto deber, y nada más". Nadie, nadie había hallado nada de vituperable en su conducta; todos la habían encontrado naturalísima, y hasta digna de loa… "¿Entonces?", se preguntaba, malhumorado. A Molina, el capitán de la compañía, le interrogó una vez, como por curiosidad: "Y con los prisioneros que se mandan a retaguardia, ¿qué hacen?" Molina le había mirado un momento; le había respondido: "Pues… ¡no lo sé! ¿Por qué? Eso dependerá". ¡Dependerá!, le había respondido su voz llena y calmosa. Con gente así ¡cómo seguir una conversación, cómo hablar de nada! A Santolalla le hubiera gustado discutir sus dudas con alguno de sus compañeros; discutirlas, ¡se entiende!, en términos generales, en abstracto, como un problema académico. Pero ¿cómo? ¡si aquello no era problema para nadie! "Yo debo de ser un bicho raro"; todos allí lo tenían por un bicho raro; se hubieran reído de sus cuestiones; "éste -hubieran dicho- se complica la existencia con tonterías". Y tuvo que entregarse más bien a meras conjeturas sobre cómo apreciaría el caso, si lo conociera, cada uno de los suyos, de sus familiares, empleando rato y rato en afinar las presuntas reacciones: el orgullo del abuelo, que aprobaría su conducta (¿incluso -se preguntaba- si se le hacía ver cuán posible hubiera sido hacer prisionero al soldado enemigo?); que aprobaría su conducta sin aquilatar demasiado, pero que, en su fondo, encontraría sorprendente, desproporcionada la hazaña, y como impropia de su Pedrito; el susto de la madre, contenta en definitiva de tenerlo sano y salvo después del peligro; las reservas y distingos, un poco irritantes, del padre, escrutándolo con tristeza a través de sus lentes y queriendo sondearle el corazón hasta el fondo; y luego, las majaderías del cuñado, sus palmadas protectoras en la espalda, todo bambolla él, y alharaca; la aprobación de la hermana, al sentirle a la par de ellos.

Como siempre, después de pensar en sus padres, a Santolalla se le exasperó hasta lo indecible el aburrimiento de la guerra. Eran ya muchos meses, años; dos años hacía ya que estaba separado de ellos, sin verlos, sin noticias precisas de su suerte, y todo -pensaba-, todo por el cálculo idiota de que Madrid caería en seguida. ¡Qué de privaciones, qué de riesgos allá, solos!

Pero a continuación se preguntó, exaltadísimo: "¿Con qué derecho me quejo yo de que la guerra se prolongue y dure, si estoy aquí, pasándome, con todos estos idiotas y emboscados, la vida birlonga, mientras otros luchan y mueren a montones?" Se preguntó eso una vez más, y resolvió, "sin vuelta de hoja", "mejor hoy que mañana" llevar a la práctica, "ahora mismo, sí", lo que ya en varias ocasiones había cavilado: pedir su traslado como voluntario a una unidad de choque. (¡La cara que pondría el abuelo al saberlo!) Su resolución tuvo la virtud de cambiarle el humor. Pasó el resto del día silbando, haciendo borradores, y, por último, presentó su solicitud en forma por la vía jerárquica.

El capitán Molina le miró con curiosidad, con sospecha, con algo de sorna, con embarazo.

– ¿Qué te ha entrado, hombre?

– Nada; que estoy harto de estar aquí.

– Pero, hombre, si esto se está acabando; no hagas tonterías.

– No es una tontería. Ya estoy cansado -confirmó él, sonriendo: una sonrisa de disculpa.

Todos lo miraron como a un bicho raro. Iribarne le dijo:

– Parece que el teniente Santolalla le ha tomado gusto al "tomate".

Él no contestó; le miró despectivamente.

– Pero, hombre, si la guerra ya se acaba -repitió el capitán todavía.

Dióse curso a la solicitud, y Santolalla, tranquilizado y hasta alegre, quedó a la espera del traslado.

Pero, entretanto, se precipitaba el desenlace: llegaron rumores, hubo agitación, la campaña tomó por momentos el sesgo de una simple operación de limpieza, los ejércitos republicanos se retiraban hacia Francia, y ellos, por fin, un buen día, al amanecer, se pusieron también en movimiento y avanzaron sin disparar un solo tiro.

La guerra había terminado.

IV

Al levantarse y abrir los postigos de su alcoba, se prometió Santolalla: "¡No! ¡De hoy no pasa!" Hacía una mañana fresquita, muy azul; la mole del Alcázar, en frente, se destacaba, neta, contra el cielo… De hoy no pasaba -se repitió, dando cuerda a su reloj de pulsera-. Iría al Instituto, daría su clase de geografía y, luego, antes de regresar para el almuerzo, saldría ya de eso; de una vez, saldría del compromiso. Ya era hora: se había concedido tiempo, se había otorgado prórrogas, pero ¿con qué pretexto postergaría más ese acto piadoso a que se había comprometido solemnemente delante de su propia conciencia? Se había comprometido consigo mismo a visitar la familia de su desdichada víctima, de aquel miliciano, Anastasio López Rubielos, con quien una suerte negra le llevó a tropezarse, en el frente de Aragón, cierta tarde de agosto del año 38. El 41 corría ya, aún no había cumplido aquella especie de penitencia que se impusiera, creyendo tener que allanar dificultades muy ásperas, apenas terminada la guerra. "He de buscar -fue el voto que formuló entonces en su fuero interno-, he de buscar a su familia; he de averiguar quiénes son, dónde viven, y haré cuanto pueda por procurarles algún alivio". Pero, claro está, antes que nada debió ocuparse de su propia familia, y también, ¡caramba!, de sí mismo.

Apenas obtenida licencia, lo primero fue, pues, volar hacia sus padres. Sin avisar y, ¡cosa extraña!, moroso y desganado en el último instante, llegó a Madrid; subió las escaleras hasta el piso de su hermana donde ellos se alojaban y, antes de haber apretado el timbre, vio abrirse la puerta: desde la oscuridad, los lentes de su padre le echaron una mirada de terror y, en seguida, de alegría; cayó en sus brazos y, entre ellos, le oyó susurrar: "¡Me has asustado, chiquillo, con el uniforme ese!" Dentro del abrazo, que no se deshacía, que duraba, Santolalla se sintió agonizar: la mirada de su padre -un destello- ¿no había sido, en la cara fina del hombre cultivado y maduro, la misma mirada del miliciano pasmado a quien él sorprendió en la viña para matarlo? Y, dentro del abrazo, se sintió extraño, espantosamente extraño, a aquel hombre cultivado y maduro. Como agotado, exhausto, Santolalla se dejó caer en la butaquilla de la antesala… "Me has asustado, chiquillo"… Pero ahora ¡cuánta confianza había en la expresión de su padre!, flaco, avejentado, muy avejentado, pero contento de tenerlo ante sí, y sonriente. Él también, a su vez, lo contemplaba con pena. Inquirió: "¿Mamá?" Mamá había salido; venía en seguida; habían salido las dos, ella y su hermana, a no sabía qué. Y de nuevo se quedaron callados ambos, frente a frente.

La madre fue quien, como siempre, se encargó de ponerle al tanto, conversando a solas, de todo. "No me pareces el mismo, hijo querido -le decía, devorándolo con los ojos, apretándole el brazo-; estás cambiado cambiado". Y él no contestaba nada: observaba su pelo encanecido, la espalda vencida -una espalda ya vieja-, el cuello flaco; y se le oprimía el pecho. También le chocaba penosamente aquella emocional locuacidad de quien era toda aplomo antes, noble reserva… Pero esto fue en el primer encuentro; después la vio recuperar su sensatez -aunque, eso sí, estuviera, la pobre, ya irremediablemente quebrantada- cuando se puso a informarle con detalle de cómo habían vivido, cómo pudieron capear los peores temporales, "gracias a que las amistades de tu padre -explicaba- contrarrestaron el peligro a que nos dejó expuestos la fuga de tu cuñado…" Durante toda la guerra había trabajado el padre en un puesto burocrático del servicio de abastecimientos; "pero, hijo, ahora, otra vez, ¡imagínate!… En fin -concluyó-, de aquí en adelante ya estaremos más tranquilos: oficial tú y, luego, con tu abuelo al quite…" El abuelo seguía tan terne: "¡Qué temple, hijito! Un poco más apagado, quizá; tristón, pero siempre el mismo"

Santolalla le contó a su madre la aventura con el miliciano; se decidió a contársela; estaba ansioso por contársela. Comenzó el relato como quien, sin darle mayor importancia, refiere una peripecia curiosa acentuando más bien en ella los aspectos de azar y de riesgo; pero notó pronto en el susto de sus ojos que percibía todo el fondo pesaroso, y ya no se esforzó por disimular: siguió, divagatorio, acuitado, con su tema adelante. La madre no decía nada, ni él necesitaba ya que dijese; le bastaba con que lo escuchara. Pero cuando, en la abundancia de su desahogo, se sacó del bolsillo los documentos de Anastasio y le puso ante la cara el retrato del muchacho, palideció ella, y rompió en sollozos. ¡Ay, Señor! ¿Dónde había ido a parar su antigua fortaleza? Se abrazaron, y la madre aprobó con vehemencia el propósito que, apresuradamente, le revelaba él de acercarse a la familia del miliciano y ofrecerle discreta reparación. "¡Sí, sí, hijo mío, sí!"

Mas, antes de llevarlo a cabo, tuvo que proveer a su propia vida. Arregló lo de la cátedra en el Instituto de Toledo, fue desmovilizado del ejército, y -a Dios gracias- consiguieron verse al fin, tras de no pocas historias, reunidos todos de nuevo en la vieja casa. Tranquilo, pues, ya en un curso de existencia normal, trazó ahora Pedro Santolalla un programa muy completo de escalonadas averiguaciones, que esperaba laboriosas, para identificar y localizar a esa pobre gente: el padrón, el antiguo censo electoral, la capitanía general, la oficina de cédulas personales, los registros y fichas de policía… Mas no fue menester tanto; el camino se le mostró tan fácil como sólo la casualidad puede hacerlo; y así, a las primeras diligencias dio en seguida con el nombre de Anastasio López Rubielos, comprobó que los demás datos coincidían y anotó el domicilio. Sólo faltaba, por lo tanto, decidirse a poner en obra lo que se tenía prescrito.

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