SEGUNDA PARTE SIERVOS DE LA NOBLEZA
Navidad de 1329
Barcelona
Arnau había cumplido ocho años y se había convertido en un niño tranquilo e inteligente. El cabello, castaño, largo y rizado, le caía sobre los hombros, enmarcando un rostro atractivo en el que destacaban los ojos, grandes, límpidos y de color miel.
La casa de Grau Puig estaba engalanada para celebrar la Navidad. Aquel muchacho que a los diez años había podido abandonar las tierras de su padre gracias a un vecino generoso había triunfado en Barcelona, y ahora esperaba junto a su esposa la llegada de sus invitados.
– Vienen a rendirme homenaje -le dijo a Guiamona-. ¿Cuándo se ha visto que nobles y mercaderes acudan a la casa de un artesano?
Ella se limitaba a escucharlo.
– El propio rey me apoya. ¿Lo entiendes? ¡El propio rey! El rey Alfonso.
Ese día no se trabajaba en el taller, y Bernat y Arnau, sentados en el suelo y aguantando el frío, observaban desde la explanada de las tinajas cómo esclavos, oficiales y aprendices entraban y salían sin cesar de la casa. En aquellos ocho años Bernat no había vuelto a poner los pies en el hogar de los Puig, pero no le importaba, pensó mientras revolvía el cabello de Arnau: ahí tenía a su hijo, abrazado a él, ¿qué más podía pedir? El niño comía y vivía con Guiamona, e incluso estudiaba con el preceptor de los hijos de Grau: había aprendido a leer, escribir y contar al mismo tiempo que sus primos. Sin embargo, sabía que Bernat era su padre, ya que Guiamona no había dejado que lo olvidara. En cuanto a Grau, trataba a su sobrino con absoluta indiferencia.
Arnau se portaba bien en el interior de la casa; Bernat se lo pedía una y otra vez. Cuando entraba riendo en el taller, el rostro de Bernat se iluminaba. Los esclavos y los oficiales, incluido Jaume, no podían dejar de mirar al niño con una sonrisa en los labios cuando corría hacia la explanada y se sentaba a esperar a que Bernat terminase de hacer alguna de sus tareas, para correr hacia él y abrazarlo con fuerza. Después volvía a sentarse, apartado del trajín, miraba a su padre y sonreía a todo aquel que se dirigiera a él. Alguna noche, cuando el taller cerraba, Habiba dejaba que se escapara y entonces padre e hijo charlaban y reían.
Las cosas habían cambiado aun cuando Jaume siguiera interpretando el papel que le exigía la omnipresente amenaza del patrón. Grau no se preocupaba de los ingresos que obtenía del taller, y menos todavía de cualquier otra cosa relacionada con él. Pese a todo, no podía prescindir de él pues gracias a éste atesoraba los cargos de cónsul de la cofradía, prohombre de Barcelona y miembro del Consejo de Ciento. Sin embargo, una vez superado lo que no era más que un requisito formal, Grau Puig entró de lleno en la política y en las finanzas de alto nivel, algo bastante sencillo para un prohombre de la ciudad condal.
Desde el inicio de su reinado, en el año 1291, Jaime II había tratado de imponerse a la oligarquía feudal catalana, para lo cual había buscado la ayuda de las ciudades libres y sus ciudadanos, empezando por Barcelona. Sicilia ya pertenecía a la corona desde tiempos de Pedro el Grande; por eso, cuando el Papa concedió a Jaime II los derechos de conquista de Cerdeña, Barcelona y sus ciudadanos financiaron aquella empresa.
La anexión de las dos islas mediterráneas a la corona favorecía los intereses de todas las partes: garantizaba el suministro de cereales a Cataluña así como el dominio catalán en el Mediterráneo occidental y, con él, el control de las rutas marítimas comerciales; por su parte, la corona se reservaba la explotación de las minas de plata y las salinas de la isla.
Grau Puig no había vivido aquellos acontecimientos. Su oportunidad llegó con la muerte de Jaime II y la coronación de Alfonso III. Ese año, el de 1329, los corsos iniciaron una revuelta en la ciudad de Sassari. Al mismo tiempo, los genoveses, temiendo el poder comercial de Cataluña, le declararon la guerra y atacaron a los barcos con bandera del principado. Ni el rey ni los comerciantes lo dudaron un momento: la campaña para sofocar la revuelta de Cerdeña y la guerra contra Genova debía ser financiada por la burguesía de Barcelona. Y así se hizo, principalmente bajo el impulso de uno de los prohombres de la ciudad: Grau Puig, quien contribuyó con generosidad a los gastos de la guerra y convenció con encendidos discursos a los más reacios a colaborar. El propio rey le agradeció públicamente su ayuda.
Mientras Grau se acercaba una y otra vez a las ventanas para comprobar si sus invitados llegaban, Bernat despedía a su hijo con un beso en la mejilla.
– Hace mucho frío, Arnau. Mejor será que entres. -El niño hizo ademán de quejarse-. Hoy tendréis una buena cena, ¿no?
– Gallo, turrón y barquillos -le contestó su hijo de corrido.
Bernat le dio una cariñosa palmada en las nalgas.
– Corre a la casa. Ya hablaremos.
Arnau llegó justo a tiempo de sentarse a cenar; él y los dos hijos menores de Grau, Guiamon, de su misma edad, y Margarida, año y medio mayor, lo harían en la cocina; los dos mayores, Josep y Genis, lo harían arriba, con sus padres.
La llegada de los invitados aumentó el nerviosismo de Grau.
– Ya me ocuparé yo de todo -le dijo a Guiamona cuando preparaba la fiesta-; tú limítate a atender a las mujeres.
– Pero ¿cómo vas a ocuparte tú…? -intentó protestar Guiamona; sin embargo, Grau ya estaba dando instrucciones a Estranya, la cocinera, una corpulenta esclava mulata y descarada, que atendía a las palabras de su amo mirando de reojo a su señora.
«¿Cómo quieres que reaccione? -pensó Guiamona-. No estás hablando con tu secretario, ni en la cofradía, ni el Consejo de Ciento. No me consideras capaz de atender a tus invitados, ¿verdad? No estoy a su altura, ¿no es así?»
A espaldas de su marido, Guiamona trató de poner orden entre los criados y prepararlo todo para que la celebración de la Navidad fuera un éxito, pero el día de la fiesta, con Grau pendiente de todo, incluso de las lujosas capas de sus invitados, tuvo que retirarse al segundo plano que su esposo le había adjudicado y limitarse a sonreír a las mujeres, que la miraban por encima del hombro. Mientras, Grau parecía el general de un ejército en plena batalla; charlaba con unos y otros pero a la vez indicaba a los esclavos qué tenían que hacer y a quién tenían que atender; sin embargo, cuantos más gestos les hacía, más y más nerviosos se ponían. Al final, todos los esclavos -salvo Estranya, que estaba en la cocina preparando la cena- optaron por seguir a Grau por la casa atentos a sus perentorias órdenes.
Libres de toda vigilancia -pues Estranya y sus ayudantes, de espaldas a ellos, trajinaban con sus ollas y sus fuegos-, Margarida, Guiamon y Arnau mezclaron el gallo con el turrón y los barquillos e intercambiaron bocados sin parar de gastarse bromas. En un momento determinado, Margarida cogió una jarra de vino sin aguar y echó un buen trago. De inmediato su rostro se congestionó y sus mejillas se arrebolaron, pero la muchacha logró superar la prueba sin escupir el vino. Luego, instó a su hermano y a su primo a que la imitaran. Arnau y Guiamon bebieron, tratando de mantener la compostura igual que Margarida, pero terminaron tosiendo y tanteando la mesa en busca de agua, con los ojos llenos de lágrimas. Después los tres empezaron a reírse: por el simple hecho de mirarse, por la jarra de vino, por el culo de Estranya.
– ¡Fuera de aquí! -gritó la esclava tras aguantar un rato las chanzas de los niños.
Los tres salieron de la cocina corriendo, gritando y riendo.
– ¡Chist! -los reprendió uno de los esclavos, cerca de la escalera-. El amo no quiere niños aquí.
– Pero… -empezó a decir Margarida.
– No hay peros que valgan -insistió el esclavo.
En aquel momento bajó Habiba a por más vino. El amo la había mirado con los ojos encendidos de ira porque uno de sus invitados había intentado servirse y sólo había conseguido unas miserables gotas.
– Vigila a los niños -le dijo Habiba al esclavo de la escalera al pasar junto a él-. ¡Vino! -le gritó a Estranya antes de entrar en la cocina.
Grau, temiendo que la mora trajera el vino ordinario en lugar del que debía servir, salió corriendo tras ella.
Los niños no reían. A los pies de la escalera, observaban el ajetreo, al que de repente se sumó Grau.
– ¿Qué hacéis aquí? -les dijo al verlos junto al esclavo-. ¿Y tú? ¿Qué haces aquí parado? Ve y dile a Habiba que el vino debe ser el de las tinajas viejas. Acuérdate, porque como te equivoques te despellejaré vivo. Niños, a la cama.
El esclavo salió disparado hacia la cocina. Los niños se miraron sonriendo, con los ojos chispeantes por el vino. Cuando Grau subió corriendo escaleras arriba, estallaron en carcajadas. ¿La cama? Margarida miró hacia la puerta, abierta de par en par, frunció los labios y arqueó las cejas.
– ¿Y los niños? -preguntó Habiba cuando vio aparecer al esclavo.
– Vino de las tinajas viejas…-empezó a rezar éste.
– ¿Y los niños?
– Viejas. De las viejas.
– ¿Y los niños? -volvió a insistir Habiba.
– A tu cama. El amo dicho os vayáis a la cama. Están con él. De las tinajas viejas, ¿sí?, nos despellejará…
Era Navidad y Barcelona permanecería vacía hasta que la gente acudiera a la misa de medianoche a ofrecer un gallo sacrificado.
La luna se reflejaba sobre el mar como si la calle en la que se encontraban continuara hasta el horizonte. Los tres miraron la estela plateada sobre el agua.
– Hoy no habrá nadie en la playa -musitó Margarida.
– Nadie sale a la mar en Navidad -añadió Guiamon.
Ambos se volvieron hacia Arnau, que negó con la cabeza.
– Nadie se dará cuenta -insistió Margarida-. Iremos y volveremos muy rápido. Son sólo unos pasos.
– Cobarde -le espetó Guiamon.
Corrieron hasta Framenors, el convento franciscano que se alzaba en el extremo oriental de la muralla de la ciudad, junto al mar. Una vez allí, miraron la playa, que se extendía hasta el convento de Santa Clara, límite occidental de Barcelona.
– ¡Vaya! -exclamó Guiamon-. ¡La flota de la ciudad! -Nunca había visto la playa así -añadió Margarida. Arnau, con los ojos como platos, asentía con la cabeza. Desde Framenors hasta Santa Clara, la playa estaba abarrotada de barcos de todos los tamaños. Ninguna edificación entorpecía el disfrute de aquella magnífica vista. Hacía casi cien años que el rey Jaime el Conquistador había prohibido construir en la playa de Barcelona, les había comentado Grau a sus hijos en alguna ocasión en que, junto a su preceptor, lo habían acompañado al puerto para ver cargar o descargar algún barco en cuya propiedad participase. Había que dejar la playa libre para que los marinos pudieran varar sus barcos. Pero ninguno de los niños había dado la menor importancia a la explicación de Grau. ¿Acaso no era natural que los barcos estuvieran en la playa? Siempre habían estado allí. Grau intercambió una mirada con el preceptor.