Jaume estuvo pendiente del resultado de su decisión hasta que se dio por satisfecho: había aumentado considerablemente la producción del taller y Bernat seguía poniendo el mismo cuidado en sus labores. «¡Más incluso que alguno de los oficiales!», se vio obligado a aceptar en una de las ocasiones en que se acercó a Bernat y al oficial de turno para estampar el sello del maestro en la base del cuello de una nueva tinaja.
Jaume intentaba leer los pensamientos que se escondían tras la mirada del campesino. No había odio en sus ojos, ni tampoco parecía haber rencor. Se preguntaba qué le habría sucedido para haber acabado allí. No era como los demás parientes del maestro que se habían presentado en el taller: todos habían cedido por dinero. Sin embargo, Bernat… ¡Cómo acariciaba a su hijo cuando se lo llevaba la mora! Quería la libertad y trabajaba por ella, duramente, más que nadie.
El entendimiento entre los dos hombres dio otros frutos amén del aumento de la producción. En otra de las ocasiones en que Jaume se le acercó para estampar el sello del maestro, Bernat entrecerró los ojos y dirigió la mirada hacia la base de la tinaja.
«¡Jamás serás maestro!», lo había amenazado Grau. Esas palabras volvían a la cabeza de Jaume cada vez que pensaba en tener un trato más amistoso con Bernat.
Jaume simuló un repentino acceso de tos. Se separó de la tinaja sin marcarla todavía y miró hacia donde le había señalado el campesino: había una pequeña raja que significaría la rotura de la pieza en el horno. Montó en cólera contra el oficial… y contra Bernat. Transcurrieron el año y el día necesarios para que Bernat y su hijo pudieran ser libres. Por su parte, Grau Puig logró su codiciado puesto en el Consejo de Ciento de la ciudad. Sin embargo, Jaume no observó reacción alguna en el campesino. Otro hubiera exigido la carta de ciudadanía y se habría lanzado a las calles de Barcelona en busca de diversión y de mujeres, pero Bernat no lo había hecho. ¿Qué le pasaba al campesino?
Bernat vivía con el recuerdo permanente del muchacho de la forja. No se sentía culpable; aquel desgraciado se había interpuesto en el camino de su hijo. Pero si había muerto… Podía obtener la libertad de su señor, pero aunque hubiera transcurrido un año y un día no se libraría de la condena por asesinato. Guiamona le había recomendado que no se lo dijera a nadie, y así lo había hecho. No podía arriesgarse; quizá Llorenç de Bellera no sólohabía dado orden de capturarlo por fugitivo, sino también por asesino. ¿Qué pasaría con Arnau si lo detenían? El asesinato se castigaba con la muerte.
Su hijo seguía creciendo sano y fuerte. Todavía no hablaba, aunque ya gateaba y lanzaba unos gorgoritos que erizaban el vello de Bernat. Aun cuando Jaume seguía sin dirigirle la palabra, su nueva situación en el taller -que Grau, pendiente de sus negocios y sus cargos, ignoraba- había llevado a los demás a respetarlo más si cabe, y la mora le traía al niño con más frecuencia, despierto las más de las veces, con la aquiescencia tácita de Guiamona, que también estaba más ocupada debido a la nueva posición de su esposo.
Bernat no debía dejarse ver por Barcelona, ya que podía truncar el futuro de su hijo.