TERCERA PARTE SIERVOS DE LA PASIÓN
Segundo domingo de julio de 1339
Iglesia de Santa María de la Mar
Barcelona
Habían transcurrido cuatro años desde que Gastó Segura se negó a conceder la mano de su hija a Arnau el bastaix . Al cabo de pocos meses, Aledis fue dada en matrimonio a un viejo maestro curtidor viudo que aceptó con lascivia la falta de dote de la muchacha. Hasta que la entregaron a su esposo, Aledis estuvo siempre acompañada de su madre.
Por su parte, Arnau se había convertido en un hombre de dieciocho años, alto, fuerte y apuesto. Durante esos cuatro años vivió por y para la cofradía, la iglesia de Santa María de la Mar y su hermano Joan -acarreaba mercaderías y piedras como el que más, cumplía con la caja de los bastaixos y participaba con devoción en los actos religiosos-, pero no estaba casado, y los prohombres veían con preocupación el estado de soltería de un joven como él: si caía en la tentación de la carne tendrían que expulsarlo, y qué fácil era que un muchacho de dieciocho años cometiese aquel pecado.
Sin embargo, Arnau no quería oír hablar de mujeres. Cuando el cura le dijo que Gastó no quería saber nada de él, Arnau recordó, mirando el mar, a las mujeres que habían pasado por su vida: ni siquiera había llegado a conocer a su madre; Guiamona lo acogió con cariño pero después se lo negó; Habiba desapareció con sangre y dolor -muchas noches todavía soñaba con el látigo de Grau restallando sobre su cuerpo desnudo-; Estranya lo trató como a un esclavo; Margarida se burló de él en el momento más humillante de su existencia, y Aledis, ¿qué decir de Aledis? Junto a ella había descubierto al hombre que llevaba dentro, pero luego lo había abandonado.
– Tengo que cuidar de mi hermano -les contestaba a los prohombres cada vez que salía a colación el problema-. Sabéis que está entregado a la Iglesia, dedicado a servir a Dios -añadía mientras ellos pensaban en sus palabras-, ¿qué mejor propósito que ése?
Entonces los prohombres callaban.
Así vivió Arnau esos cuatro años: tranquilo, pendiente de su trabajo, de la iglesia de Santa María y, sobre todo, de Joan.
Aquel segundo domingo de julio del año 1339 era una fecha trascendental para Barcelona. En enero de 1336 había fallecido en la ciudad condal el rey Alfonso el Benigno y tras la pascua de ese mismo año, fue coronado en Zaragoza su hijo Pedro, quien reinaba bajo el título de Pedro III de Cataluña, IV de Aragón y II de Valencia.
Durante casi cuatro años, desde 1336 hasta 1339, el nuevo monarca no visitó Barcelona, la ciudad condal, la capital de Cataluña, y tanto la nobleza como los comerciantes veían con preocupación aquella desidia por rendir homenaje a la más importante de las ciudades del reino. La animadversión del nuevo monarca hacia la nobleza catalana era bien conocida por todos: Pedro III era hijo de la primera mujer del fallecido Alfonso, Teresa de Entenza, condesa de Urgel y vizcondesa de Ager. Teresa falleció antes de que su marido fuera coronado rey y Alfonso contrajo segundas nupcias con Leonor de Castilla, mujer ambiciosa y cruel de la que había tenido dos hijos.
El rey Alfonso, conquistador de Cerdeña, era no obstante débil de carácter e influenciable, y la reina Leonor pronto consiguió para sus hijos importantes concesiones de tierras y títulos. Su siguiente propósito fue la implacable persecución de sus hijastros, los hijos de Teresa de Entenza, herederos del trono de su padre. Durante los ocho años de reinado de Alfonso el Benigno y a ciencia y paciencia de éste y de su corte catalana, Leonor se dedicó a atacar al infante Pedro, entonces un niño, y a su hermano Jaime, conde de Urgel. Tan sólo dos nobles catalanes, Ot de Monteada, padrino de Pedro, y Vidal de Vilanova, comendador de Montalbán, apoyaron la causa de los hijos de Teresa de Entenza y aconsejaron al rey Alfonso y a los propios infantes que escaparan a fin de no ser envenenados. Los infantes Pedro y Jaime así lo hicieron y se escondieron en las montañas de Jaca, en Aragón; después consiguieron el apoyo de la nobleza aragonesa y refugio en la ciudad de Zaragoza, bajo la protección del arzobispo Pedro de Luna.
Por eso la coronación de Pedro rompió con una tradición que se mantenía desde que se unieron el reino de Aragón y el principado de Cataluña. Si el cetro de Aragón se entregaba en Zaragoza, el principado de Cataluña, que correspondía al rey en su calidad de conde de Barcelona, debía ser entregado en tierras catalanas. Hasta la entronación de Pedro III, los monarcas juraban previamente en Barcelona para después ser coronados en Zaragoza. Porque si el rey recibía la corona por el simple hecho de ser el monarca de Aragón, como conde de Barcelona sólo recibía el principado si juraba lealtad a los fueros y constituciones de Cataluña y hasta entonces el juramento de los fueros se consideraba un trámite previo a cualquier entronación.
El conde de Barcelona, príncipe de Cataluña, era tan sólo un primus inter pares para la nobleza catalana y así lo demostraba el juramento de homenaje que recibía: «Nosotros, que somos tan buenos como vos, juramos a vuestra merced, que no es mejor que nosotros, aceptaros como rey y señor soberano, siempre que respetéis todas nuestras libertades y leyes; si no, no». De ahí que, cuando Pedro III iba a ser coronado rey, la nobleza catalana se dirigiera a Zaragoza para exigirle que primero jurase en Barcelona como habían hecho sus antepasados. El rey se negó y los catalanes abandonaron la coronación. Sin embargo, el rey tenía que recibir el juramento de fidelidad de los catalanes y, a despecho de las protestas de la nobleza y las autoridades de Barcelona, Pedro el Ceremonioso decidió hacerlo en la ciudad de Lérida, donde en junio de 1336, tras jurar los Usatges y fueros catalanes, recibió el homenaje.
Aquel segundo domingo de julio de 1339, el rey Pedro visitaba por primera vez Barcelona, la ciudad que había humillado. Tres eran los acontecimientos que llevaban al rey a Barcelona: el juramento que como vasallo de la corona de Aragón debía prestarle su cuñado Jaime III, rey de Mallorca, conde del Rosellón y de la Cerdaña y señor de Montpellier; el concilio general de los prelados de la provincia tarraconense -en la que a efectos eclesiásticos se hallaba incluida Barcelona- y el traslado de los restos de la mártir santa Eulàlia desde la iglesia de Santa María a la catedral.
Los dos primeros actos se llevaron a cabo sin la presencia del pueblo llano. Jaime III solicitó expresamente que su juramento de homenaje no se celebrara delante del pueblo, sino en un lugar más íntimo, en la capilla del palacio y ante la sola presencia de un escogido grupo de nobles.
El tercer acontecimiento, no obstante, se convirtió en un espectáculo público. Nobles, eclesiásticos y el pueblo entero se volcaron, unos para ver y otros para acompañar, los más privilegiados, a su rey y a la comitiva real, que tras oír misa en la catedral se dirigirían en procesión a Santa María para, desde allí, volver a la seo con los restos de la mártir.
Todo el recorrido, desde la catedral hasta Santa María de la Mar, estaba ocupado por el pueblo, que deseaba aclamar a su rey. Santa María ya había visto cubierto su ábside, se trabajaba en las nervaduras de la segunda bóveda y todavía quedaba una pequeña parte de la iglesia románica inicial.
Santa Eulàlia sufrió martirio en época romana, en el año 303. Sus restos reposaron primero en el cementerio romano y después en la iglesia de Santa María de las Arenas, que se construyó sobre la necrópolis una vez que el edicto del emperador Constantino permitió el culto cristiano. Con la invasión árabe, los responsables de la pequeña iglesia decidieron esconder las reliquias de la mártir. En el año 801, cuando el rey francés Luis el Piadoso liberó la ciudad, el entonces obispo de Barcelona, Frodoí, decidió buscar los restos de la santa. Desde que fueron hallados, descansaban en una arqueta en Santa María.
Pese a estar cubierta de andamios y rodeada de piedras y materiales de construcción, Santa María estaba esplendorosa para la ocasión. El archidiácono de la Mar, Bernat Rosell, junto a los miembros de la junta de obras, nobles, beneficiados y demás miembros del clero, ataviados todos con sus mejores galas, esperaban a la comitiva real. El colorido de las vestiduras era espectacular. El sol de la mañana de julio se colaba a raudales a través de las bóvedas y los ventanales inacabados, haciendo refulgir los dorados y metales que vestían los privilegiados que podían esperar al rey en su interior.
También el sol brilló sobre el bruñido puñal romo de Arnau, pues junto a aquellos importantes personajes estaban los humildes bastaixos . Unos, entre los que se encontraba Arnau, ante la capilla del sacramento, su capilla; y otros, como guardianes del portal mayor, junto al portal de acceso al templo, todavía el de la vieja iglesia románica.
Los bastaixos , aquellos antiguos esclavos o macips de ribera, gozaban de innumerables privilegios por lo que hacía a Santa María de la Mar, y Arnau los había disfrutado durante los últimos cuatro años. Además de corresponderles la capilla más importante del templo y de ser los guardianes del portal mayor, las misas de sus festividades se celebraban en el altar mayor, el prohombre de más importancia de la cofradía guardaba la llave del sepulcro del Altísimo, en las procesiones del Corpus eran los encargados de portar a la Virgen y, a menor altura que a ésta, a Santa Tecla, Santa Caterina y Sant Macià, y cuando un bastaix se hallaba a las puertas de la muerte, el Sagrado Viático salía de Santa María, fuese la hora que fuese, solemnemente, por la puerta principal bajo palio.
Aquella mañana, Arnau superó junto con sus compañeros las barreras de los soldados del rey que controlaban el trayecto de la comitiva; se sabía envidiado por los numerosísimos ciudadanos que se amontonaban para ver al rey. Él, un humilde trabajador portuario, había accedido a Santa María junto a los nobles y ricos mercaderes, como uno más. Al cruzar la iglesia para llegar a la capilla del Santísimo, se topó de frente con Grau Puig, Isabel y sus tres primos, todos con vestiduras de seda, engalanados de oro, altivos. Arnau titubeó. Los cinco lo miraban. Bajó la vista al pasar junto a ellos.
– Arnau -oyó que lo llamaban justo cuando dejaba atrás a Margarida. ¿No habían tenido suficiente con arruinar la vida de su padre? ¿Serían capaces de humillarlo una vez más, ahora, junto a sus cofrades, en su iglesia?-. Arnau -volvió a oír.