Mientras Francesca seguía amenazando al soldado, Aledis se levantó y se acercó a ella. Rodeó su hombro y empezó a andar.
– Tus hijos sufrirán la lepra… -Las dos pasaron bajo la espada del soldado-. Tu esposa se convertirá en la meretriz del diablo…
No volvieron la mirada. El soldado permaneció un rato con la espada en alto, luego la bajó y se volvió hacia las dos figuras que cruzaban lentamente la plaza.
– Vámonos de aquí, hija mía -le dijo Francesca en chanto tomaron la calle del Bisbe, ya desierta.
Aledis tembló.
– Tengo que pasar por el hostal…
– No, no. Vámonos. Ahora. Sin perder un instante.
– ¿Y Teresa y Eulàlia…?
– Ya les mandaremos recado -contestó Francesca apretando contra sí a la muchacha de Figueras.
Al llegar a la plaza de Sant Jaume, bordearon la judería en dirección a la puerta de la Boquería, la más cercana. Caminaban abrazadas, en silencio.
– ¿Y Arnau? -preguntó Aledis. Francesca no contestó.
La primera parte había salido como la había planeado. En aquellos momentos, Arnau debía de estar con los bastaixos, en el pequeño barco de cabotaje que había fletado Guillem. El pacto con el infante don Juan había sido preciso; Guillem recordó sus palabras: «A lo único que se compromete el lugarteniente -le había dicho Francesc de Perellós tras escucharlo- es a no enfrentarse a la host de Barcelona; en ningún caso desafiará a la Inquisición, intentará forzarla a que haga algo o pondrá en duda sus resoluciones. Si tu plan prospera y Estanyol es liberado, el infante no lo defenderá si la Inquisición vuelve a detenerlo o lo condena; ¿está claro?». Guillem asintió y le entregó la carta de pago de los préstamos baratos concedidos al rey. Ahora quedaba la segunda parte: convencer a Nicolau de que Arnau estaba arruinado y de que poco iba a conseguir persiguiéndolo o condenándolo. Podrían haber huido todos a Pisa y dejar los bienes de Arnau en poder de la Inquisición; de hecho ya los tenía, y la condena de Arnau, aun sin su presencia, conllevaría su requisa. Por eso Guillem intentaba engañar a Eimeric; no tenía nada que perder y sí mucho que ganar: la tranquilidad de Arnau; que la Inquisición no lo persiguiera de por vida.
Nicolau lo hizo esperar varias horas, al cabo de las cuales apareció acompañado de un pequeño judío vestido con la obligada levita negra, en la que destacaba una rodela amarilla. El judío llevaba varios libros bajo el brazo y seguía al inquisidor con pasos cortos y rápidos. Evitó mirar a Guillem cuando Nicolau les ordenó a ambos, con un gesto, que entrasen en el despacho.
No los invitó a sentarse. Él sí lo hizo, tras su mesa.
– Si es cierto lo que dices -empezó a hablar dirigiéndose a Guillem-, Estanyol está abatut.
– Vos sabéis que es cierto -dijo Guillem-; el rey no adeuda cantidad alguna a Arnau Estanyol.
– En ese caso, podría hacer llamar al magistrado municipal de cambios -dijo el inquisidor-. Sería irónico que la misma ciudad que lo ha liberado del Santo Oficio lo ejecutase por abatut.
«Eso nunca sucederá -estuvo tentado de contestarle Guillem-; yo tengo la libertad de Arnau; simplemente con presentar la carta de pago de Abraham Leví…» No. Nicolau no lo había recibido para amenazarle con denunciar a Arnau al magistrado municipal. Quería su dinero, el que le había prometido a su papa, el mismo del que aquel judío, con seguridad el amigo de Jucef, le había dicho que podía disponer.
Guillem calló.
– Podría hacerlo -insistió Nicolau.
Guillem abrió las manos y el inquisidor lo escrutó.
– ¿Quién eres? -le preguntó al fin.
– Me llamo…
– Ya, ya -lo interrumpió Eimeric con la mano-; te llamas Sahat de Pisa. Lo que quisiera saber es qué hace un pisano en Barcelona, defendiendo a un hereje.
– Arnau Estanyol tiene muchos amigos, incluso en Pisa.
– ¡Infieles y herejes! -gritó Nicolau.
Guillem volvió a abrir las manos. ¿Cuánto tardaría en sucumbir al dinero? Nicolau pareció entenderlo. Guardó silencio unos instantes.
– ¿Qué tienen que proponer esos amigos de Arnau Estanyol a la Inquisición? -cedió al fin.
– En esos libros -dijo Guillem señalando al pequeño judío, que no había separado la mirada de la mesa de Nicolau- constan apuntes a favor de un acreedor de Arnau Estanyol, una fortuna.
Por primera vez, el inquisidor se dirigió al judío.
– ¿Es cierto?
– Sí -contestó el judío-. Desde el inicio de la actividad hay apuntes a favor de Abraham Leví…
– ¡Otro hereje! -lo interrumpió Nicolau.
Los tres guardaron silencio.
– Continúa -ordenó el inquisidor.
– Esos apuntes se han multiplicado a lo largo de los años. A fecha de hoy podrían ser más de quince mil libras.
Un destello brilló en los ojos entrecerrados del inquisidor. Ni Guillem ni el judío dejaron de advertirlo.
– ¿Y bien? -preguntó dirigiéndose a Guillem.
– Los amigos de Arnau Estanyol podrían conseguir que el judío renunciase a su crédito.
Nicolau se arrellanó en la silla de madera.
– Vuestro amigo -dijo- está en libertad. El dinero no se regala. ¿Por qué iba alguien, por más amigo que sea, a ceder quince mil libras?
– Arnau Estanyol solamente ha sido liberado por la host.
Guillem recalcó el solamente; Arnau podía seguir considerándose sometido al Santo Oficio. Había llegado el momento. Lo había estado sopesando durante las horas de espera en la antesala, mientras miraba las espadas de los oficiales de la Inquisición. No debía menospreciar la inteligencia de Nicolau. La Inquisición no tenía jurisdicción sobre un moro… salvo que Nicolau demostrase que la había atacado directamente. Nunca podía proponer un pacto a un inquisidor. Debía de ser Eimeric quien lo ofreciera. Un infiel no podía intentar comprar al Santo Oficio.
Nicolau lo instó con la mirada a continuar. «No me pillarás», pensó Guillem.
– Quizá tengáis razón -dijo-. Lo cierto es que no hay una razón lógica, una vez liberado Arnau, para que alguien aporte tal cantidad de dinero. -Los ojos del inquisidor se convirtieron en estrechas rendijas-. No comprendo por qué me han mandado aquí; me dijeron que vos entenderíais, pero comparto vuestra acertada opinión. Siento haberos hecho perder el tiempo.
Guillem esperó a que Nicolau se decidiese. Cuando el inquisidor se irguió en la silla y abrió los ojos, Guillem supo que había ganado.
– Idos -le ordenó al judío. Tan pronto como el hombrecillo cerró la puerta, Nicolau continuó, pero siguió sin ofrecerle asiento-.Vuestro amigo está libre, es cierto, pero el proceso en su contra no ha finalizado. Tengo su confesión. Aun libre, puedo sentenciarlo como hereje relapso. La Inquisición -continuó como si hablase para sí- no puede ejecutar las sentencias de muerte; tiene que ser el brazo secular, el rey. Vuestros amigos -añadió dirigiéndose a Guillem- deben saber que la voluntad del rey es voluble. Quizá algún día…
– Estoy seguro de que tanto vos como su majestad harán lo que deban hacer -contestó Guillem.
– El rey tiene muy claro lo que debe hacer: luchar contra el infiel y llevar la cristiandad a todos los rincones del reino, pero la Iglesia…; a menudo es difícil saber cuál es la mejor opción para los intereses de un pueblo sin fronteras. Vuestro amigo, Arnau Estanyol, ha confesado su culpa y esa confesión no puede quedar sin castigo. -Nicolau se detuvo y volvió a escrutar a Guillem. «Debes ser tú», insistió éste con la mirada-. Con todo -continuó el inquisidor ante el silencio de su interlocutor-, la Iglesia y la Inquisición deben ser benevolentes si con esa actitud logran proveer otras necesidades que, a la postre, reviertan en el bien común. Tus amigos, esos que te han mandado, ¿aceptarían una condena menor?
«No voy a negociar contigo, Eimeric -pensó Guillem-. Sólo Alá, loado sea su nombre, sabe lo que podrías obtener si me detuvieras, sólo Él sabe si tras estas paredes hay ojos observándonos y oídos escuchándonos. Tienes que ser tú quien proponga la solución.»
– Nadie pondrá nunca en duda las decisiones de la Inquisición -le contestó.
Nicolau se removió en su silla.
– Has solicitado audiencia privada alegando que podrías tener algo que me interesaba. Has dicho que unos amigos de Arnau Estanyol podrían conseguir que su mayor acreedor renunciase a un crédito por importe de quince mil libras. ¿Qué es lo que quieres, infiel?
– Sé lo que no quiero -se limitó a contestar Guillem.
– Está bien -dijo Nicolau levantándose-. Una condena mínima: sambenito durante todos los domingos de un año en la catedral y tus amigos consiguen la renuncia del crédito.
– En Santa María. -Guillem se sorprendió al oírse, pero las palabras habían surgido de lo más profundo de su ser. ¿Dónde sino en Santa María podía cumplir Arnau la pena de sambenito?
Mar intentó seguir al grupo que transportaba a Arnau, pero la multitud de gente congregada se lo impedía. Recordó las últimas palabras de Aledis: -Cuídalo -le gritó por encima del clamor de la host. Sonreía.
Mar salió a toda prisa, trastabillando de espaldas a la riada humana que la arrastraba.
– Cuídalo mucho -repitió Aledis mientras Mar continuaba mirándola, tratando de esquivar a cuantos le venían de frente-; yo quise hacerlo hace muchos años…
De repente desapareció.
Mar estuvo a punto de caer al suelo y ser pisoteada. «La host no es para las mujeres», le reprochó un hombre que no había tenido reparo alguno en empujarla. Logró darse la vuelta. Buscó los pendones que ya estaban llegando a la plaza de Sant Jaume, al final de la calle del Bisbe. Por primera vez en aquella mañana, Mar dejó de lado las lágrimas y de su garganta salió un grito que acalló los de cuantos la rodeaban. Ni siquiera pensó en Joan. Gritó, empujó, pateó a quienes la precedían y fue abriéndose paso a codazos.
La host se concentró en la plaza del Blat. Mar estaba bastante cerca de la Virgen, la cual, a hombros de los bastaixos , bailaba sobre la piedra del centro de la plaza, pero Arnau… Mar creyó distinguir una discusión entre algunos hombres y los consejeros de la ciudad.
Entre ellos…, sí, allí estaba. Sólo le faltaban unos pasos, pero en la plaza la gente estaba muy apiñada. Arañó en el brazo a un hombre que se negó a apartarse. El hombre desenfundó un puñal y por un instante…; sin embargo, acabó riendo a carcajadas y cediéndole el paso.Tras él tenía que estar Arnau pero cuando le dio la espalda sólo encontró a los consejeros y al prohombre de los bastaixos .