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Arnau se había parado junto a los soldados, pese a las protestas de los consejeros que lo apremiaban.

– Guillem…

El moro se le acercó, lo cogió por los hombros y lo besó en la boca.

– Ve con ellos, Arnau -lo conminó-. Fuera te esperan Mar y tu hermano.Yo todavía tengo cosas que hacer aquí. Después iré a verte.

Pese a los esfuerzos de los consejeros por protegerlo, la gente se abalanzó sobre Arnau en cuanto pisó la plaza; lo abrazaron, lo tocaron y lo felicitaron. Los rostros sonrientes de la gente aparecieron frente a él en una rueda inacabable. Nadie quería apartarse para dejar paso a los consejeros y los rostros le hablaban a gritos.

Los embates de la gente hacían que el grupo de los cinco consejeros de la ciudad y el prohombre de los bastaixos , con Arnau en el centro, fuera de un lado para otro. El griterío penetraba en lo más profundo de Arnau. La sucesión de caras era interminable. Las piernas le empezaron a Saquear. Arnau levantó la vista por encima de las cabezas de la gente pero sólo logró ver una infinidad de ballestas, espadas y puñales alzados al cielo, subiendo y bajando al son de los gritos de la host, una y otra vez, una y otra vez… Quiso apoyarse en los consejeros y cuando empezaba a caer, una pequeña figura de piedra apareció entre el mar de ballestas, danzando igual que ellas.

Guillem había vuelto y su Virgen le sonreía. Arnau cerró los ojos y se dejó llevar en volandas por los consejeros.

Ni Mar ni Aledis ni Joan lograron acercarse a Arnau por más empujones y codazos que propinaron. Lo atisbaron en brazos de los consejeros cuando la Virgen de la Mar y los pendones iniciaron su regreso a la plaza del Blat. Quienes también lo vieron fueron Jaume de Bellera y Genis Puig, mezclados entre la gente. Hasta entonces habían unido sus espadas a las miles de armas que se alzaban contra el palacio del obispo y se habían visto obligados a sumarse a los gritos contra el inquisidor, aunque en su fuero interno rogaban que Nicolau resistiese y que el rey se replantease su postura y acudiese en defensa del Santo Oficio. ¿Cómo era posible que aquel rey por el que tantas veces habían arriesgado su vida…?

Al ver a Arnau, Genis Puig empezó a voltear su espada en el aire y a aullar como un poseso. El señor de Navarcles conocía aquel grito, el mismo que había oído en otras ocasiones cuando el caballero se lanzaba al ataque, a galope tendido y con la espada girando por encima de su cabeza. El arma de Genis chocó contra las ballestas y las espadas de quienes los rodeaban. La gente empezó a apartarse de él y Genis Puig avanzó hacia la comitiva, que estaba a punto de abandonar la plaza Nova por la calle del Bisbe. ¿Cómo pretendía enfrentarse a toda la host de Barcelona? Lo matarían, primero a él y después…

Jaume de Bellera se lanzó sobre su amigo y lo obligó a bajar la espada. Los más cercanos a ellos los miraron con extrañeza pero la multitud seguía empujando hacia la calle del Bisbe. El hueco volvió a cerrarse tan pronto como Genis dejó de aullar y voltear la espada. El señor de Bellera lo apartó de quienes lo habían visto emprender el ataque.

– ¿Te has vuelto loco? -le dijo.

– Lo han liberado… ¡Libre! -Genis contestó con la mirada puesta en los pendones que ya empezaban a bajar por la calle del Bisbe. Jaume de Bellera lo obligó a volver el rostro hacia él.

– ¿Qué pretendes?

Genis Puig volvió a mirar hacia los pendones y trató de zafarse de Jaume de Bellera.

– ¡Venganza! -contestó.

– No es ése el camino -advirtió el señor de Bellera-, no es ése el camino. -Después lo zarandeó con todas sus fuerzas hasta que Genis respondió-. Encontraremos la forma…

Genis lo miró fijamente; le temblaban los labios.

– ¿Me lo juras?

– Por mi honor.

La sala del tribunal fue quedando en silencio a medida que la host abandonaba la plaza Nova. Cuando los gritos de victoria del último ciudadano giraron por la calle del Bisbe, la agitada respiración del inquisidor cobró presencia. Nadie se había movido. Los soldados aguantaron firmes, pendientes de que sus armas y correajes no entrechocaran. Nicolau paseó su mirada por los presentes; no fue necesaria palabra alguna: «Traidor -le recriminó a Berenguer d'Erill-; cobardes», insultó a los demás. Cuando dirigió su atención a los soldados, descubrió la presencia de Guillem.

– ¿Qué hace aquí este infiel? -gritó-. ¿Es preciso semejante escarnio?

El oficial no supo qué responder; Guillem había entrado con los consejeros y no advirtió su presencia, pendiente como estaba de las órdenes del inquisidor. Por su parte, Guillem estuvo a punto de negar su condición de infiel y proclamar su bautismo, pero no llegó a hacerlo: pese a los esfuerzos del inquisidor general por conseguirlo, el Santo Oficio no tenía jurisdicción sobre judíos y moros. Nicolau no podía detenerlo.

– Me llamo Sahat de Pisa -dijo Guillem alzando la voz-, y desearía hablar con vos.

– No tengo nada que hablar con un infiel. Expulsad a este…

– Creo que os interesa lo que tengo que deciros.

– Poco me importa lo que puedas creer.

Nicolau hizo un gesto al oficial, quien desenvainó la espada.

– Quizá os importe saber que Arnau Estanyol está abatut -insistió Guillem empezando a retroceder ante la amenaza del oficial-. No podréis disponer de un solo sueldo de su fortuna.

Nicolau suspiró y miró al techo de la sala. Sin necesidad de órdenes expresas, el oficial dejó de amenazar a Guillem.

– Explícate, infiel -lo instó el inquisidor.

– Tenéis los libros de Arnau Estanyol; revisadlos.

– ¿Crees que no lo hemos hecho?

– Sabed que las deudas del rey han sido condonadas.

El propio Guillem firmó la carta de pago y se la entregó a Francesc de Perellós. Arnau nunca llegó a revocar sus poderes, como el moro comprobó en los libros del magistrado municipal de cambios.

Nicolau no movió un solo músculo. Todos en la sala coincidieron en el mismo pensamiento: aquélla era la razón por la que el veguer no había intervenido.

Transcurrieron unos instantes, durante los cuales Guillem y Nicolau se sostuvieron la mirada. Guillem sabía lo que en aquellos precisos momentos rondaba la cabeza del inquisidor: «¿Qué le dirás a tu papa? ¿Cómo le pagarás la cantidad que le has prometido? Ya has mandado la carta; no hay posibilidad alguna de que no sea entregada al Papa. ¿Qué le dirás? Necesitas su apoyo frente a un rey al que no has hecho más que enfrentarte».

– ¿Y qué tienes tú que ver con todo esto? -preguntó al fin Nicolau.

– Puedo explicároslo…, en privado -exigió Guillem ante el gesto que le había hecho Nicolau.

– ¡La ciudad se levanta contra la Inquisición y ahora un simple infiel me exige una audiencia privada! -se lamentó a gritos Nicolau-. ¿Qué os habéis creído?

«¿Qué le dirás a tu papa? -le preguntó Guillem con la mirada-. ¿Acaso te interesa que toda Barcelona conozca tus manejos?»

– Registradlo -ordenó el inquisidor al oficial-, comprobad que no lleve armas y acompañadlo a la antesala de mi escritorio. Esperad allí hasta que yo llegue.

Vigilado por el oficial y dos soldados, Guillem permaneció en pie en la antesala del inquisidor. Nunca se había atrevido a contarle a Arnau el origen de su fortuna: la importación de esclavos. Condonadas las deudas del rey, si la Inquisición requisaba la fortuna de Arnau también requisaba sus deudas y sólo él, Guillem, sabía que los apuntes a favor de Abraham Leví eran falsos; si él no mostraba la carta de pago que en su día firmó el judío, el patrimonio de Arnau era inexistente.

56

Tan pronto como pisó la plaza Nova, Francesca se apartó de la puerta y se pegó de espaldas a la pared del palacio. Desde allí vio cómo la gente se abalanzaba sobre Arnau y cómo los consejeros intentaban infructuosamente que el cordón que habían formado a su alrededor no se rompiese. «¡Mira a tu hijo!» Las palabras de Nicolau acallaron los gritos de la host. «¿No querías que lo mirase, inquisidor? Ahí está, y te ha vencido.» Francesca se irguió contra la pared cuando vio que Arnau se desmayaba, pero pronto la gente hizo que desapareciera de su vista y todo se redujo a un mar de cabezas, armas, pendones y, en medio, la pequeña Virgen violentamente zarandeada.

Poco a poco, sin dejar de gritar y exhibir sus armas, la host fue introduciéndose en la calle del Bisbe. Francesca no se movió de donde estaba. Necesitaba el apoyo de la pared; las piernas ya no la aguantaban. Cuando la plaza empezó a vaciarse, las dos se vieron. Aledis no había querido seguir a Mar y Joan: era imposible que Francesca se hallase entre los consejeros. Una anciana como ella… ¡Allí estaba! Se le hizo un nudo en la garganta al ver a Francesca aferrada al único apoyo que había logrado encontrar, pequeña, encogida, indefensa…

Empezó a correr hacia ella en el mismo instante en que los soldados de la Inquisición, lejanos ya los gritos de la host, se atrevían a asomarse a la puerta del palacio. Francesca se había quedado a un paso del umbral.

– ¡Bruja! -le escupió el primer soldado. Aledis se paró en seco a escasa distancia de Francesca y los soldados.

– Dejadla -gritó Aledis.Varios soldados se encontraban ya en el exterior del palacio-. Dejadla o les llamaré -los amenazó, señalando las últimas espaldas que giraban por la calle del Bisbe.

Algunos soldados miraron hacia allí; sin embargo, otro desenvainó la espada.

– El inquisidor aprobará la muerte de una bruja -dijo.

Francesca ni siquiera miró a los soldados. Sus ojos seguían fijos en la mujer que había corrido hacia ella. ¿Cuántos años habían pasado juntas?, ¿cuántos sufrimientos?

– ¡Dejadla, perros! -gritó Aledis dando unos pasos atrás y señalando a la host; quería correr hacia ellos pero el soldado ya había levantado el arma sobre Francesca. La hoja de la espada parecía más grande que ella-. Dejadla -gimió.

Francesca vio cómo Aledis se llevaba las manos al rostro y caía de rodillas. La había recogido en Figueras y desde entonces… ¿Moriría sin abrazarla?

El soldado había tensado ya todos los músculos cuando los ojos de Francesca lo atravesaron.

– Las brujas no mueren bajo la espada -lo advirtió con voz serena. El arma tembló en manos del soldado. ¿Qué decía aquella mujer?-. Sólo el fuego purifica la muerte de una bruja. -¿Era cierto aquello? El soldado buscó el apoyo de sus compañeros, pero éstos empezaron a retroceder-. Si me matas con la espada, te perseguiré de por vida, ¡a todos! -Nadie hubiera podido imaginar que de aquel cuerpo brotase el grito que acababan de oír. Aledis levantó la mirada-. Os perseguiré a vosotros -susurró Francesca-, a vuestras esposas e hijos y a los hijos de vuestros hijos, y a sus esposas. ¡Yo os maldigo! -Por primera vez desde que había abandonado el palacio, Francesca prescindió del apoyo de las piedras. Los demás soldados ya habían vuelto al interior; sólo quedaba el de la espada en alto-.Yo te maldigo -le dijo señalándolo-; mátame y tu cadáver no encontrará reposo. Me convertiré en mil gusanos y devoraré tus órganos. Haré míos tus ojos para la eternidad.

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