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– Putas no llevamos a bordo, y el vino es ruin y escaso -respondí, algo picado por la pulla-. Así que no me maltrate vuestra merced… En cuanto al juego, lo que gané arriesgando la vida no pienso darlo a un piojo.

Aquello del piojo no era frase hecha. El capitán Urdemalas, harto de las pendencias que por la descuadernada y los huesos de Juan Tarafe teníamos a bordo, había prohibido naipes y dados bajo pena de grilletes. Pero más sabe el caballo que quien lo ensilla; de manera que soldados y marineros se las ingeniaban para aderezar unos círculos con tiza sobre una tabla, y poniendo en el centro uno de los muchos piojos que nos comían vivos -a eso decíamos tener gente-, apostaban adonde se dirigiría el bicho.

– Cuando volvamos a Nápoles -concluí- Dios dirá.

Me quedé mirándolo de soslayo, en espera de algún comentario; pero siguió en silencio, oscuro bulto a mi lado, mecidos ambos por el balanceo de la galera. Desde hacía algún tiempo, la cuestión entre nosotros era que, pese a su vigilancia y protección, el capitán Alatriste no podía atajarme los aspectos menos recomendables de nuestra vida militar, riesgos del oficio aparte, del mismo modo que, en los años transcurridos desde que mi pobre madre me había enviado a él, vime envuelto varias veces -con grave peligro de la libertad y la vida- en algunas de sus turbias empresas. Ahora yo era hombre hecho y derecho, o estaba a pique de serlo. Y los prudentes consejos del capitán, cuando los daba -ya saben vuestras mercedes que era de quienes prefieren las estocadas a las palabras-, no siempre encontraban en mí el eco adecuado, pues en todo me creía plático y al cabo de la calle. De modo que, como él era veterano, discreto, avisado y me quería mucho, en vez de echarme sermones procuraba mantenerse cerca para cuando lo necesitara. Y sólo imponía su autoridad -y vive Dios que sabía imponerla, si se terciaba- en situaciones extremas.

Respecto a mujeres, bebida y juego, admito que tenía algún motivo para irritarse conmigo. Mi sueldo de cuatro escudos al mes, con el dinero de anteriores botines -dos caramuzales apresados en el brazo de Mayna, una gentil jornada en la costa de Túnez, un bajel represado frente al cabo Pájaro y una galera en la seca de Santa Maura-, lo había derrochado yo hasta el último carlín, tan a lo soldado como mis camaradas; y también como el propio capitán -él mismo lo reconocía con hosquedad- había hecho en su juventud. Pero en mi caso, la bisoñez y el gusto por lo nuevo me lanzaron al negocio con avidez. Para un mozo como yo, alentado y español, Nápoles, pepitoria del mundo, era el paraíso: buenas hosterías, mejores tabernas, hembras jarifas y todo aquello, en suma, que a un soldado podía aliviarlo de su argén. Y además, para darme alas, el azar quiso que en Nápoles estuviese Jaime Correas, cofrade en mis andanzas mochileras de Flandes, que ya servía en Italia tiempo suficiente para que ningún vicio le fuera ajeno. De él tendré ocasión de tratar más adelante, así que sólo consigno ahora que en su conserva, y ante el ceño fruncido del capitán Alatriste, me había ejercitado parte del invierno, mientras quedaban desarmadas las galeras, en lances de garitos y tabernas, sin omitir -aunque yo más bien de refilón- alguna mancebía. Y no es que mi antiguo amo fuese alma de las que mueren sin confesión y al rato están mirándole las barbas a Cristo como si nada, sino todo lo contrario. Pero lo cierto es que el juego, sangría de bolsas y soldados, nunca lo tentó. De lo otro, si alguna vez frecuentó a doctoras del arte aviesa -aunque nunca precisó de putas, pues siempre supo forrajear en buenos pastos-, éstas fueron escasas y de mucha confianza. En cuanto al licor de Baco, ése sí lo frecuentaba el capitán, mostrando una sed del infierno. Pero aunque a menudo cargaba delantero, en especial cuando iba furioso o melancólico -entonces se volvía especialmente peligroso, pues el vino no le embotaba los sentidos ni la destreza-, siempre lo hacía a solas, sin testigos. Creo que, más que como placer o vicio, despachaba azumbres para enfriar, remojándolos a mansalva, tormentos y diablos interiores que sólo Dios y él conocían de veras.

Con la primera luz del alba escurrimos el áncora bajo los muros de Melilla, plaza española ganada a los moros ciento treinta años atrás; y lo hicimos, por repararnos de miradas de moros, no en la laguna sino por la parte de afuera, en la estrecha ensenada de los Galápagos, con gúmenas a tierra, al resguardo y socaire de sus altísimas murallas y torreones. El imponente aspecto de la ciudad era sólo apariencia, como pude comprobar cuando, mientras nuestro capitán de galera ajustaba el precio de los esclavos, paseé por sus calles apretadas, sin un solo árbol, y por sus murallas, advirtiendo el estado de abandono en que se encontraba todo. Ocho siglos de lucha contra el Islam en dura reconquista morían en aquella mísera frontera. Del oro y la plata de las Indias, allí no llegaba un maravedí. Todo iba a manos de banqueros genoveses, cuando no era capturado por holandeses e ingleses -mala pascua les diese Dios- en los mares de barlovento. Eran Flandes y las Indias las niñas de los ojos reales, y nuestra vieja empresa africana, antaño cara a los Reyes Católicos y al gran emperador Carlos, era desdeñada por nuestro cuarto Felipe y su valido, el conde-duque de Olivares, hasta el punto de que corrían, manuscritos y anónimos, versos satíricos como éstos:

Si Melilla se pierde, ¿qué hay perdido?
¿Y si este mismo riesgo Ceuta llora,
si Orán también, que el Evangelio adora,
al Alcorán se viere reducido?
¿ Qué importa que las playas andaluzas,
de la ley evangélica enemigos
inunden berberiscos tafetanes?
Que resuciten los valientes Muzas,
y faltando Witizas y Rodrigos,
¿qué importa que haya sobra de Julianes?

El caso, con versos o sin ellos, era que las plazas norteafricanas se mantenían de milagro, y más por reputación que por otra cosa; pues, aunque servían para privar a los corsarios de algunos puertos y bases principales, éstos seguían muy a salvo en Argel, Túnez, Salé, Trípoli o Bizerta. Encerrados en estrechos recintos cuyas casamatas y baluartes se desmoronaban por falta de recursos, nuestros soldados -muchos de ellos viejos inválidos que nadie relevaba- y sus familias vivían mal vestidos y peor alimentados, sin un palmo de tierra para cultivar, con lo justo, y a veces ni eso, para reñir, batir y resistir; rodeados de enemigos y con todo socorro de la Península a una jornada de navegación, cuando menos. Y aun lo del socorro no era seguro, pues dependía del estado de la mar y de la diligencia en prepararse todo en España. Así, Melilla, como el resto de nuestras posesiones africanas -incluidas Tánger y Ceuta, que como portuguesas eran españolas-, se veía librada, para su supervivencia, al coraje de su guarnición y a la diplomacia con los moros aledaños, de quienes obtenía, de grado o por la fuerza, los bastimentos necesarios. Mucho de eso advertí, como digo, visitando la ciudad y sus aljibes, de los que dependía allí la vida. Eché un vistazo al hospital, a la iglesia, al túnel de Santa Ana y a la esquina, intramuros, donde los moros de las huertas cercanas venían a vender carne, pescado y verduras: lugar muy animado de día, aunque todos los alarbes dejaban la ciudad antes de que se cerraran las puertas al anochecer, salvo algunos de confianza que podían quedarse y pernoctaban enjaulados en la casa de la morería, bajo vigilancia del alguacil. Eso no llegué a verlo, pues aquella misma noche, para no ser señalada por los alarbes de la costa cercana, la Mulata zarpó de Melilla a la sorda y a fuerza de remo; y luego, aprovechando el terral, nos fuimos rumbo a levante, de manera que el amanecer nos encontró engolfados a la altura de las islas Chafarinas y con medio camino hecho a Orán; donde, a la tarde del día siguiente, avistamos la aguja y dimos fondo sin novedad ni malos encuentros.

Orán era otra cosa, aunque tampoco el paraíso. La ciudad participaba de la ruin condición del resto de plazas españolas en África, mal abastecida y peor comunicada, con sus defensas mermadas por la improvisación y la incuria. Pero en este caso no se trataba de una peña seca y fortificada como Melilla, sino de un verdadero lugar con río, agua abundante y huertas aledañas, amén de una guarnición que, aunque insuficiente -en aquel tiempo había unos mil trescientos soldados con sus familias, además de quinientos vecinos de diversos oficios-, se las arreglaba para defenderse y, llegado el caso, ofendía con desenvoltura. De manera que si las plazas españolas se encontraban casi abandonadas a su suerte, la de Orán, siendo mala, no era de las peores. La prueba era el convoy de bastimentos fondeado en la ensenada del cabo Falcón, puerto de la ciudad, entre el formidable fuerte de Mazalquivir y la punta de la Mona, bajo el castillo de San Gregorio; allí donde nuestra galera mojó ferro entre las naves cuya conserva habíamos abandonado para dar caza al corsario. Ancoramos cerca de tierra, junto a la torre, y con falúas nos llegamos a suelo africano, andando a pie el camino hasta la ciudad, que se alzaba siguiendo la costa a media legua de la playa, en una orilla alta y cortada, de mal puerto -por eso Mazalquivir era el suyo-, caballera sobre el río, con una hermosa vista debida a los huertos, arboledas y molinos a uno y otro lado de éste, que corría entre la ciudad y el fuerte de Rosalcázar.

Llegamos, como digo, satisfechos de estar de nuevo en tierra y con dinero en la bolsa; y aunque Orán no era Nápoles ni de lejos, modo había de alegrarse. No faltaban tabernas llevadas por antiguos soldados, las treguas con los moros abastecían el mercado, y el trigo, paño y pólvora que habíamos traído de la Península alegraban a todo el mundo. Por si fuera poco, la ciudad gozaba de algún lupanar razonable; que, en guarniciones como aquélla, hasta los obispos y teólogos de nuestra Santa Madre Iglesia, tras mucho debatir el asunto, habían concluido, resignados a lo inevitable, que unas cuantas daifas animosas, aparte aliviar de picores a la tropa, salvaguardaban la virtud de doncellas y mujeres casadas, evitaban violaciones y reducían el número de deserciones al campo moro en busca de hembras. Y de eso íbamos hablando soldados y gente de mar apenas desembarcados: de visitar un burdel oranés como primer trámite de aduana o almojarifazgo, cuando, apenas franqueada la puerta de Canastel -de las dos de Orán, la más próxima a la marina-, el capitán Alatriste y yo tuvimos un encuentro inesperado, gratísimo e increíble, que prueba hasta qué punto nos depara sorpresas cada vuelta y revuelta de la vida.

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