Литмир - Электронная Библиотека

Seguía la tormenta silenciosa a lo lejos. El resplandor de los relámpagos quebraba el horizonte gris, con destellos en el agua plomiza y tranquila. En silencio también seguía la boga, aún reposada, con sólo el resollar de la chusma y el tintineo de las cadenas al ritmo de la palamenta. Se remaba a cuarteles, despacio, economizando fuerzas para el tramo final, y ni siquiera el cómitre usaba el silbato. íbamos callados, los ojos en las galeras turcas, cubiertos de hierro y a punto de guerra. Y a la mitad del recorrido, mientras nos desviábamos un poco hacia la zurda, la galera de Malta empezó a adelantarse por nuestra banda diestra. Desde muy cerca la vimos tomar la delantera, mosquetes, arcabuces y picas asomando tras los paveses, los remos entrando y saliendo del agua con ritmo preciso, las velas aferradas en las entenas bajas; y en la popa, donde habían abatido la tienda, frey Fulco Muntaner, su capitán, de pie y bien a la vista, coselete blanco con la sobreveste de tafetán rojo y la cruz, descubierta la cabeza, luenga la barba cana y espada en mano, rodeado por su gente de confianza: frey Juan de Mañas, de la lengua de Aragón e hijo de los condes de Bolea, frey Luciano Cánfora, de la lengua de Italia, y el caballero de caravana Ghislain Barrois, de la lengua de Provenza. A su paso, casi rozando nuestros remos y los suyos, el capitán Urdemalas saludó quitándose el sombrero. «Buena suerte», voceó. A lo que el viejo corsario de la Religión, tranquilo como si fuese a puerto y señalando displicente las ocho galeras turcas, se encogió de hombros mientras respondía, con su fuerte acento mallorquín: «Es poca ropa». Cuando la Cruz de Rodas nos rebasó del todo, tomando la cabeza de la línea, siguió la Caridad Negra al mismo ritmo de boga, el estandarte con las armas reales agitándose débilmente a popa, pues la única brisa era la que movía la nave en su remada. Así vimos adelantarnos a los vizcaínos que nos precederían en el ataque, saludándolos con manos, sombreros y cascos en alto. Iban el capitán Machín de Gorostiola y los suyos hoscos y callados, humeando mosquetes y arcabuces de proa a popa, y don Agustín Pimentel muy tieso y gallardo en la carroza, revestido con una armadura milanesa de mucho precio, un puño en el pomo de la espada y el morrión en manos de un paje, con la compostura que correspondía a su grado, a la nación, al rey y al Dios en cuyo nombre nos iban a hacer pedazos.

– Que la Virgen los ayude -murmuró alguien cerca.

– Que nos ayude a todos -dijo otro.

Ya remaban las tres galeras en fila, muy juntas, a espolón con fanal una de otra, mientras seguían flameando los relámpagos silenciosos sobre el mar quieto y plomizo. Yo estaba en mi puesto, entre el moro Gurriato y el encargado de manejar un pedrero de borda, que tenía en una mano el botafuego humeante y en la otra desgranaba las cuentas de un rosario mientras movía los labios. Quise tragar saliva, pero no tuve. El sorbo de arraquín y el vino aguado se me habían secado hacía rato en la garganta.

– ¡Apretad la boga! -ordenó el capitán Urdemalas.

Decirlo, y pitar el cómitre, y restallar corbacho en espaldas de galeotes, todo fue uno. Intentando disimular la tensión de mis dedos, ceñí el pañuelo en torno a mi cabeza y me puse el capacete de acero, sujetándolo con el barbuquejo. Comprobé que podía soltar con facilidad las correas del peto en caso de caer al mar. Mis alpargatas con suela de esparto estaban bien anudadas en los tobillos, tenía en las manos el asta de media pica afilada como navaja, con el tercio superior ensebado, y al cinto mi espada del perrillo y la daga vizcaína. Respiré hondo varias veces. No había más que pedir, excepto que notaba en el estómago un hueco de a palmo. Desabrochándome los calzones, aunque con pocas ganas, oriné en el bacalar sin reparo de nadie, entre los remos que se movían acompasados, y casi todos los que estaban cerca me imitaron en el jarear. Eramos gente acuchillada.

– ¡Todos al remo!… ¡Ahora! ¡Boga larga!

Sonó un cañonazo a proa y nos empinamos sobre las puntas de los pies para ver mejor. Las galeras turcas, cada vez más cerca y hasta entonces quietas, empezaban a moverse, hormigueando de turbantes, bonetes rojos, altos gorros jenízaros, almaizares, marlotas y jaiques de colores. Una nubecilla de humo blanco se elevó de la proa de la más próxima. Tras el estampido, su silencio se quebró con rebato de pífanos, chirimías y añafiles, y de las embarcaciones otomanas se elevaron los tres grandes gritos o voces con que esa gente suele animarse al degüello. Como respuesta, de la Cruz de Rodas llegaron tres secos cornetazos, seguidos por redoble de cajas y los gritos: «¡San Juan, San Juan!» y «¡Acordaos de San Telmo!».

– Allá va la Religión -dijo un soldado viejo.

Un rosario de fogonazos y saetas surgió de las galeras turcas: cañones y moyanas de proa empezaban a disparar sobre la de Malta, con balas sueltas que venían hacia nosotros y pasaban sobre nuestras cabezas. A lo largo de la crujía, cómitre, sotacómitre y alguacil corrían de proa a popa, desollando chusma a corbachazos.

– ¡Boga arrancada! -aulló el capitán Urdemalas-. ¡Remad a muerte, hijos!

El humo crecía por momentos mientras se multiplicaban los escopetazos y las flechas turcas cruzaban el aire zumbando en todas direcciones. Las naves enemigas cerraban sobre nuestra cabeza de fila, seguros ya sus arraeces de la intentona. Y así vimos cómo la Cruz de Rodas penetraba impávida en la humareda, embistiendo entre las dos galeras más próximas, con tal decisión que oímos el crujido de tablazón y remos al romperse. La siguió nuestra capitana desviándose a la banda siniestra -oíamos delante a Machín de Gorostiola y sus vizcaínos vocear «¡Santiago! ¡Ekin, ekin! ¡España y Santiago!»- y la Mulata le fue detrás, entre el estruendo del combate y el griterío de los hombres que luchaban por sus vidas.

El silbato del cómitre nos martirizaba los oídos, al tiempo que el látigo desollaba las espaldas de la chusma y la galera volaba sobre el mar; pues ese pitido intermitente, rápido, marcaba la distancia que nos separaba de la muerte o el cautiverio. Todavía incrédulos por nuestra momentánea buena suerte, mirábamos las galeras que nos daban caza: habíamos cruzado la línea turca, aunque la distancia con nuestras perseguidoras fuese mínima. Seguía quieta como aceite la mar plomiza, y los relámpagos silenciosos de tormenta quedaban a poniente: no soplaría ningún viento salvador. La Caridad Negra, que había pasado antes que nosotros, también bogaba desesperadamente a proa y hacia la banda diestra de la Mulata, queriendo distanciarse de las cinco galeras turcas que nos venían a la zaga. Atrás, aún a la distancia de un tiro de moyana, inmóvil y trabada con tres galeras que había atraído sobre sí, la capitana de Malta peleaba feroz, envuelta en humo y llamas, y hasta nosotros llegaban, lejanos, los gritos de «¡San Juan, San Juan!» entre el estrépito de su combate sin esperanza.

Había sido un milagro, aunque de limitados alcances. Después de que la Cruz de Rodas embistiese la línea turca, y al momento se viera trabada en ella, la Caridad Negra aprovechó el espacio dejado por la maniobra para atravesar la formación turca, no sin encajar gentil cañoneo de artillería que le desarboló el trinquete, ni sin romper parte de su palamenta pasando entre la capitana de Malta y la más próxima nave enemiga. Eso tuvo para nosotros, pegados a su popa, la ventaja de que los cañones enemigos habían disparado cuando nos llegó el turno, por lo que cruzamos sufriendo sólo saetazos y escopetería. Lo hicimos con los remos de la banda diestra tocando los de la Cruz de Rodas, que, enclavijada sin remedio con las galeras turcas mientras otras se acercaban a toda boga, sufría tres abordajes simultáneos, dos por una banda y otro por la proa. Estábamos demasiado ocupados para apreciar su sacrificio -en la carroza anegada de turcos vimos pelear cuerpo a cuerpo al capitán Muntaner y a sus caballeros, vendiéndose caros-, porque teníamos los cinco sentidos en esquivar una galera turca que nos entraba por la zurda. Todo era un pandemónium de disparos, saetas que pasaban y se clavaban en los paveses, en los árboles o en la carne, voces y maldiciones; y cuando nuestro timonero, con el capitán Urdemalas gritándole órdenes en la oreja misma -parecía diablo en los autos del Corpus-, metía la caña a una banda para no dar en la Caridad Negra, que guiñaba arrastrando por el agua la entena de su árbol tronchado, la galera enemiga nos alcanzó con su espolón casi hasta los bancos de popa. Saltaron hechos pedazos tres o cuatro remos, entre algarabía de gritos turcos, lamentos de galeotes y los Santiagos de quienes acudíamos a repeler el abordaje. El contacto duró un instante, mas bastó para que una manga de jenízaros vociferantes viniera con mucho coraje y osadía. Nuestras medias picas, arcabuces, mosquetes y pedreros dieron cuenta de ellos, desde las gatas arrojaron los grumetes alcancías de fuego y frascos de alquitrán, y la rociada barrió su tamboreta, obligándolos a replegarse mientras seguíamos camino sin otro daño.

– ¡Venga, hijos! -aullaba el capitán Urdemalas-… ¡Casi lo hemos hecho! ¡Venga!

Nuestro capitán de mar y guerra pecaba de optimista; pero, dadas las circunstancias, era deber de su oficio: animar la boga de la chusma que, azotada hasta la carne viva, se dejaba el ánima en los remos.

– ¡Alguacil!… ¡Otro sorbo de arraquín a la gente!… ¡Bogad! ¡Bogad, juro a mí!

Ni el fuerte licor turco podía hacer milagros. Los galeotes, enloquecidos por el esfuerzo, torturados por el corbacho que restallaba sobre sus espaldas cubiertas de sudor, de cardenales y de sangre, estaban al límite del esfuerzo. La galera volaba, como dije; pero también lo hacían las cinco turcas que llevábamos pegadas al fanal, cuyos cañones enviaban de vez en cuando una bala que impactaba con crujido de tablas rotas y gritos de dolor, o pasaba, rasgando el aire cual si fuera lienzo, para perderse en el mar, levantando una columna de espuma por nuestra proa.

– ¡ La Caridad se queda atrás!

Nos agolpamos en la banda diestra para ver qué ocurría, y un clamor desolado corrió la nave. Maltrecha por el cruce de la línea turca, con muchos remos rotos y demasiada chusma muerta, herida o exhausta, la capitana perdía ritmo de boga mientras la adelantábamos poco a poco. En breve espacio había pasado de hallarse a tiro de pistola en nuestra proa a estar casi por el través. Veíamos en su carroza a don Agustín Pimentel, a Machín de Gorostiola y a los otros oficiales mirando desesperados atrás, hacia las galeras turcas que acortaban trecho en cada remada. La palamenta de la Caridad Negra entraba y salía del agua fuera de compás, trabándose a veces un remo con otro, y varios de éstos se veían quietos, arrastrando por el agua. También observamos que algunos cadáveres de galeotes, sueltos los grilletes, eran arrojados al mar.

42
{"b":"81631","o":1}