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Salimos sin que nos inquietaran, lo que pese a todo me sorprendió, aunque el silencio podía cortarse con navaja. Arriba de la escalera cogimos nuestras espadas y dagas, dimos una moneda al mozo y salimos a la plaza del Olmo mirando por encima del hombro, pues sentíamos pasos detrás. La aurora de rosáceos dedos despuntaba, con todas sus metáforas, tras la montaña coronada por el castillo de San Martín, e iluminó nuestros rostros demacrados y soñolientos, de perdularios tras una noche de harto vino, harta música y harto darle a la descuadernada. Jaime Correas, que no había crecido mucho en estatura desde Flandes, pero sí en anchura de hombros y en catadura soldadesca -ahora llevaba una barbita casi espesa, prematura, y una tizona tan larga que arrastraba la punta por el suelo-, señaló con un movimiento de cabeza al tahúr y a tres de sus consortes, que venían detrás, preguntándome por lo bajini si echábamos a correr o desnudábamos temerarias. Lo cierto es que lo noté más partidario de calcorrear que de otra cosa. Eso me desalentó, pues tampoco yo andaba con el pulso fino para compases de esgrima. Aparte que, según las premáticas del virrey, andar a mojadas en plena calle y a la luz del día era viático infalible para la cárcel de Santiago, si eras soldado español, y para la de Vicaría, si italiano. Y allí estaba yo, en fin, con el fullero florentín y sus secuaces pegados a la chepa, dudando, como miles gloriosus que era, entre la táctica del rebato sus y a ellos, en plan cierra España, o la de la velocísima liebre -que el valor no ofusca lo prudente-, cuando a Correas y a mí se nos apareció la Virgen. O, para ser más exactos, se nos apareció en forma de piquete de soldados españoles que venía de hacer el relevo en la garita del muelle picólo y embocaba la calle de la Aduana. De manera que, sin dudarlo un instante, nos acogimos a la patria mientras los malandrines, frustrado el intento, se mantenían quietos en su esquina. Mirándonos mucho, eso sí, para quedarse con nuestras señas y caras.

Yo adoraba Nápoles. Y todavía, cuando echo la vista atrás, el recuerdo de mis años mozos en aquella ciudad, que era un mundo abreviado, grande como Sevilla y hermosa como el paraíso, me arranca una sonrisa de placer y nostalgia. Imagínenme joven, gallardo y español, bajo las banderas de la famosa infantería cuya nación era mayor potencia y azote del orbe, en tierra deliciosa como aquélla: Madono, porta manjar. Bisoño presuto e vino, presto. Bongiorno, bela siñorina . Añadan a eso que en toda Italia, salvo en Sicilia, las mujeres iban de día sin manto por la calle, en cuerpo y mostrando el tobillo, el cabello en redecilla o con mantilla o pañuelo ligero de seda. Además, a diferencia de los mezquinos franceses, los sórdidos ingleses o los brutales tudescos, los españoles aún teníamos buen cartel en Italia; pues aunque arrogantes y fanfarrones, también se nos conceptuaba de disciplinados, valientes y escotados de bolsa. Y pese a nuestra natural ferocidad -de la que daban fe los mismos papas de Roma- en aquel tiempo solíamos entendernos de maravilla con la gente italiana. Sobre todo en Nápoles y Sicilia, donde se hablaba la parla castellana con facilidad. Muchos eran los tercios de italianos -los habíamos tenido con nosotros en Breda- que derramaban su sangre bajo nuestras banderas, y a quienes su gente e historiadores nunca consideraron traidores, sino servidores fieles de su patria. Fue más adelante cuando, en vez de capitanes y soldados que tuvieran a raya a franceses y turcos, llovieron de España recaudadores, magistrados, escribanos y sanguijuelas sin recato, y las grandes hazañas dieron paso a la dominación sin escrúpulos, los andrajos, el bandidaje y la miseria, que abonarían disturbios y sublevaciones sangrientas como la del año cuarenta y siete, con Masaniello.

Pero volvamos al Nápoles de mi juventud. Que como dije, próspero y fascinante, era escenario perfecto de mi mocedad. Y añádanle, como dije, la agitada compañía del camarada Jaime Correas; pues hasta conventos rondábamos en plan galanes de monjas, aparte viernes y sábados campando de garulla en la marina, baños nocturnos en el muelle los días de calor, o rondas a cuanta reja, balcón o celosía con unos ojos de mujer detrás se nos ponía a tiro, sin perdonar ramo de taberna -en Italia eran de laurel-, muestra de garito ni puerta de mancebía. Aunque en estas últimas me condujese tan comedido como arrojado mi camarada; pues, por reparo de las enfermedades que mochan parejo salud y bolsa, mientras Jaime iba y venía con cuanta acechona le espetaba ojos lindos tienes, yo solía quedar aparte, bebiendo tazas de lo fino y en educada conversación, limitándome a escaramuzas periféricas, gratas y sin mucho riesgo. Y como, merced al capitán Alatriste, mi crianza era de garzón discreto y liberal de bolsa, y más estimado es reloj que da la hora que el que la señala, nunca tuve mala ejecutoria en los ventorros elegantes de la playa de Chiaia, en las manflas de la vía Catalana o en las ermitas del Mandaracho o del Chorrillo: las daifas me querían bien, conmovidas por mi discreción y juventud, y hasta alguna me planchaba -y almidonaba- vueltas, valonas y camisas. También la amontonada valentía que frecuentaba tales pastos solía tratarme de voacé y buen camarada; aparte que, como consta a vuestras mercedes, y gracias a la experiencia junto al capitán, yo tenía oficio en lo de meter mano y desatar la sierpe, siendo vivo de espada, rápido de daga y ligero de pies. Cosas que, junto con monedas para gastar, siempre dan buena reputación entre Sacabuches, Ganchosos, Maniferros, Escarramanes y otra gente del araño.

– Tienes una carta -dijo el capitán Alatriste.

Por la mañana, al salir de guardia en Castilnuovo, había pasado por la posta de la garita de Don Francisco, recogiendo el pliego doblado y lacrado que, con mi nombre en el sobrescrito, estaba ahora sobre la mesa de nuestra habitación de la posada de Ana de Osorio, en el cuartel español. El capitán me miraba sin más palabras, de pie junto a la ventana que le iluminaba en contraluz medio rostro y el extremo del mostacho. Me acerqué despacio, como a territorio enemigo, reconociendo la letra. Y voto a Dios que, pese al tiempo transcurrido, a la distancia, a mis años, a las cosas que habían pasado desde aquella noche intensa y terrible de El Escorial, la cicatriz de la espalda se me contrajo casi imperceptiblemente, cual si acabara de sentir en ella unos labios cálidos tras el frío de un acero, y mi corazón se detuvo antes de latir de nuevo, fuerte y sin compás. Al fin alargué la mano para tomar la carta, y entonces el capitán me miró a los ojos. Parecía a punto de decir algo; pero en vez de eso, transcurrido un instante, cogió sombrero y talabarte, pasó por mi lado y me dejó solo en el cuarto.

Señor don Íñigo Balboa Aguirre

Bandera del capitán don Justino Armenta de Medrano

Posta militar del Tercio de infantería de Nápoles

Señor soldado:

No ha sido fácil dar con vuestro paradero, aunque, pese a hallarme lejos de España, mis parientes y conocidos mantienen comunicación constante con cuanto allí ocurre. He sabido así de vuestras andanzas de vuelta a lo militar en compañía de ese capitán Batistre, o Eltriste, comprobando que, no ahito con la antigua experiencia de degollar herejes en Flandes, dedicáis ahora vuestros ímpetus al Turco, siempre en sostén de nuestra universal monarquía de la verdadera religión, detalle que os honra como valiente esforzado caballero.

Si consideráis mi vida aquí como un destierro, erraréis el cálculo. Nueva España es un mundo nuevo y apasionante, lleno de posibilidades, y los apellidos y relaciones de mi tío don Luis son tan útiles aquí como en la Corte, e incluso más, por lo espaciado de la comunicación con ésta. Baste deciros que su posición no sólo no ha sufrido menoscabo, sino que se acrecienta en seguridad y fortuna pese a los falsos argumentos que le levantaron el año pasado, relacionándolo con el incidente de El Escorial. Tengo esperanzas de verlo pronto rehabilitado ante el rey nuestro señor, pues conserva en la Corte buenos amigos y deudos que lo favorecen. Hay además con qué alentarlos, pues aquí sobra pólvora para la contramina, como diríais en vuestra jerga de soldadote. En Taxco, donde vivo, producimos la mejor y más gentil plata del mundo, y buena parte de la que llevan las flotas a Cádiz y España pasa por manos de mi tío, lo que viene a ser por las mías. Como diría fray Emilio Bocanegra, ese santo hombre de Dios al que recordaréis, sin duda, con el mismo afecto que yo, los caminos de Dios son inescrutables, y más en nuestra católica patria, baluarte de la fe de tantas y acrisoladas virtudes.

En lo que se refiere a vuestra merced y a mí, han pasado mucho tiempo y muchas cosas desde nuestro último encuentro, del que recuerdo cada momento y cada detalle como espero lo recordaréis vos. He crecido por dentro y por fuera, y deseo contrastar de cerca tales cambios; así que confío sobremanera en encontraros cara a cara en día no lejano, cuando este tiempo de inconvenientes, viajes y distancias sólo sea memoria. Aunque y a me conocéis: sé esperar. Mientras tanto, si aún albergáis hacia mí los sentimientos que os conocí, exijo una carta inmediata de vuestro puño y letra asegurándome que el tiempo, la distancia y las mujeres de Italia o Levante no os han borrado la huella de mis manos, mis labios y mi puñal. De lo contrario, maldito seáis, porque os desearé los peores males del mundo, cadenas en Argel, remo de galeote y empalamientos turcos incluidos. Pero si permanecéis fiel a la que se alegra de no haberos matado todavía, juro recompensaros con tormentos y felicidad que no imagináis siquiera.

Como podéis ver, creo que aún os amo. Pero no tengáis certeza de eso, ni de nada. Sólo podréis comprobarlo cuando estemos de nuevo cara a cara, mirándonos a los ojos. Hasta entonces, manteneos vivo sin mutilaciones enojosas. Tengo interesantes planes para vos.

Buena suerte, soldado. Y cuando asaltéis la próxima galera turca, gritad mi nombre. Me gusta sentirme en la boca de un hombre valiente.

Vuestra

Angélica de Alquézar

Tras dudarlo un momento, bajé a la calle. Encontré al capitán sentado en la puerta de la posada, desabrochado el jubón, puestos sombrero, espada y daga sobre un taburete, viendo pasar a la gente. Yo tenía la carta en la mano y se la mostré con nobleza, pero él no quiso mirarla. Se limitó a mover un poco la cabeza.

– El apellido Alquézar nos trae mala suerte -dijo.

– Ella es asunto mío -respondí.

Lo vi negar de nuevo, el aire ausente. Parecía pensar en cualquier otra cosa. Mantenía los ojos fijos en el cruce de nuestra calle -la posada estaba en la cuesta de los Tres Reyes-con la de San Mateo, donde unas mulas sujetas a argollas de la pared estercolaban de cagajones el suelo, entre una covacha donde se vendía carbón, picón y astillas, y una grasería llena de manojos e hileras de velas de sebo. El sol estaba alto, y la ropa tendida de ventana a ventana, que goteaba sobre nuestras cabezas, alternaba rectángulos de luz y sombra en el suelo.

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