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Entonces fui imprudente. Yo no era mozo descreído, pero sí sobrio en cuestiones de fe, como me había enseñado a ser el capitán Alatriste. Y con la insolencia de mi juventud no pude evitar una sonrisa cuando vi que uno de los venecianos mostraba a sus compañeros, muy satisfecho, una de tales piedras engarzada en un cordón; con tan mala fortuna que advirtió mi gesto, mortificándose. No debía de ser hombre sufrido, pues torciendo la boca se me encaró con mal talante, viniéndose a mí con una mano apoyada en el pomo de la temeraria y sus compañeros haciéndole espaldas.

– Discúlpate -me aconsejó entre dientes el capitán Alatriste.

Lo miré de reojo, asombrado de su tono áspero y de que me hiciese tragar el desafuero; aunque, reflexionando en frío, concluí que tenía razón. No por miedo a las consecuencias -aunque eran seis, y nosotros tres-, sino porque el filo de las avemarías resultaba hora menguada para meterse en querella, y porque tener cuestión con venecianos, y en Malta, podía traer consecuencias. Las relaciones entre nosotros y la Serenísima de San Marcos no eran buenas, los incidentes en el Adriático por cuestiones de preeminencia y soberanía resultaban frecuentes, y cualquier chispa quemaba pólvora. De modo que, tragándome el orgullo, sonreí forzado al veneciano para quitarle hierro al asunto, diciendo, en la lengua franca que usábamos los españoles por aquellos mares y tierras, algo así como mi escusi, siñore, no era cuesto con voi. Pero el veneciano no amainó vela, sino al contrario. Envalentonado por lo que creyó mansedumbre, y por la diferencia numérica, se echó el pelo hacia atrás -lo llevaba largo como columpio de liendres, a diferencia de los españoles, que lo usábamos corto desde tiempos del emperador Carlos- y me maltrató de palabra con mucha bellaquería, llamándome ladrón ponentino, cosa que escuece a cualquiera, y más a un guipuzcoano. Y ya iba a ponerme en pie, desatinado, metiendo mano para desatar la sierpe, cuando el capitán, que seguía impasible, me sujetó por un brazo.

– El mozo es joven y no conoce las costumbres -dijo en castellano y con mucha calma, mirando al veneciano a los ojos-. Pero con mucho gusto pagará a vuestra merced una jarra de vino.

Por segunda vez, el otro interpretó mal la cosa. Pues, creyendo que también mis dos acompañantes se arrugaban, y crecido por la presencia de los suyos, hizo como que no había oído las palabras del capitán; y sin renunciar a su presa, que era yo, afirmóse en los estribos, soltando con mucha demasía:

– Xende, españuolo marrano, ca te volio amazar.

Y seguía manoseando la empuñadura de su espada. Con lo cual, sin alterarse, el capitán Alatriste retiró la mano de mi brazo. Luego, mientras se pasaba dos dedos por el mostacho, miró a Copons. Y éste, que había permanecido, como solía, mudo y sin perder de vista a los camaradas del fanfarrón, se puso despacio en pie.

– Pantalones come-hígados -masculló. -¿Qué cosa diche ? -preguntó el veneciano, descompuesto. -Dice -respondió el capitán, levantándose a su vez- que vas a amazar a la señora putaña que te parió.

Y así fue -tienen vuestras mercedes mi palabra- como se inició el incidente entre españoles y venecianos que la historia de Malta y las relaciones de aquellos años recuerdan como el motín de Birgu, o del Burgo; sobre el que, para escribir por menudo los sucesos, no habría suficiente papel en Génova. Porque apenas dicho eso, el capitán metió mano, y metimos Copons y yo con tanta diligencia que, aunque el veneciano tenía el puño en la espada y sus compañeros andaban prevenidos, el pantalón come-hígados, como lo había llamado Copons, se fue para atrás dando saltos, con una mejilla cortada por la daga que, como un relámpago, saltó de la vaina a la mano izquierda del capitán, y con ella a la cara del veneciano. Y en menos tiempo del que tardo en contarlo, el que estaba más cerca de Copons viose con el molledo de un brazo trinchado por la espada del aragonés, mientras yo, ligero de pies, le daba de punta a un tercero; y aunque éste se echó a un lado, no pudo esquivar un buen piquete que, pese a darle sobre el coleto sin hacer carne, lo hizo irse lejos y en respeto.

A partir de ahí empezaron a desaforarse las cosas. Porque en ese momento, salido de no sé dónde, apareció el moro Gurriato -luego supe que nos esperó todo el día sentado a la sombra, desde que subimos al bote para ir a la ciudad nueva-, y yéndose al veneciano que vio más cerca, lo tajó sin decir esta boca es mía con un jiferazo en los riñones. Entonces, como el bodegoncillo estaba en el arranque de la calle que sube de la explanada de la marina hasta la iglesia que hay cerca del foso de San Ángel, lugar en extremo concurrido, y además era la hora de recogerse a las naves acostadas allí o fondeadas cerca, aquello hormigueaba de soldados y marineros. Por lo que a gritos de los heridos y de sus acompañantes, que habían desenvainado pero no osaban acercársenos, acudieron más venecianos, apretándonos con no poco peligro. Y pese a que hicimos rueda a manera de tercio viejo, cubiertos con taburetes y tapas de tinaja a modo de rodelas y dándoles como diablos estocadas y tajos, habríamos acabado de mala manera si muchos camaradas de la Mulata, que también esperaban el momento de embarcar, no desnudaran temerarias, poniéndose a nuestro lado sin preguntar el motivo de la querella. Que al no ser la gente de galeras muy de llevarse bien con la Justicia, era costumbre acudir en socorro de los compañones, hoy por ti y mañana por mí, con razón o sin ella, lo mismo contra alguaciles y corchetes que contra naturales o extranjeros; siendo punto de honra amparar a todo soldado, marinero o galeote que tras cualquier tropelía se refugiase a bordo, cual si a iglesia se llamara, no respondiendo éste sino ante su capitán de mar y guerra.

Y claro. En vista de la clase de gente que alistábamos a bordo -lo mejor de cada casa, como quien dice-, en un suspiro el Burgo fue Troya. Entre el barullo y los gritos de taberneros y comerciantes que veían sus muebles y mercancías tirados por el suelo, revuelo de curiosos y alborozo de chiquillos, terminamos viniendo a las manos medio centenar de venecianos y otros tantos españoles. De tal modo se desbordó la algarada, que vino a reforzarla gente de uno y otro bando; pues, enterados de la refriega, muchos desembarcaron espada en mano, y hasta mosquetazos hubo desde alguna nave. Pero como los españoles éramos apreciados en Malta, siendo los de la Serenísima, por su carácter codicioso, artero y despectivo -sin contar sus connivencias con el Turco-, odiados hasta por los italianos mismos, no pocos malteses se unieron al tumulto, atacando con palos y piedras a los venecianos, dando con algunos en el agua y teniendo que arrojarse muchos a ella para escapar. Con el resultado de muertes y descalabros, pues en toda la ciudad vieja, y ya sin conocerse el motivo original de la querella, se desencadenó la caza de cuanto oliese a Venecia, corriéndose la voz -argumento siempre eficaz en tales motines- de que varios de esa nación habían ofendido la honestidad de ciertas mujeres. Y así fueron saqueadas por el populacho tiendas de venecianos y se ajustaron cuentas pendientes, en jornada que su compatriota el cronista Julio Bragadino, pese a barrer para casa, resumió con propiedad diecisiete años más tarde:

Quedaron muy maltratados toda la noche los súbditos de la Serenísima con quebranto de sus personas y bienes (…) Fue necesaria la autoridad del gran maestre de Malta y los capitanes de galeras y baxeles para que sosegaran los ánimos, ordenando en evitación de mayores hechos recogerse la gente de cabo y guerra en unas y otras naves, con pena de vida para quien fuese a la ciudad (…) Indagados los responsables del tumulto, no se hubieron éstos, pues sospechándose a los españoles culpables de incitar el daño, echóse tierra por no removerlo.

Aun así, cuando a la mañana siguiente se hizo muestra de soldados y marineros en la Mulata, nadie nos libró de una descomunal bronca del capitán Urdemalas, que la espetó -aunque algunos juraban sentirlo reír para sus adentros- muy a sus anchas y dando zancadas de proa a popa, con todos formados en los corredores de las bandas, obligándonos a estar revestidos de peto fuerte, que pesaba treinta libras, y morrión en la cabeza, que pesaba otras treinta, para mortificarnos bien, pues tanto acero quemaba bajo la solana del puerto, donde nos tuvo buen rato tras abatir la tienda de lona de la galera, pese a que caía plomo fundido y no soplaba brizna de brisa. Y era espectáculo digno de pintarse el de todas aquellas caras patibularias, contritas, sudando a chorros y con la mirada en las alpargatas -no era modestia, sino prudencia- cuando Urdemalas pasaba fulminándonos uno tras otro. Vuestras mercedes son unos animales, decía bien alto para que se oyera desde el Burgo. Unos delincuentes matasietes que me van a buscar la ruina; pero antes de que eso ocurra los ahorcaré a todos, a fe mía y por el siglo del que se pudre, como no me berree alguien quién empezó la sarracina. Cagoenmismuelas y en las lámparas de Peñaflor. Y juro a mí, y a Satanás, y a la madre que me engendró, que a doce cuelgo hoy de una entena. Todo eso decía a gritos y muy engallado nuestro capitán de mar y guerra, sin cortarse un pelo de la barba, de manera que su vozarrón resonaba en el puerto hasta las murallas. Mas, como iba de oficio y el propio Urdemalas esperaba de nosotros, callábamos todos igual que en el potro, dándonos de ojo mientras sosteníamos a pie firme la escopetada. Sabiendo que tarde o temprano escamparía. Y era cosa de vernos allí formados, muchos con cardenales y moratones, unos con tafetanes, parches y vendas, el de acá con el brazo en cabestrillo y el de allá con un ojo a la funerala. Que más que de estirar las piernas por Malta, francos de servicio, parecíamos venir de abordar una galera turca.

Disparado el tiro de leva un día más tarde, aunque ya no se permitió bajar a nadie a tierra, zarpamos ferro sin más incidentes, tomando la vuelta del griego para bordear Sicilia hasta Mesina. La mitad del camino se hizo con buen tiempo y la chusma regalada, pues el viento era próspero y apenas hubo boga. Fue aquella misma noche, mientras divisábamos por el través siniestro, lejana, una luz que podía ser tanto el cabo Pájaro como la linterna de Zaragoza -que los sicilianos llaman Siracusa-, cuando tuve parla con el moro Gurriato. Las dos velas crujían en sus árboles, y galeotes, soldados y gente de cabo, excepto quienes estaban de guardia, dormían a pierna suelta sobre remiches, bancos y ballesteras con el habitual rumor de ronquidos, gruñidos, regüeldos y otros ruidos nocturnos que ahorro a vuestras mercedes. Me dolía la cabeza, sin poder conciliar el sueño; de modo que, levantándome con cuidado de no molestar a nadie, anduve pisando curianas por el corredor de la banda diestra hacia popa, en la esperanza de que la brisa nocturna me aliviara algo; y a la altura del banco del espalder di con una silueta familiar, recortada en la claridad del fanal encendido en el coronamiento, que iluminaba un poco la espalda de la galera. El moro Gurriato estaba apoyado en la batayola, contemplando el mar oscuro y las estrellas que el cortinaje de las velas cubría y descubría con el balanceo de la nave. El tampoco podía dormir, dijo en respuesta a mi pregunta. No había navegado nunca antes de embarcarse con nosotros en Orán, todo le parecía nuevo y extraño, y cuando no iba al remo pasaba muchas noches así, los ojos bien abiertos. Milagro le parecía que algo tan grande, pesado y complejo pudiera moverse con seguridad por el mar en tinieblas. Queriendo averiguar el secreto, permanecía atento al movimiento de la galera, a cualquier lucecita que despuntase en el horizonte, al rumor del agua invisible que destellaba fosforescente en el costado de la embarcación. Sonaba a palabras mágicas, añadió, como ensalmo u oración, lo que cada media hora canturreaba la voz monótona del marinero que, de guardia junto al escandelar donde estaba la aguja, daba vuelta a la ampolleta de arena:

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