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La precaución fue innecesaria: nadie echó de menos a los dos maltrapillos -luego supimos que eran escoria fanfarrona de mala casta y sin amigos, que a nadie importaba-, anotados sin más averiguación en la lista general de bajas. En cuanto al regreso, fue duro y peligroso, pero triunfal. Por el camino de Tremecén a Orán, bajo un sol vertical que limitaba nuestras sombras a un pequeño trazo bajo los pies, se extendía la larga columna de soldados, cautivos, despojos y ganado, marchando las bestias, que eran ovejas, cabras y vacas y algún camello, en la vanguardia, al cuidado de mogataces y moros de Ifre. Antes de abandonar Uad Berruch, por cierto, habíamos tenido un momento de mucha tensión, cuando el lengua Cansino, tras interrogar a los prisioneros, se quedó un rato callado, vuelto a un lado y a otro, y luego, tartamudeando, puso en conocimiento del sargento mayor Biscarrués que el sitio atacado no era el que se debía atacar, y que los guías mogataces se habían equivocado -o errado a propósito-, llevándonos hasta un aduar de moros de paz que pagaban puntualmente su garrama. De los que habíamos matado nada menos que a treinta y seis. Y juro a vuestras mercedes que nunca he visto a nadie montar en cólera como entonces vi al sargento mayor, rojo como la grana y con las venas del cuello y la frente a punto de reventar, jurando que haría ahorcar a los guías, a sus antepasados y a la puta amancebada con un cerdo que los parió. Pero sólo fue un pronto. Aquello ya no tenía remedio; así que, hombre práctico y militar al fin, hecho a todo troche y todo moche, don Lorenzo Biscarrués acabó calmándose. Moros de paz o moros de guerra, concluyó, su buen dinero valían vendidos en Orán. Ahora eran moros de guerra, y no había más que hablar.

– A lo hecho, pecho -dijo, zanjando el asunto-. Ya afinaremos más otro día… Punto en boca, y al que se vaya de la lengua, por Cristo vivo que se la arranco.

Y así, tras curar a los heridos y echar un bocado -pan cocido bajo ceniza, unos dátiles y leche aceda que encontramos en el aduar-, caminamos ligeros, arcabuces listos y ojo avizor, dispuestos a ponernos en cobro antes de la noche. Y de ese modo íbamos como dije, recelosos y barba sobre el hombro: el ganado en vanguardia, seguido por el grueso de tropa, el bagaje y luego los cautivos, que sumaban doscientos cuarenta y ocho entre hombres, mujeres y niños que podían andar, todos en el centro y bien custodiados. Otra tropa escogida de picas y arcabuces cerraba la marcha, mientras la caballería exploraba por delante y protegía los flancos, en previsión de que partidas de moros hostiles pretendieran ofendernos la retirada o privarnos del agua. Se dieron, en efecto, algunos rebatos y escaramuzas de poca importancia; y antes de llegar al pozo que llamaban del Morabito, donde había mucha palmera y algarrobo, los alarbes, de los que buen número nos pisaba la huella en busca de rezagados o de ocasión, quisieron estorbarnos el agua con una acometida seria: un centenar de jinetes que entre gritos y osadía, insultándonos con las obscenidades que ellos suelen, se arrimaron a la retaguardia, dándonos allí algazara; pero cuando nuestros arcabuceros calaron cuerdas y les dieron una linda rociada, tornaron las espaldas dejando alguna gente en el campo, y no hubo más. íbamos gozosos con la victoria y el botín, con prisa por llegar a Orán para cobrarlo; y no pude evitar que acudiesen a mis labios mozos, canturreados entre dientes, unos conocidos versos:

Son los usos de aquel tiempo
caballeresco y feroz,
cuando acuchillando moros
se glorificaba a Dios.

Sin embargo, dos episodios habían de oscurecer mi satisfacción durante la retirada de Uad Berruch. Uno fue el de un recién nacido que se estaba muriendo en brazos de su madre, sin que resultara ajena a ello la aspereza del camino; y advertido eso por el capellán fray Tomás Rebollo, que nos acompañaba en la cabalgada haciendo su oficio, apeló al sargento mayor, alegando que en la criatura moribunda cesaba el derecho de patria potestad de la madre, por lo que lícitamente se la podía bautizar contra la voluntad de ésta. Como no había junta de teólogos a mano para evacuar consulta, don Lorenzo Biscarrués, que tenía otras preocupaciones, respondió al fraile que hiciese lo que estimara oportuno; y éste, pese a las protestas y gritos de la madre, le arrebató al chiquillo y diole al punto, con unas gotas de agua, óleos y sal, el santo bautismo. Murió a poco rato la criatura y felicitóse mucho el capellán de que, en día como aquél, donde tantos enemigos del nombre de Dios se habían condenado dentro de la perniciosa secta de Mahoma, un ángel hubiera sido enviado al Cielo para mayor conocimiento de sus secretos juicios y confusión de sus enemigos, etcétera. Después supimos que la marquesa de Velada, mujer del gobernador, muy piadosa, limosnera, de rosario largo y comunión diaria, alabó en extremo la decisión de fray Tomás, mandando buscar a la madre para consolarla y convencerla con santas razones de que se reuniera algún día con su hijo, convirtiéndose a la verdadera fe. Pero no pudo ser. La noche misma en que llegamos a Orán, la mora se ahorcó por desesperación y vergüenza.

El otro recuerdo que tengo presente es el de un morillo de seis o siete años que caminaba junto a las acémilas donde iban, atadas, las cabezas de los alarbes muertos. Aquellos días, el gobernador de Orán recompensaba -prometía recompensas, para ser exactos- por cada moro muerto en acción de guerra, y la de Uad Berruch, como dije, pasaba como tal. Así que, para que todo quedase probado, cargábamos treinta y seis cabezas de moros adultos, cuyo recuento en la ciudad aumentaría nuestra parte del botín en algunos maravedíes. El caso era que ese niño caminaba junto a una mula que portaba una docena de cabezas colgadas en racimo a uno y otro lado de la albarda. Y bueno. Si la vida de cualquier hombre lúcido está poblada de fantasmas que se acercan en la oscuridad y lo tienen a uno con los ojos abiertos, en los míos permanece -y voto a Dios que la tengo bien llena- la imagen de aquel crío descalzo y sucio, que sorbiéndose los mocos, con los ojos enrojecidos vertiendo surcos de lágrimas por los churretes de la cara polvorienta, caminaba junto a la acémila, sin apartarse de allí, regresando una y otra vez cuando los guardianes lo hacían alejarse, para espantar las moscas que se posaban en la cabeza cortada de su padre.

La casa de la Salka era mancebía y fumadero, y allí nos abarracamos al día siguiente, apenas se celebró la venta del botín. Todo Orán era un vasto regocijo desde la noche anterior, cuando, con la última luz del día, y tras dejar el ganado en los cercados de las Piletas, sobre la fuente del río, habíamos hecho triunfal entrada por la puerta de Tremecén, muy bien escuadronados y llevando delante a los cautivos, guarnecidos por soldados armas al hombro. Entramos así por la carrera iluminada de hachas, yendo derechos a la iglesia mayor, donde los esclavos pasaron maniatados delante del Santísimo, que el vicario había sacado descubierto a la puerta con acompañamiento de clero, cruz y agua bendita; y luego de cantarse el Te Deum laudamus en reconocimiento de la victoria que allí se presentaba, fuese cada mochuelo a su olivo hasta el día siguiente, que fue el de la verdadera celebración, pues la almoneda de esclavos resultó muy lucida, importando la venta completa la gentil suma de cuarenta y nueve mil y seiscientos ducados. Deducida la parte del gobernador y el quinto del rey, que en Orán se destinaba a bastimentos y munición, apartado lo que se daba a los oficiales, a la Iglesia, al hospital de veteranos y a los mogataces, y hecho el reparto del resto a la tropa, nos vimos el capitán y yo mejorados en quinientos sesenta reales cada uno, lo que suponía el agradable peso en las respectivas faltriqueras de setenta lindísimas piezas de a ocho. A Sebastián Copons, por su grado y ventajas, le correspondió algo más. De modo que, apenas cobramos nuestro dinero en casa de un pariente del lengua Arón Cansino -casi hubo que echar mano a las dagas porque algunas monedas quería dárnoslas sin pesar y demasiado limadas en los cantos-, decidimos gastar una pequeña parte como quienes éramos. Y allí estábamos los tres, donde la Salka, dándonos un verde.

La celestina de la mancebía era una mora madura, bautizada y viuda de soldado, antigua conocida de Sebastián Copons; y, según nos aseguró éste, de mucha confianza dentro de lo razonable. Su manfla estaba cerca de la puerta de la Marina, en las casas escalonadas tras la torre vieja. Tenía arriba una terraza desde la que se apreciaba un grato paisaje, con el castillo de San Gregorio a la izquierda, dominando la ensenada llena de galeras y otras naves; y al fondo, como una cuña parda entre el puerto y la inmensidad azul del Mediterráneo, el fuerte de Mazalquivir, con la gigantesca cruz que tenía delante. A la hora que narro, el sol ya descendía sobre el mar, y sus rayos tibios nos iluminaban al capitán Alatriste, a Copons y a mí, sentados en blandos cojines de cuero en una estancia abierta a la pequeña terraza, que no había más que pedir, bien provistos de beber, yantar y lo demás que en tales rumbos se encuentra. Nos acompañaban tres pupilas de la Salka con las que un rato antes habíamos tenido más que palabras, aunque sin llegar a las últimas trincheras; pues el capitán y Copons, con muy buen seso, lograron persuadirme de que una cosa era regocijarse en gentil compañía, y otra zafarse al arma blanca sin reparo, arriesgando atrapar el mal francés o cualquiera de las muchas enfermedades con que mujeres públicas -extremadamente públicas, tratándose de Orán- podían arruinar la salud y la vida de un incauto. Eran las daifas razonables: dos cristianas, andaluzas y de no mala presencia, que en la plaza se ganaban la vida tras ser desterradas allí por malos pasos y peores antecedentes -venían de las almadrabas de Zahara, que eran el finibusterre de su oficio-, siendo la tercera una mora renegada, demasiado morena de carnes para el gusto español, pero bien plantada y muy jarifa, diestra en menesteres de precisión que no están en los mapas. La Salka, al tintineo de nuestra plata fresca, nos había traído a las tres encareciéndolas mucho como limpias, ambladoras y bachilleras del abrocho; aunque, como dije, este último lance lo excusáramos. Aun así, a fe de vascongado que, por la ración correspondiente -la mora, por ser el bisoño-, no era yo quien iba a dar un mentís a la alcahueta.

Pero he dicho de comer y beber, y no fue sólo eso. Aparte ciertas especias que sazonaban el yantar, no de mi gusto por encontrarlas fuertes, era la primera vez que fumaba la hierba moruna, que la renegada preparaba con mucha destreza, mezclándola con tabaco en pipas largas de madera con cazoleta de metal. Cierto es que no era aficionado a fumar ni lo fui nunca, ni siquiera en forma del polvo molido que tanto complacía aspirar a don Francisco de Quevedo. Pero yo era novicio en Berbería; y ésa, notoria novedad. Así que, aunque el capitán no quiso probar aquello, y Copons se limitó a dar un par de chupadas a la pipa, yo me había fumado una, y estaba enervado y sonriente, la cabeza dándome vueltas y el verbo torpe, cual si mi cuerpo flotara por encima de la ciudad y del mar. Eso no me impidió participar en la charla, que pese a la felicidad de la situación y al dinero que llevábamos encima, en ese momento no era alegre. Copons, que habría querido venirse a Nápoles o a cualquier sitio -sabíamos ya que nuestra galera levaba ferro en dos días-, iba a quedarse en Orán, pues seguían negándole su licencia.

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