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Cuando ?l sal?a, con el coraz?n encogido, ella apareci? entre los ?rboles que bordeaban el camino.

– ?Aline! -exclam? ?l alegremente.

– No quiero que te vayas as?. No puedo permitirlo -explic? la joven-. Le conozco mejor que t? y s? que se arrepentir? despu?s. Seguramente querr? volver a verte, y entonces no sabremos d?nde encontrarte.

– ?Realmente lo crees?

– Estoy segura. Llegaste en mal momento. El pobre est? de muy mal humor desde que vino aqu?. No est? acostumbrado a todo este lujo. Se aburre lejos de su entra?able Gavrillac, de sus tierras y de sus cacer?as, y la verdad es que en el fondo te culpa de todo lo que ha sucedido. Breta?a, como debes saber, se ha vuelto un lugar muy inseguro. Hace unos meses incendiaron el castillo del marqu?s de La Tour d'Azyr, al igual que otros muchos. De un momento a otro, las pasiones pueden volver a estallar en Gavrillac. Por eso ha tenido que venir aqu?, y por eso te culpa a ti y a tus compa?eros. Pero pronto cambiar? de parecer. Lamentar? haberte dejado partir as?, pues yo s? que te adora, a pesar de todo. A su debido tiempo, se lo har? comprender. Y entonces querr? saber d?nde podemos encontrarte.

– En el n?mero trece de la rue du Hasard. El n?mero es aciago, pero el nombre de la calle trae suerte. As? que ambas cosas son f?ciles de recordar.

– Te acompa?ar? hasta la puerta -dijo la joven. Y juntos bajaron lentamente por el largo camino, a la sombra de los ?rboles, que atenuaba el sol de junio-. Tienes muy buen aspecto. Has cambiado mucho desde la ?ltima vez que te vi, y me alegro de tu prosperidad. -Y entonces, sin darle tiempo a contestar, cambi? bruscamente de tema-. ?He deseado tanto verte durante estos meses, Andr?! ?Eras el ?nico que pod?a ayudarme, el ?nico que pod?a decirme la verdad, y me disgustaba que no escribieras dici?ndome d?nde pod?a encontrarte!

– No me animaste mucho que digamos cuando nos vimos en Nantes por ?ltima vez.

– ?C?mo? ?Todav?a me guardas rencor?

– Nunca he sido rencoroso. Deber?as saberlo -se enorgulleci? ?l, pues se preciaba de ser un estoico-. Pero tengo una herida en el alma que se resta?ar?a con tu retractaci?n.

– Pues me retracto de lo que dije enseguida, Andr?. Y ahora dime…

– Tu retractaci?n es interesada -sonri? Andr?-. Es un toma y daca. Muy bien, ?qu? me ibas a preguntar?

– S?, Andr?, dime… -se call? titubeante y prosigui? bajando los ojos- Dime la verdad sobre lo que sucedi? en el Teatro Feydau.

Aquella alusi?n le hizo arrugar la frente. Enseguida sospech? la idea que la animaba a hacer aquella pregunta, y brevemente le cont? su versi?n.

Ella le escuch? atentamente. Cuando hubo acabado, Aline suspir? pensativa.

– Eso fue lo que me contaron -afirm?-. Pero a?adieron que el se?or de La Tour d'Azyr hab?a ido al teatro con el prop?sito de romper definitivamente con la hija de Binet. ?Sabes si eso es verdad?

– No lo s?, ni veo ninguna raz?n para que as? fuera. La hija de Binet le proporcionaba los favores a los que ?l y sus iguales est?n acostumbrados…

– Hab?a una raz?n -le interrumpi? Aline-. Y era yo. Yo habl? con la se?ora de Sautron y le dije que no estaba dispuesta a continuar mi relaci?n con un hombre que me manchaba de esa manera.

La joven hablaba con cierta dificultad y su rostro gradualmente se arrebolaba.

– Si me hubieras escuchado… -comenz? a decir ?l, pero ella volvi? a interrumpirlo.

– El se?or de Sautron llev? mi mensaje al marqu?s y despu?s me dijo que estaba desesperado, arrepentido, dispuesto a probar su sinceridad y su amor por m?. Me dijo que el se?or de La Tour d'Azyr le hab?a jurado que nunca m?s ver?a a esa se?orita. Al d?a siguiente, o? decir que hab?a estado a punto de perder la vida en aquella trifulca. Despu?s de los juramentos que le hizo al se?or de Sautron, despu?s de decir que romper?a para siempre con la hija de Binet, fue directamente al teatro. Yo estaba indignada y declar? que nunca volver?a a ver al se?or de La Tour d'Azyr. Claro que ?l insisti? en darme explicaciones, diciendo que hab?a ido al teatro para romper con ella, pero yo nunca le cre?.

– ?Quieres decir que ahora lo crees? -pregunt? Andr?-Louis-. ?Por qu??

– No he dicho que ahora lo crea. Pero… pero… tampoco tengo motivos para dejar de creerle. Estando ya en Meudon, el marqu?s ha venido a verme para jurarme que todo sucedi? como ?l lo cuenta.

– ?Oh, si el se?or marqu?s de La Tour d'Azyr lo ha jurado…! -empez? a decir Andr?-Louis sonriendo sarc?sticamente.

– ?Le has o?do mentir alguna vez? -le interrumpi? ella-. Despu?s de todo, el se?or de La Tour d'Azyr es un hombre de honor, y los hombres de honor no mienten. ?Puedes probar que alguna vez haya mentido?

– No -admiti? Andr?-Louis. La m?s elemental justicia le hac?a confesar, al menos, esa virtud de su enemigo-. No le he o?do nunca mentir. Es demasiado arrogante para recurrir a la mentira. Pero le he visto hacer otras vilezas.

– Nada es m?s vil que la mentira -afirm? ella en consonancia con los valores que le hab?an inculcado-. Para los ?nicos que no hay esperanza es para los mentirosos, primos hermanos de los ladrones. S?lo en la falsedad est? la verdadera p?rdida del honor.

– Cualquiera dir?a que est?s defendiendo a ese fauno -dijo Andr?-Louis fr?amente.

– Quiero ser justa.

– La justicia te parecer? distinta cuando te hayas decidido a ser la marquesa de La Tour d'Azyr -concluy? el joven amargamente.

– No creo que llegue ese d?a.

– Pero, a pesar de todo, ?sigues sin estar segura?

– ?Hay algo seguro en este mundo?

– S?. La necedad.

Ella, o no le oy?, o no le hizo caso, y pregunt?:

– ?Acaso puedes decirme que las cosas no ocurrieron como el se?or de La Tour d'Azyr me las ha contado? ?A qu? fue aquella noche al Teatro Feydau?

– No, no puedo. Es posible que su versi?n sea correcta. Pero ?qu? importa todo eso?

– S? que puede ser importante. Y dime otra cosa: ?qu? fue de esa mujer?

– No lo s?.

– ?No lo sabes? -ella se volvi? para mirarle a los ojos-. ?Y lo dices con esa indiferencia? Yo pensaba que… que la amabas…

– As? fue durante poco tiempo. Confieso que me equivoqu?. Gracias al marqu?s de La Tour d'Azyr descubr? la verdad. Algunas veces esos caballeros resultan ?tiles. Ayudan a los est?pidos como yo a descubrir la verdad. Tuve suerte de que la revelaci?n, en mi caso, precediera al matrimonio. Ahora puedo mirar atr?s y ver aquel episodio con ecuanimidad, agradecido por haber escapado a las consecuencias de lo que no era m?s que una aberraci?n de los sentidos. Es algo que frecuentemente suele confundirse con el amor. El experimento, como puedes ver, fue muy aleccionador.

Ella le mir? sorprendida.

– A veces pienso que no tienes coraz?n, Andr?.

– Probablemente se deba a que a veces soy inteligente. ?Y t?, Aline? Tu actitud en la cuesti?n del marqu?s de La Tour d'Azyr, ?acaso demuestra que tienes coraz?n? Si te dijera lo que en realidad demuestra, acabar?amos ri?endo como la ?ltima vez, y Dios sabe que no quiero enojarme contigo… As? que lo mejor ser? que cambiemos de tema.

– ?Qu? quieres decir?

– De momento, nada, puesto que no est?s en peligro de casarte con esa bestia.

– ?Y si lo estuviera?

– ?Ah! En ese caso, el cari?o que te tengo me har?a descubrir alg?n medio para impedirlo, a no ser que…

Y se call?.

– ?A no ser que qu?…? -pregunt? ella desafiante, irgui?ndose en su peque?a estatura, con mirada imperiosa.

– ?A no ser que tambi?n pudieras decirme que le amas! -dijo ?l sencillamente y con entera serenidad. Y luego a?adi?, sacudiendo la cabeza-: Pero eso, por supuesto, es imposible.

– ?Por qu?? -pregunt? ella ahora en un tono m?s amable.

– Porque s? c?mo eres, Aline. Y s? que eres buena, pura y adorable. Y los ?ngeles no se llevan bien con los demonios. Podr?as llegar a ser su esposa, pero nunca su compa?era. Nunca.

Hab?an llegado a la verja que cerraba el final del camino. A trav?s de la puerta de hierro, vieron el coche amarillo en que hab?a llegado Andr?-Louis. Muy cerca se o?a el chirriar de otras ruedas, el ruido de otros cascos, y apareci? otro veh?culo que se detuvo ante el sencillo coche de alquiler. Era un magn?fico carruaje con portezuelas de caoba blasonadas con escudos nobiliarios cuyos dorados y azules rutilaban a la luz del sol. Un lacayo se ape? para abrir la portezuela. La dama que viajaba en el coche, al ver a Aline, la salud? con un gesto afectuoso y dio una orden al lacayo.

CAP?TULO VI La se?ora de Plougastel

Tras abrir la portezuela, el lacayo baj? la escalerilla y extendi? un brazo para ayudar a apearse a su se?ora. La dama era una mujer de algo m?s de cuarenta a?os, que debi? de haber sido muy bella y que a?n resultaba de buen ver gracias a ese refinamiento que con la edad aumenta en algunas mujeres. Tanto su vestido como su coche denotaban una elevada alcurnia. -Me despido, pues veo que tienes visita -dijo Andr?-Louis.

– ?Pero si es una antigua conocida tuya! ?No te acuerdas de la condesa de Plougastel?

?l mir? a la se?ora que se acercaba y hacia la cual ya corr?a Aline. Hubiera debido reconocerla al momento, aunque hac?a diecis?is a?os que no la ve?a. Ahora acud?a a su recuerdo la preciosa imagen, un tesoro de su memoria que nunca debi? permitir que ulteriores sucesos borraran.

Cuando ?l ten?a diez a?os, poco antes de que lo enviaran a la escuela de Rennes, aquella dama hab?a visitado al se?or de Kercadiou, que era su primo. Fue cuando ?l viv?a en la casa de Rabouillet, y all? le presentaron a la se?ora de Plougastel. La gran dama, en todo el esplendor de su belleza, con su voz tan dulce y con aquella manera de hablar tan refinada -tan culta que parec?a hablar una lengua desconocida en Breta?a-, desplegando esa majestuosidad del gran mundo, al principio asust? un poco al ni?o que entonces ?l era. Pero pronto ella disip? gentilmente aquellos temores y, con cierto misterioso encanto, se gan? la admiraci?n del chiquillo. Ahora Andr?-Louis recordaba el terror que le sobrecogi? cuando le ordenaron que la abrazara y c?mo despu?s se separ? a rega?adientes de aquellos brazos suaves y bien contorneados. Recordaba tambi?n que ella ol?a como a perfume de lilas, pues nada es m?s tenaz que la reminiscencia olfativa.

Durante los tres d?as que la dama permaneci? en Gavrillac, ?l fue diariamente a su casa, y pas? varias horas en su compa??a. Como ella no ten?a hijos y su instinto maternal era muy fuerte, pronto se encari?? con aquel ni?o de ojos precozmente inteligentes.

– D?melo, primo Quintin -record? que ella le dijo el ?ltimo d?a a su padrino-. D?jame llevarlo a Versalles como hijo adoptivo.

Pero el se?or de Kercadiou dijo que no con la cabeza, muy serio y en silencio, y no se habl? m?s del asunto. Y entonces, cuando se despidi? de ?l -s?lo ahora lo recordaba- la dama ten?a l?grimas en los ojos.

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