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– Piensa en m? alguna vez, Andr?-Louis -fueron sus ?ltimas palabras.

Ahora tambi?n evocaba cu?nto le hab?a halagado ganarse en tan poco tiempo el afecto de la gran dama. Esta sensaci?n de regocijo le dur? varios meses, hasta que finalmente cay? en el olvido.

Pero ahora, al cabo de diecis?is a?os, lo recordaba todo n?tidamente. ?C?mo no reconoci? enseguida a aquella joven de entonces transformada en una dama madura, mundana, con ese aire digno y sosegado de los que se saben due?os de s? mismos? Andr?-Louis no dejaba de reproch?rselo en silencio.

Aline la abraz? cari?osamente, y luego, contestando a la interrogadora mirada que la dama dirigi? a su acompa?ante, le explic?:

– Es Andr?-Louis. ?No os acord?is de ?l, se?ora?

La dama se qued? en vilo, casi sin aliento. Y entonces aquella voz que Andr?-Louis recordaba tan musical, ahora m?s profunda, repiti? su nombre:

– ?Andr?-Louis!

Por el tono de su voz, Andr?-Louis intuy? que tal vez su nombre despertaba en la condesa recuerdos asociados con la juventud perdida. La dama se detuvo a observarlo durante largo rato con los ojos muy abiertos, mientras ?l se inclinaba ante ella.

– Por supuesto que me acuerdo de ?l -dijo acerc?ndose y tendi?ndole la mano que ?l bes? sumisa e instintivamente-. ?C?mo ha podido crecer tanto? -se asombr? contempl?ndole atentamente. -Y Andr?-Louis se sonroj? al o?r la satisfacci?n que delataba la voz de la se?ora. Ahora le parec?a que s?bitamente remontaba aquellos diecis?is a?os transcurridos, para volver a ser el chiquillo bret?n de entonces. La dama se volvi? a Aline-: Supongo que el se?or de Kercadiou estar? encantado de haberle vuelto a ver, ?verdad?

– Tan encantado, se?ora, que enseguida me ha puesto de patitas en la calle -dijo Andr?-Louis.

– ?Ah! -exclam? la dama frunciendo las cejas y sin dejar de mirarlo con sus ojos negros-. Tenemos que arreglar eso, Aline. Debe de estar muy enfadado con vos. Pero ?sos no son modos. Yo defender? vuestra causa, Andr?-Louis. Soy una buena abogada.

?l le dio las gracias y se despidi?:

– Muy agradecido, dejo mi causa en vuestras manos. Y os presento mis respetos, se?ora.

Y as?, a pesar de la mala acogida de su padrino, Andr?-Louis tarareaba una canci?n mientras el coche amarillo lo llevaba de vuelta a su casa en Par?s. Aquel encuentro con la se?ora de Plougastel le hab?a animado, y su promesa de defender su causa junto con Aline le daba la seguridad de que todo acabar?a bien.

Esa confianza se confirm? cuando el siguiente jueves, a mediod?a, el se?or de Kercadiou apareci? en la academia de esgrima. Gilles, el paje, le anunci? la visita, y Andr?-Louis, interrumpiendo enseguida la lecci?n que estaba impartiendo, se quit? la careta y ech? a correr -con su chaleco de gamuza abotonado hasta el cuello y el florete bajo el brazo- hasta el modesto sal?n de la planta baja donde le esperaba su padrino. El se?or de Gavrillac se levant? para recibirle como si estuviera ret?ndolo.

– Me han convencido de que debo perdonarte -anunci? hura?o, como dando a entender que hab?a aceptado s?lo para que no le importunaran m?s.

Andr?-Louis no se dej? enga?ar. Sab?a que no era m?s que una pose adoptada por su padrino para quedar en posici?n airosa.

– Benditas sean las personas que os convencieron. Soy tan feliz que me vuelve el alma al cuerpo, padrino.

Tom? la mano que el se?or de Gavrillac le ofrec?a, y la bes?, cediendo al impulso de la costumbre de sus d?as infantiles. Era un acto de total sumisi?n, que restablec?a entre ellos el lazo de protegido y protector, con todos los mutuos deberes y derechos que eso implicaba. M?s que las palabras, aquel gesto simbolizaba la paz con aquel hombre que tanto lo quer?a. El rostro del se?or de Kercadiou se puso m?s rojizo que de costumbre. Sus labios temblaron cuando, con la voz ronca de emoci?n, murmur?:

– ?Hijo querido! -y entonces se anim?, irguiendo su gran cabeza y frunciendo el ce?o. Su voz se hab?a aclarado-. Supongo que admitir?s que te has portado terriblemente… terriblemente… e ingratamente.

– Eso depende del punto de vista, ?no? -dijo Andr?-Louis con su tono de voz m?s amable y conciliador.

– Depende de los hechos y no de los puntos de vista. Y ya que me han convencido para que olvide lo pasado, conf?o en que, de hoy en adelante, tendr?s intenci?n de enmendarte.

– Tengo la intenci?n de… de no participar en cuestiones pol?ticas -asinti? Andr?-Louis, pues esto era lo m?s que pod?a decir sin faltar a la verdad.

– Algo es algo.

El padrino cedi? al ver que por lo menos hac?a una concesi?n a su justo resentimiento.

– ?No quer?is sentaros, padrino?

– No, no. Vengo a buscarte para que me acompa?es a hacer una visita. Mi perd?n se lo debes a la se?ora de Plougastel. Quiero que vengas conmigo a darle las gracias.

– Es que tengo aqu? compromisos… -empez? a decir Andr?-Louis, pero cambi? de idea-: ?No importa! Arreglar? el asunto. Es s?lo un momento…

Y cuando se dispon?a a volver a la academia, su padrino se fij? en el florete que llevaba bajo el brazo y le pregunt?:

– ?Qu? compromisos? ?Por casualidad eres profesor de esgrima?

– Profesor y due?o de esta academia, que era del difunto Bertrand des Amis, la m?s floreciente que hay actualmente en todo Par?s.

Su padrino qued? estupefacto.

– ?Eres due?o de todo esto?

– S?, hered? la academia cuando muri? Bertrand des Amis.

Dejando que su padrino siguiera pensando en aquella novedad, Andr?-Louis subi? a arreglar el asunto con sus ayudantes y a vestirse.

– ?De modo que por eso ahora ci?es espada? -dijo el se?or de Kercadiou m?s tarde, cuando sub?a al coche con su ahijado.

– Por eso, y porque en los tiempos que corren todos tenemos que ir armados.

– ?Y c?mo se explica que un hombre que vive de una profesi?n honrada, vinculada sobre todo a la nobleza, pueda al mismo tiempo mezclarse con esos picapleitos, fil?sofos y panfletistas, que esparcen por doquier la difamaci?n y la rebeld?a?

– Olvid?is que tambi?n soy picapleitos, y que lo soy por deseo vuestro, caballero.

El se?or de Kercadiou refunfu??, tom? un poco de rap?, y le pregunt?:

– ?Dices que la academia es floreciente?

– As? es. He tenido que tomar dos ayudantes. Y ya necesito un tercero. Tenemos mucho trabajo.

– Eso significa que est?s en una posici?n holgada.

– No me puedo quejar. Gano m?s de lo que necesito.

– Entonces podr?s contribuir a pagar la Deuda Nacional -gru?? el noble, contento de que el mal que Andr?-Louis hab?a fomentado recayera sobre ?l mismo.

Y entonces la conversaci?n se desvi? hacia la se?ora de Plougastel. Aunque no adivinaba la raz?n, Andr?-Louis pudo darse cuenta de que al se?or de Kercadiou no le gustaba hacer aquella visita. Pero la se?ora condesa era una mujer muy testaruda a la que no se pod?a negar nada, y a la que todo el mundo obedec?a. El se?or de Plougastel estaba ausente, en Alemania, pero regresar?a pronto. Era una indiscreci?n de su padrino, pues esa informaci?n permit?a inferir f?cilmente que el se?or de Plougastel era uno de los intrigantes emisarios que iban y ven?an entre la reina de Francia y su hermano, el emperador de Austria.

El carruaje se detuvo ante una hermosa residencia del Faubourg St. Denis que hac?a esquina con la rue Paradis. Un sirviente condujo a los visitantes a un sal?n donde relumbraban los dorados y los brocados, con vista a una terraza que daba a un jard?n que era m?s bien un parque en miniatura. All? les esperaba la condesa. Se levant?, despidi? a una joven que sol?a leerle, y avanzando con las manos tendidas fue a saludar a su primo Kercadiou.

– Casi tem?a que no cumplir?ais vuestra palabra -dijo-. Pero fui injusta, pues veo que hab?is logrado traerle -y su mirada risue?a le dio la bienvenida a Andr?-Louis.

El joven respondi? con una galanter?a:

– Vuestro recuerdo, se?ora, est? tan grabado en mi coraz?n que no era preciso convencerme para que viniera.

– ?Ah, pero si es todo un perfecto cortesano! -exclam? la condesa, tendi?ndole la mano-. Tenemos que hablar un poco, Andr?-Louis -a?adi? con una gravedad que le inquiet? vagamente.

Se sentaron y durante un rato la conversaci?n gir? en torno a temas generales, como el trabajo que desempe?aba Andr?-Louis y otras cosas por el estilo. Mientras tanto, ella no dejaba de examinarlo atentamente con ojos ?vidos, hasta que Andr?-Louis se sinti? de nuevo asaltado por la inquietud. Intuitivamente supo que aqu?lla no era una simple visita de cortes?a, que le hab?an llevado all? por algo mucho menos sencillo.

Al fin, como si estuviera planeado de antemano, el se?or de Gavrillac, que era la persona menos indicada para cubrir las apariencias, se levant? y con el pretexto de ir a ver el jard?n sali? a la terraza, sobre cuya balaustrada de m?rmol se derramaban los geranios. Despu?s desapareci? entre el follaje.

– Ahora podemos hablar con m?s intimidad -dijo la condesa-. Sentaos aqu?, a mi lado -dijo mostr?ndole la mitad desocupada del sof?. Aunque no las ten?a todas consigo, Andr?-Louis obedeci?.

– Como sab?is -dijo gentilmente, colocando una mano sobre el brazo de su invitado-, os hab?is portado mal y el resentimiento de vuestro padrino era fundado.

– Si yo supiera eso, se?ora, ser?a el m?s desgraciado, el m?s angustiado de los hombres.

Y a continuaci?n argument? lo mismo que el domingo anterior en casa de su padrino.

– Lo que hice se debi? a que era el ?nico medio que ten?a a mano, en un pa?s donde la justicia estaba atada de pies y de manos por los privilegiados, para declararle la guerra al canalla que asesin? a mi mejor amigo. Fue un asesinato brutal e injustificado, que ning?n juez quiso castigar. Y por si fuera poco, y perdonadme si os hablo con entera franqueza, ese mismo asesino sedujo despu?s a la mujer con la que pensaba casarme.

– ?Oh, Dios m?o! -exclam? ella.

– Perdonadme. S? que es horrible. Pero as? comprender?is tal vez lo que sufr?, y c?mo me vi obligado a hacer lo que hice. El ?ltimo asunto del que me culpan, el mot?n en el Teatro Feydau, que despu?s se extendi? a toda la ciudad, lo provoqu? por esa raz?n.

– ?Y qui?n era ella?

Como todas las mujeres, pens? Andr?-Louis, la condesa s?lo se fijaba en lo que no era esencial.

– ?Oh! Era una actriz, una pobre ignorante que ahora no lamento haber perdido. Binet era su apellido. En aquel entonces, yo tambi?n actuaba en la compa??a de la legua de su padre. Porque despu?s del asunto de Rennes, tuve que ocultarme detr?s de una m?scara, ya que la justicia imperante en Francia me persegu?a para llevarme a la horca.

– ?Pobre muchacho! -dijo ella tiernamente-. S?lo el coraz?n de una mujer puede comprender lo que hab?is sufrido. Por eso es m?s f?cil perdonaros. Pero ahora…

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