— A mi edad no se piensa en otra cosa. Seguro moriré solo, como un perro. — Yo estaré con usted.
— Ojalá no se le olvide que me hizo una promesa. Si está pensando en irse a alguna parte, acuérdese que cuando llegue el momento tiene que ayudarme a morir con decencia.
— Me acuerdo, Tata, no se preocupe.
Al día siguiente me embarqué sola rumbo a Venezuela. No sabía que no volvería a ver a mi abuelo. Pasé las formalidades del aeropuerto con las reliquias de la Memé apretadas contra el pecho.
La caja de galletas contenía los restos de una corona de azahares de cera, unos guantes infantiles de gamuza color del tiempo y un manoseado libro de oraciones con tapas de nácar. También llevaba una bolsita de plástico con un puñado de tierra de nuestro jardín, con la idea de plantar un nomeolvides en otra parte. El funcionario que revisó mi pasaporte vio los timbres de entradas y salidas frecuentes a la Argentina y mi carnet de periodista, y como supongo que no encontró mi nombre en su lista, me dejó salir.
El avión se elevó a través de un colchón de nubes y minutos más tarde cruzaba los picos nevados de la cordillera de los Andes.
Esas cimas blancas asomadas entre nubes invernales fueron la última imagen que tuve de mi patria. Volveré, volveré, repetía como una oración.
Andrea, mi nieta, nació en el cuarto de la televisión, en uno de los primeros días calientes de primavera. El apartamento de Celia y Nicolás queda en un tercer piso sin ascensor; no es práctico en caso de una emergencia, por eso escogieron nuestra planta baja para traer a la criatura al mundo, una pieza grande con ventanales asomados a la terraza, donde transcurre la vida cotidiana; en días claros pueden verse tres puentes de la bahía y en la noche titilan al otro lado del agua las luces de Berkeley. Celia se ha adaptado tanto al estilo de California, que decidió aplicar la música del universo hasta las últimas consecuencias, saltándose el hospital y los médicos para dar a luz en familia. Los primeros síntomas comenzaron a medianoche, al amanecer Celia se encontró de súbito bañada en aguas amnióticas y poco después se trasladaron a nuestra casa. Los vi aparecer con el aire ofuscado de las víctimas de catástrofes naturales, en chancletas, con una gastada bolsa negra con sus pertenencias y cargando a Alejandro en pijama y todavía medio dormido. El chiquillo no sospechaba que dentro de pocas horas tendría que compartir su espacio con una hermana y terminaría para siempre su reinado totalitario de hijo y nieto único. Un par de horas más tarde llegó la matrona, una mujer joven, dispuesta a correr el riesgo de trabajar a domicilio, manejando una camioneta cargada con los equipos de su oficio, y vestida de caminante con pantalones cortos y zapatillas de gimnasia. Se integró tan bien a la rutina familiar, que al poco rato estaba en la cocina preparando desayuno
con Willie.
Entretanto Celia paseaba sin perder nunca la calma apoyada en Nicolás, respirando corto cuando el dolor la doblaba, y descansando cuando la criatura en su vientre le daba tregua. Mi nuera lleva en las venas canciones secretas que marcan el ritmo de sus pasos cuando camina, durante las contracciones jadeaba y se mecía como si escuchara por dentro una irresistible tamborera venezolana. Hacia el final me pareció que en algunos momentos empuñaba las manos y un ramalazo de terror pasaba por sus ojos, pero enseguida su marido encontraba su mirada, le susurraba algo en la clave privada de los esposos y ella aflojaba la tensión. Así pasó el tiempo, vertiginoso para mí y muy lento para ella, que soportó esa prueba sin un quejido, calmantes ni anestesia. Nicolás la sostuvo, mi humilde participación consistió en ofrecerle hielo picado y jugo de manzana, y la de Willie en entretener a Alejandro, mientras desde una distancia prudente la partera seguía los acontecimientos sin intervenir y yo recordaba mi propia experiencia cuando nació Nicolás, tan diferente a ésta. Desde el instante en que crucé el umbral del hospital perdí mi sentido de identidad y pasé a ser un paciente sin nombre, sólo un número. Me desnudaron, me entregaron una bata abierta en la espalda y me llevaron a un sitio aislado, donde fui sometida a algunas humillaciones adicionales y luego quedé sola. De vez en cuando alguien exploraba entre mis piernas, mi cuerpo se había convertido en una sola caverna palpitante y adolorida; pasé un día, una noche y buena parte del día siguiente en esa laboriosa tarea, cansada y medio muerta de miedo, hasta que finalmente me anunciaron que se acercaba el desenlace y me llevaron a un pabellón. De espaldas sobre una mesa metálica, con los huesos convertidos en ceniza y cegada por las luces, me abandoné al sufrimiento. Ya nada dependía de mí, el bebé braceaba por salir y mis caderas se abrían para ayudarlo sin intervención de mi voluntad. Todo lo aprendido en los manuales y en los cursos previos no me sirvió de nada. Hay un momento en que el viaje iniciado no puede detenerse, rodamos hacia una frontera, pasamos a través de una puerta misteriosa y amanecemos al otro lado, en otra vida. El niño entra al mundo y la madre a otro estado de conciencia, ninguno de los dos vuelve a ser el mismo. Con Nicolás me inicié en el universo femenino, la cesárea anterior me había privado de un rito único que sólo las hembras de los mamíferos comparten. El proceso alegre de engendrar un niño, la paciencia de gestarlo, la fortaleza para traerlo a la vida y el sentimiento de profundo asombro en que culmina, sólo puedo compararlo al de crear un libro. Los hijos, como los libros, son viajes al interior de una misma en los cuales el cuerpo, la mente y el alma cambian de dirección, se vuelven hacia el centro mismo de la existencia.
El clima de tranquila alegría que reinaba en nuestra casa cuando nació Andrea en nada se parecía a mi angustia en ese pabellón de maternidad veinticinco años atrás. A media tarde Celia hizo una señal, Nicolás la ayudó a subir a la cama y en menos de un minuto se materializaron en la habitación los aparatos e instrumentos que la matrona traía en su camioneta. Esa muchacha en pantalones cortos pareció envejecer de súbito, le cambió el tono de voz y milenios de experiencia femenina se reflejaron en su cara pecosa.
Lávese las manos y prepárese, que ahora le toca trabajar a usted, me dijo con un guiño. Celia se abrazó a su marido, apretó los dientes y empujó. Y entonces, en una oleada de sangre surgió una cabeza cubierta de pelo oscuro y un pequeño rostro aplastado y púrpura, que sostuve como un cáliz con una mano, mientras con la otra desprendía de un gesto rápido la cuerda azulada que envolvía el cuello. Con otro brutal empeño de la madre apareció el resto del cuerpo de mi nieta, un paquete ensangrentado y frágil, el más extraordinario regalo. Con un sollozo abismal sentí en el centro de mí misma la
experiencia sagrada de dar a luz, el esfuerzo, el dolor, el pánico y agradecí maravillada el valor heroico de mi nuera y el prodigio de su cuerpo sólido y su espíritu noble, hechos para la maternidad. A través de un velo me pareció ver a Nicolás emocionado, que tomaba a la criatura de mis manos para acomodarla sobre el regazo de su madre. Ella se irguió entre las almohadas, jadeando, mojada de sudor y transformada por una luz interior, indiferente por completo al resto de su cuerpo que seguía pulsando y sangrando, cerró los brazos en torno a su hija y, doblada sobre ella, le dio la bienvenida con una catarata de palabras dulces en un lenguaje recién inventado, besándola y olisqueándola como hacen todas las hembras, y se la puso al pecho en el gesto más antiguo de la humanidad. El tiempo se congeló en el cuarto y el sol se detuvo sobre las rosas de la terraza, el mundo retuvo el aliento para celebrar el prodigio de esa nueva vida. La matrona me pasó unas tijeras, corté el cordón umbilical y Andrea inició su destino separada de su madre. ¿De dónde viene esta pequeña? ¿Dónde estaba antes de germinar en el vientre de Celia? Tengo mil preguntas que hacerle, pero temo que cuando pueda contestarme ya habrá olvidado cómo era el cielo… Silencio antes de nacer, silencio después de la muerte, la vida es puro ruido entre dos insondables silencios.